top of page

Un Año Nuevo incierto

La magia de lo nuevo tiene algo que no puedo reemplazar. Es como un mar de incertidumbre y vértigo, la adrenalina bella del no saber. Me hallo cómoda en esta zona, como si siempre hubiera estado en él -en este mar inexplorado. No le temo -nunca le temí- pero ahora se ha vuelto una droga deliciosa. Es hermoso, absolutamente hermoso no saber. Y me he chocado tantas veces con mi ego pretendiendo conocerlo todo, que encuentro en la ignorancia un gran placer. Me achico: el mundo es demasiado grande para mí y es absoluto, absoluto en su imperfección, como nosotros, como yo. Ahí me encuentro ahora, y mi mar está por fin en paz.


Mi yo en sintonía

En estos días he descubierto tantas cosas. El nuevo año comenzó de una forma distinta y tan natural. Me trajo esta nueva energía extraña pero que se siente tan bien y tan mía, tan conectada con lo que tiene que ser. Anduve despacio y sin un rumbo fijo, sin saber bien qué hacer ni cuándo ni con quién. Y cuanto menos le imponía a mi propio rumbo, mejor fluía el curso de las cosas. Mas sorprendían los encuentros, los pequeños logros, los entendimientos de un Universo en acción. He pensado otras veces en mi vida como un río -o en la vida en general-. Recuerdo haberlo visto en Machu Picchu, en aquel viaje de antaño que me quedó ahora tan lejos en tiempo y en madurez: cambié tanto que ya no me reconozco en muchas cosas que supieron ser mías alguna vez. Y eso me deja tranquila. Me deja, simplemente, ser, como nunca antes. Siento que de eso se trata: de ir mudando de ropa, de no creerme nunca que algo es para siempre, de aceptar que somos permeables y erróneos, nunca estáticos.

Entonces dejo fluir el río: ya no pongo piedras. Ya no intento guiarlo a donde quiera yo que vaya -porque yo no siempre sé a dónde quiero ir. Ya no lo fuerzo a ir más rápido. Así venía estando en Buenos Aires sin entenderlo: en una gran vorágine de acelerar tiempos y chocarme con piedras todo el tiempo. Rebotaba, eso hacía. Y dolía. Ahora, a la distancia y apenas pasados unos días, me vuelvo a encontrar. Sin forzarlo ni obligarlo, el río es más dulce, más suave, más lento. Reconozco la tormenta y me asusta, reconozco que no sé que vendrá en la próxima curva, que no veo más allá. Pero ando y me dejo andar, ya no le temo a las cascadas. Me zambullí de ojos cerrados y me dejé de resistir.

Este año empezó en esta sintonía, que es bellísima y es melódica. Tuvo mucho que ver con el encuentro con otros, lo que me viene moviendo el mundo hace un tiempito, esto de entendernos como humanos y de romper barreras y fronteras artificiales. Me dejé llevar por la incertidumbre y me salió bien. México en sí es un mar de incertidumbre para mí: entré sin saber a dónde venía ni que me iba a encontrar, sin saber cuánto tiempo me quedo ni si me iba a gustar, sin planificar los días, sin saber qué venía a buscar. Terminé conociendo gente de oro, encontrándome con qué quería hacer, dejando de lado muchos miedos y ropas viejas que ya no me sentaban bien. Y todavía me queda mucho tiempo.

Después de los cuatro días en la gran ciudad, en el recorrer y turistear paseando, en el dedicarle tiempo a caminar sin rumbo porque no sabia cuáles eran los buses correctos (y la ciudad de México es gigante), me fui cuatro días a recorrer Oaxaca con tres desconocidos. Hace unos años, en mi viaje por Sudamérica, una aventura semejante me hubiera parecido una locura. Hace unos años, cuando recién empecé esta idea de viajar por el mundo sin saberlo -ay, que lindo fue no saberlo-, cuando mi familia y amigos todavía pensaban -y yo también pensaba- que eso que estaba haciendo era un año sabático de la vida verdaderamente normal, hubiera muerto de miedo. Esta vez no. Sin dudarlo un segundo, sin pensarlo dos veces -porque cuando lo pensé me di cuenta que hubiera sido una locura-, me fui. Los tres desconocidos venían de Couchsurfing (que en sí misma es una aplicación de incertidumbre, pero en general de encuentros hermosos entre mundos distintos*), porque Jhere, que es mexicano, me había aceptado alojar. Al final no me quede con él, sino en la casa de dos amigos de los viajes, de esos otros desconocidos que conocí y aprendí a querer en Ecuador. Emi y Mati no estaban pero me prestaron su llave y su casa tenía un extraño olor a Ushuaia, aquel primer destino de mi aquel primer viaje, así que lo interpreté como una buena señal (porque los olores están asociados a los recuerdos, y los recuerdos de Ushuaia son recuerdos de hogar). Un día nos juntamos con Jhere y fuimos a tomar pulque -una bebida azteca que no me gustó-, y ahí me dijo que tenía planeado ir a Chahaua para año nuevo con dos amigos, que si quería venir. Yo me prendí: no sabía qué era Chahaua ni quiénes eran los amigos, pero al final nunca fuimos a Chahaua y sus amigos se volvieron mis amigos.

Entre otras cosas que me dio este viaje que terminó saliendo tan distinto a como lo habíamos imaginado -si es que alguien lo había imaginado- y tanto mejor, fue reconocerme ciudadana del mundo. Fue encontrarme con la comodidad y la simpleza de conocer a otras personas y escucharlas, de sentirlas del mismo cuerpo y la misma sangre, de hermanarse, sin importar de donde vinieran y qué trajeran detrás. Quizás porque ando justamente en esa búsqueda, quizás porque mis nuevos amigos son personas hermosas, o porque nos animamos a abrirnos como si nos conociéramos de toda la vida -o quizás justamente por no conocernos nos animamos a mostrarnos sin juzgar. Fui realmente yo con ellos -una yo que se gusta a sí misma- y me sentí segura, protegida y extrañamente amada. Fue con ellos, tres desconocidos, que terminé mi alocadísimo y profundamente largo 2017 y empecé mi incierto 2018. Mi 2017 había sido introspectivo y difícil, porque mi propio descubrimiento me hizo mutar por completo, me hizo renacer. Como de una pila de nervios, ansiedad y desequilibrios, finalmente aparecí: renovada, armonizada, segura, feliz, incierta e imperfecta y aceptando con amor esa imperfección. Renovarse lleva tiempo, voluntad y paciencia, pero haberme ganado esta beca en México fue un broche de oro, una forma de empujarme al río que parecía revoltoso -y viene siendo bastante amable-, de volver a Ser.


Nuestra brigada internacional de cuatro desconocidos fue diversa y compañera: un mexicano, un colombiano, un holandés y yo, que por nacimiento soy argentina, y por naturalidad descubro que de cualquier lugar -que en el fondo da lo mismo. Paseamos bastante y la mayoría del tiempo estuvimos en el auto manejando y hablando de la vida -hay algo de los “road trips” que te conecta distinto- o dando vueltas sin dormir o comiendo, que fue lo único que hicimos con recurrencia. Paramos la primer noche en Oaxaca y salimos a rumbear. Oaxaca es precioso pero lo recorrí demasiado rápido porque nos teníamos que ir temprano en la mañana para llegar a Chahaua. Ya adelanté que nunca llegamos a la isla: a la hora y media de avanzar una carretera llena de topes, rodeada de montañas y desiertos, se nos rompió el carro justo en frente de un taller mecánico. El mecánico oficial no estaba pero apareció Raúl, que se pasó cinco horas de un domingo 31 de diciembre con las manos engrasadas al calor del sol. No sé qué dios lo mandó a Raúl ni nos juntó a cuatro inútiles (dos cineastas, un estudiante de relaciones internacionales y una historiadora) en un viaje de carretera, pero ninguno desesperó. Habíamos aceptado que este viaje desorganizado era pura incertidumbre y que, quizás, teníamos que pasar año nuevo ahí en Trapiche, ese punto del mapa tan pequeño y tan real. Es que cuando no hay apuro, el tiempo cobra otra dimensión. Pero el mismo dios que lo trajo a Raúl abrió la tienda un domingo y nos vendió la pieza que se había roto, así que pudimos seguir viaje por una ruta llena de curvas y hasta vimos un atardecer alucinante.

Oaxaca

Trapiche

Mi foto favorita de Trapiche: Pedro López.

El genio de Raúl

A Chahaua no llegábamos ya, pero a la costa sí. A las 11:30 estacionamos en Puerto Escondido y bajamos a cenar. Año nuevo lo empezamos ahí, riéndonos de nuestras desgracias, brindando por estar pasándolo juntos y por que el 2018 nos sorprendiera en otro lugar, haciendo pequeños balances y comiendo enchiladas en un restaurant en el que nadie pareció inmutarse a las 12 y nosotros -por lo surrealista que venia siendo todo- creímos que estábamos en otra dimensión o con el calendario equivocado. Pero la fiesta estaba en la playa, y a base de Cuba Libre, tequila y rumba nos divertimos y bailamos como si fuéramos los dueños de lugar. Fue una excelente forma de empezar el año, nos mirábamos y nos abrazábamos -un poco de borrachos, otro poco de amor.

A Chahaua nunca llegamos, eso ya lo dije: es que cuando finalmente fuimos hasta donde debíamos cruzar en barco, el cansancio acumulado y el precio nos hicieron dudar. Preferimos ir a Cerro Hermoso, que aunque estaba atestado de gente, fue un lugar perfecto para ver el atardecer, para dormir profundo en hamacas paraguayas y hasta para meditar. Después volvimos a la ruta y manejamos como seis horas hasta Acapulco. Costó pero conseguimos un hotel y dormimos bien de una buena vez. Un día entero en la playa y sin movernos fue fantástico. Recuperamos energía, nos divertimos, entendimos que a donde fuera que estuviéramos daba lo mismo, que juntos la pasábamos bien.

Yo no sé si es México que hace las cosas fluir tan fácil, o si es un estado mental. Solo sé que entré en una frecuencia distinta sin darme cuenta. Me siento por primera vez en mucho tiempo en armonía: con el mundo, con los otros, conmigo misma. Y en esa armonía todo parece encajarse a la perfección, como si la realidad estuviera destinada a funcionar así o como si las piezas en sí mismas ya no importaran. Mi movimiento parece encastrarse con el movimiento del mundo y me reconforto en este espacio atemporal. Mis experiencias y mis amigos responden a esa frecuencia tan natural. Cambiar de ciudad no lo modifica, es un todo, es una forma de estar. Así como en ese viaje por el sur de México me hice amigos nuevos que aprendí a querer, y las cosas se fueron sucediendo solas súper bien, en Tulum también llegué a donde tenía que llegar. En la casa de Facu, donde me quedé (también por CS), conocí a otros tres seres preciosos que me llenaron de energía. Con Facu, con Andre y con Claudio tuve una excelente conexión. Charlas que me ayudaron a repensarme, a relajarme, a terminar de mutar. Cada uno, con su experiencia de ya varios años viajando, con su mismo origen cultural, con su distinta forma de pensar, me dejaron y me enseñaron algo. También yo dejé algo. Y el Universo pareció acomodarse también: todo lo que sucedió parecía estar conectado por hilos invisibles. Así fue que me terminé de sintonizar. Y ahora ando tranquila, pero expectante, de ver que está por venir. Cierro los ojos y me zambullo en la incertidumbre: el mundo es hermoso y más lo es la humanidad.


*Couchsurfing es una red social para viajeros del mundo. La idea de la página/aplicación es que una persona de un lugar hospede a otra de otro lugar de forma gratuita. Al no haber dinero de por medio, CS no es un hotel ni un AirBnB. Es más bien una oportunidad de intercambio cultural. De conocer a otras personas, generalmente locales, con las mismas inquietudes o con otras, con intereses parecidos o no, con sus propias historias, con sus costumbres, con su forma de pensar. CS me abrió muchas puertas cuando viajé por Sudamérica, y ahora me está abriendo puertas acá en México. Muchas veces piensan que soy una fanática o una inconsciente, pero creo que es porque nunca lo experimentaron. A mí me ha dado infinitos amigos de verdad, y me ha permitido llegar a lugares que de otra forma no hubiera llegado. Es una buena opción para viajar distinto y conocer mejor el lugar.

Compartí este post:

bottom of page