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Lázaro Castillo y la bienvenida a Rancho Grande.

Lázaro Castillo me recibió en el aeropuerto con una mano en la cadera, la espalda tensa -sólo después descubrí que era la forma en que se paraba cuando estaba nervioso- y un cartelito con mi nombre. No hacía falta. Yo lo había visto en fotos y él a mí también. Nos abrazamos como conocidos –el primero de los muchos abrazos entre dos personas que no saben abrazar.


Lázaro Castillo no vive en La Habana, sino en un pueblito –o un caserío- a 60 km: Rancho Grande. Así que mi llegada a Cuba fue atípica desde su inicio: después de abrazarnos y de cambiar moneda, nos subimos a un auto viejo en el que manejaba René, un vecino de Rancho al que Castillo le había pedido con anticipación que lo llevara al aeropuerto. Así nos alejamos de La Habana sin casi haberla pisado, y nos adentramos en aquella tierra que venía a conocer: la Cuba profunda.



Este es un mapa de la provincia de Artemisa, y en azul están los lugares que visitamos con Castillo. En Naranja, Rancho Grande.


Lázaro Castillo vive en Rancho Grande, como dije, y había preparado todo con mucha antelación. Me llevó varios días que aflojara: una mezcla entre la emoción y el deber lo hacían querer seguir sus planes al pie de la letra. Pero yo sabía que había otra cosa debajo de esas capas construidas por años de formación militar, y debajo de esas exigencias que los cubanos sienten muchas veces para con el turista, pero de forma general para con el otro (puesto que la hospitalidad humana en Cuba parece no tener parámetro de comparación, y digo yo, eso tiene una explicación histórica y social que después se las cuento, pero que tiene que ver justamente con la ausencia de la propiedad o la existencia de la propiedad común). Era difícil de aflojar, pero de todas formas lo logré. Es que al principio le costó entender que yo no iba a buscar lujos ni teatros armados para el extranjero, sino su realidad.


Lázaro Castillo había preparado muchos más planes y cosas más allá de René en el aeropuerto. Se habían juntado varias veces con Carmen (que me esperaba en la casa cuando llegamos) a pensar mi itinerario; había coordinado con distintas personas en distintos pueblos; había comprado comida que normalmente no compraba para hacerme sentir a gusto; y se había levantado ese día a las cinco de la mañana para prepararme una comida “típica” (típica de fechas especiales como navidad, no de todos los días) que fue claramente la mejor comida de todo mi viaje.


Lázaro Castillo fue mi primer contacto con Cuba. Fue la primera forma de decirme que todo iba a salir bien. Lázaro – o CastiSHo como empecé a decirle cariñosamente – nació por Oriente y debe tener 74 años ahora pero es casi un niño aún. Se mantiene joven por su movilidad, por su curiosidad, por sus ganas de conocer más, de aprender más, de entender un poco más el mundo. Incluso se frustraba cuando le contaba cosas del mundo de afuera que sentía que no iba a llegar a ver con sus propios ojos en sus años de vida. Y caminaba sin parar de allá para acá, sin nunca bajar el ritmo, porque pretendía que yo conociera toda su provincia (la de Artemisa) y toda la Historia de Cuba en unos pocos días, y que no me quedara nada sin conocer. Me hablaba de todo, pero sólo de a poco fue aflojando ese deber de mostrar lo mejor de Cuba para hablarme de él, sin darse cuenta que al hablarme de él, me hablaba mucho más de Cuba de lo que creía. Me habló primero de la Historia, de la Revolución Socialista, de Fidel, del Che y de Martí (y convengamos que a mí, como historiadora, todo eso me fascina). Poníamos en común conocimientos de lenguajes y realidades distintas, el capitalismo y el comunismo, pero nos hermanaba Latinoamérica y el hambre de saber. De a poco empezamos a hablar de otras cosas. De a poco me empezó a decir algunas cosas con las que estaba en desacuerdo de la Revolución, temores del futuro, dificultades de la vida comunista y sobretodo allí, en Rancho Grande, que claramente no es La Habana y que, como en todo el mundo, no recibe la misma atención que las capitales. De a poco hablamos de la soledad que sentía desde que se fue su hija a Argentina y después a España y desde que se murió su mujer. De que aunque seguía trabajando en la Universidad como Doctor en Pedagogía, recibiendo su jubilación de las Fuerzas Armadas y los alimentos de la libreta de racionamiento, no siempre le alcanzaba, y a veces le resultaba difícil conseguir algunas cosas que necesitaba en Rancho, como los medicamentos. Porque es cierto que en Cuba se apostó por la distribución, el tema es que en esa distribución, los viejitos quedaron un poco de lado – se hizo lo que se pudo con lo que se tuvo. Castisho entendía, y su causa última y la que lo mantiene en pie sigue siendo la Revolución, por la que luchó hace varios años en la Sierra Maestra como maestro de la campaña de alfabetización. De a poco hablamos de todo ello, de la confianza, de las pasiones, de los sueños, de los esfuerzos, de lo que nos marcó en nuestras vidas, del dolor y del placer: de nosotros. Porque aunque nos separaban mundos generacionales e historias de vida tan diferentes, nos hermanaba también la Humanidad.


Lázaro Castillo fue mi anfitrión desconocido, mi mentor, mi profesor, mi primera cara, mi guía turístico por Artemisa, mi compañía y finalmente, mi abuelo cubano. Con él recorrí Artemisa, Guanajuay, Caimito, Ceiba del Agua, San Antonio de Baños, Alquizar y Bauta. Con él conocí a otras vidas: a Carmen y a sus hijos Augusto y Rogelio, a Oscar Rodríguez, a Agni y otros vecinos (que no recuerdo los nombres porque Castisho me presentaba con todo aquel que nos cruzáramos). Con él creamos hábitos (o un poco me los impuso de ansioso): me levantaba temprano diciéndome “Lucy” (él se levantaba a las cinco, yo le pedía que me aguantara hasta las ocho), almorzábamos rico, subíamos a guagas, máquinas, camiones y aspirinas, caminábamos mucho, tomábamos café por la tarde, por la noche y en realidad todo el día, nos sentábamos en su porche a charlar, leer o esperar el tiempo que anochece mientras yo tomaba mate (porque a él no le gustaba), cenábamos ligerito y veíamos la telenovela brasilera de las nueve que pasaban en uno de los seis canales de la televisión antes de irnos (o irme, porque él se quedaba) a dormir.

Lázaro Castillo tiene algo que me hizo muy bien: un corazón muy puro, una mirada transparente y una forma muy linda de reír. Normalmente se ponía serio, o tenso (y se paraba firme con los brazos a los costados), o triste por si me iba y él se quedaba solo de nuevo en Rancho. Pero después le hacía un chiste, le decía que yo también lo iba a extrañar o le prometía que volvía (y volví al final de mi recorrido, y pienso volver a volver) y sonreía otra vez con los ojos, diciendo “¡Ay, mi madre!” con esa voz que todavía me resuena en la cabeza con cariño. Lázaro fue el principio y fue el final. Por eso le dediqué a él todo esto, porque CastiSHo fue el primero en decirme que Cuba se conoce en serio no por sus playas o sus ciudades, sino a través de su gente, que es lo que mejor la define.


Bauta visto desde una guagua.

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