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SOMOS: Vidas en Artemisa, Cuba (II)


5. Lilia hace frijoles en cantidades y de distintos tipos. Su sistema es sencillo, pero efectivo: un vecino le hace un encargo (lleva un día más o menos ponerlos en remojo y cocinarlos y que queden tan ricos) y ella prepara: los tendrá listos para la tarde o para mañana. Así, Lilia consigue un ingreso extra de lo que obtiene del Estado y de su hijo, que si mal no recuerdo vive en Estados Unidos, y que nunca visitó. Me da pena no acordarme toda la historia de Lilia -algunas historias y recuerdos se me mezclan, más en los encuentros efímeros. Pero sí recuerdo que a su casa fuimos a buscar frijoles con Castillo y que nos invitó a pasar primero por el costadito a una cocina que tenía especialmente separada de la casa. Sí recuerdo que nos dio los frijoles, conversamos un largo rato y le pedí una foto – ella se prestó contenta, como buena cubana. Sí recuerdo que nos invitó a pasar al resto de su casa después, mientras nos explicaba la obra de remodelación que tenía en mente y que la motivaba a seguir haciendo frijoles. Y recuerdo que lo primero que nos mostró al entrar fue una foto tamaño poster de su nieta en su fiesta de 15: con un vestido largo rosa bebé y una coronita. De ella tenía varias fotos-posters y las mostraba orgullosa. La casa era alegre y colorida, como la mayoría de las casas de pueblo que visité en Cuba. Y ella también era alegre y colorida; y se mantenía firme, activa, sonriente, luchando para que los años no se le vinieran encima y la aplastaran. Recuerdo también que tenía un rico perfume, y que le dijo a Castillo que si no podía pagara otro día.


6. Vanesa vive con Elizabeth en la misma cuadra que Castillo. Cada vez que pasaba, ella y Vanesa me saludaban con efusión, me preguntaban qué me parecía Cuba por ahora, como la venía pasando. En realidad, era Elizabeth la que me preguntaba, e incluso me ha mandado mails con el tiempo. Vanesa era muy simpática pero muy tímida, y sólo después de unos días se animó a hablarle a la “yuma”; ella no me hablaba pero me miraba: entre sorprendida y contenta, me sonreía con los ojos. Nunca entendí la relación entre Vanesa y Elizabeth, ni entre Elizabeth y los niños que iban a su casa –tampoco pregunté mucho- ni porqué en varios días que estuve en Rancho, Vanesa no fue al colegio. Los chicos andaban todo el día en la calle, como la mayoría de los vecinos, que se sentaban en el porche a mirar y a dejar pasar el tiempo. Elizabeth era muy simpática y mucho más charlatana que Vanesa. Con orgullo me contó que era la encargada del CDR de su cuadra, el Comité de Defensa Revolucionaria. Los CDR se establecieron después de la Revolución como sistemas de vigilancia de los mismos vecinos contra los posibles ataques de la Contrarrevolución, frecuentes sobretodo en La Habana. Poco a poco la función de los CDR cambió, y hoy se encargan de asuntos municipales y de resoluciones a problemas del vecindario, como una suerte de consorcio de edificio. Lo interesante de los CDR es que no son impuestos desde arriba, sino que realmente se trata de gente común a quienes eligen sus vecinos, y se insertan en una estructura piramidal de organismos de masa. Todavía los CDR son tomados con honor por quienes los presiden, del honor de estar sirviendo a la Revolución.


7. Cuando le pedí la foto, Agni no quería ser retratada. Me dijo que le daba vergüenza tener el pelo así, que al día siguiente iba a su casa la peluquera. Le dije que estaba linda así, al natural. Al final la convencí, o la convenció mi amigo Castillo porque son vecinos de toda la vida y no podía negarle una foto a la amiga de su hija. No hablé mucho con Agni al final, aunque nos invitó a pasar y a tomarnos un café como buena cubana, Castillo me decía que estábamos apurados. ¿Apurados para qué? En aquel pueblito perdido de Cuba, el ritmo iba tanto más lento. Iba, y era, el ritmo humano, el ritmo de la vida, donde una vecina como Agni tiene tiempo de invitarte un café, y un señor como Castillo está apurado para ver la novela en su sillón o seguir completando el tiempo entre historias de vecinos.


8. La Revolución propuso como objetivo de la alfabetización masiva. El sistema cubano tiene muchísimos problemas, como su rigidez ideológica y a veces la falta de información, entre otras cosas. Pero sí en algo resulta asombroso es en los índices tan elevados de alfabetización y en el nivel educativo de su población (los universitarios son un gran número también), que es reconocido como uno de los mayores logros de la Revolución. Al ser estatal, la escuela es gratis y obligatoria -e incluso hoy que hay bastantes diferencias económicas- todos los chicos van a la escuela con el mismo uniforme y la misma posibilidad. La asignación de la escuela es por domicilio y no por privilegio. Quizás esto me tocó especialmente porque soy profesora en colegios privados y me choca demasiado la distancia social en mi país en las posibilidades de educación y el desfinanciamiento paulatino del sistema público. Pero en Cuba esto no aparece, al menos a simple vista. Las escuelas tienen otros problemas: de infraestructura, de que también hay diferencias entre escuelas (por ejemplo, las de la capital no son iguales a las de un pueblito perdido), de que la perspectiva ideológica es una sola y el rol político del maestro está limitado a la Revolución, y de que, vista desde afuera, los programas se han quedado muchas veces en el tiempo. Los niños idolatran al Che, me contaba Castillo, y durante la primaria usan uniforme bordó. Después pasan a la escuela Secundaria, que dura tres años y tiene uniforme amarillo, y posteriormente a la Preuniversitaria (de uniforme marrón) o Técnico (de uniforme azul). Los uniformes son provistos por el Estado y hasta el período especial, los estudiantes de los últimos tres años de escolarización vivían en la escuela, lo que también tenía sus ventajas y desventajas.

A estos chicos los veía ir a la escuela de Rancho todos los días. Un día les pedí una foto y se quedaron –yo era para ellos un extraterrestre supongo. Después Castillo me llevó a la escuela y como no lo habíamos pedido con tiempo no me dieron permiso para presenciar una clase, pero sí un saludo a la bandera (en donde el disciplinamiento me abrumó un poco) y un saludo en sexto grado. Cuando me asomé por la puerta y la directora me presentó dijo: “ella es Lucía y es una profesora que viene directo de Argentina, como el Che”. Los chicos sonrieron. Yo también sonreí.

9. Los demás retratos hablan de la Cuba callejera y más verdadera. Cuba no se vive adentro de las casas ni en resorts: es lo que son sus calles, siempre pobladas, siempre en movimiento –pero un movimiento lento, pausado. Saqué miles de retratos callejeros. Normalmente los pedí aunque no llegara a escuchar las historias, pero nadie se resistió. Quizás porque no los miraba desde el exotismo, sino desde la admiración: a mí me parecía fascinante esa vida tan presente de las calles. Ese estar en los porches y sentarse a mirar, ese juego constante de los niños, esas puertas abiertas de par en par sin miedo, esa calidez y ritmos tan propios de su gente, esas conversaciones que no se apuraban. Tal vez me tocó especialmente porque vengo de una ciudad extremadamente acelerada, o porque la no existencia de internet hace que la vida callejera sea la de otra época. Lo llamativo es que aunque estas fotos son de un pueblo chico, lo mismo pasa en la capital. Después de recorrer la isla, afirmé que los cubanos son de la calle y que ahí los encontrás. Ellos se muestran como son puertas adentro y puertas afuera. El único lugar donde descubrí que reservaban su identidad era en los ambientes turísticos, y eso me hizo buscarlos en esos recovecos de su cotidianidad.

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