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México, un hogar.

Llegué a México hace tres días y siento que nunca crucé una frontera. Me resulta tan natural estar acá, como si viviera hace años, que me pregunto si es porque estaba demasiado preparada o porque viajar es mi propia casa. Camino por la calle como si simplemente hubiese cambiado de barrio en mi misma ciudad y me manejo como si estuviera en un terreno que conozco de toda la vida. ¿Será que acepté internamente que soy parte del mundo y que esto es parte de mí? Camino tranquila y despacio, me tomo las cosas tranquilas, y encuentro que el ritmo está detenido incluso en una ciudad tan grande como México. ¿Son ellos o soy yo? En parte son ellos, es cierto: llegué en esta época del año en la que la mayoría está de vacaciones y ni el tráfico ni el movimiento de la ciudad son los de siempre –me explicaron. Y en parte soy yo.


La familiaridad latinoamericana ayuda a esta sensación de naturalidad: los carteles están en mi idioma, las canciones que escucho por ahí ya las escuché alguna vez, entiendo lo que me dicen y la comunicación no es un problema, el peso mexicano está parecido al argentino, los supermercados y las marcas son más o menos las mismas, los metros se conectan como en Buenos Aires o en Chile, las peatonales del centro están igual de atestadas que en mi ciudad, los mercados –después de un año por Sudamérica- me encantan pero no me sorprenden, y nadie me mira como a un bicho raro sino como a una más de las que caminan por ahí. Aunque se nota quizás que no soy autóctona de México, la capital es una gran ciudad cosmopolita, y los extranjeros no llaman la atención.


Algunas cosas sí me resultan extrañas e inusuales y me recuerdan que no estoy en mi país: la tonada mexicana -que a mí me hace pensar que estoy metida en una telenovela-, el picante en todas las comidas, no conseguir yerba mate, las calles con muchas X que se pronuncian SH -vivo en Xola y Uxmal-, los puestos de masajes en la calle, las señoras que se depilan las cejas en la vereda, el monstruo gigante del Templo Mayor en el medio de la ciudad, los rasgos mayas y aztecas de las fisionomías en el metro, los hombres sentados en las plazas leyendo el diario o durmiendo la siesta, las micheladas y el pulque, el infaltable olor a maíz.

Hombres durmiendo la siesta


Todo es nuevo, pero parece igualmente viejo. Apenas estuve dos días, pero no me siento a miles de kilómetros de mi casa, porque ahora México ES mi casa. Después de hablar con varios conocidos y extranjeros que visitaron este país comprendí que, en gran medida, eso es México. Es un país que te deja estar, que te acepta -incluso en la tercera ciudad más extensa del mundo- y se convierte automáticamente en un hogar. No hay transición ni adaptación, a México se llega pensando que siempre estuvimos ahí pero no lo sabíamos. Y con la naturalidad que acepté esa realidad me muevo y me conecto; de hecho, me siento más cómoda acá que allá. La facilidad con la que me relaciono con la gente, con la que los mexicanos se prestan a mis fotos, y el abrazo cálido y seguro de este país, me dejan una certeza: que estoy donde tengo que estar. Desde que descubrí que claramente mi misión tiene que ver con recorrer el mundo –y de a poco voy tratando de entender cómo y en qué tiempo-, los viajes ya no son corridas para verlo todo ni sensaciones de alucinación, sino la seguridad de que viajar es mi propia casa andante, y que el nomadismo me sienta bien. Vibro en esta sintonía. Comprendo este lenguaje. Soy yo. Y las cosas que me vienen pasando me lo confirman –es hermoso descubrirlo.


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