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Cuba y su impacto

Aclaración: Este texto lo escribí un mes después de volver de Cuba. En el año atareado que tuve (y que conté en este post), no me senté más a redactar ni a publicar. Todo lo que escribía me parecía una porquería, y creía que nada transmitía realmente lo que sentía por Cuba, sentía que no lo podía contar. Pero decidí que es momento de hablarlo, aunque solo refleje una pequeña parte de esa realidad, aunque el sentimiento profundo y lo que viví, solo pueda entenderlo yo desde adentro. Me pareció más real y sincero compartir primero esto que escribí en su momento (a fines de febrero) y no una percepción actual.



Yo, en un callejón de La Habana

Volví de Cuba hace casi un mes. Un mes, el mismo tiempo que estuve allá. El mes de ahora fue intenso porque no paré; el de entonces fue intenso porque paré y miré. Durante aquel mes escribí todos los días, muchas veces vencida por el sueño: mis ritmos eran otros y como estaba siempre acompañada, no encontraba espacios suficientes para escribirlo todo, entonces lo hacía antes de acostarme rutinariamente. En algún momento reconocí que estaba viviendo y aprendiendo tanto que si quería plasmarlo en papel –porque escribía en papel- debía dejar de vivir y aprender para que entrara todo.

Cuba fue uno de los mayores impactos de mi vida, pero lo fue de una forma tranquila, a ritmo cubano y entre gente cubana. Amé Cuba. No fue un golpe de lleno, sino un abrazo fuerte que me tocó adentro. Y fue tanto, pero tanto, que al principio pensé que sería incapaz de retener todo lo que estaba experimentando, que no me entraría en la cabeza tanta información, ni podría recordar los nombres de todas las personas conocía (de hecho, de muchos los olvidé…). Incluso al final de mi viaje, cuando regresé a Rancho Grande y me reencontré con Castillo (está historia vendrá después), él me preguntó cuál era mi percepción de su país y yo me reí –con Castillo siempre reíamos y tenía una forma muy linda de reir.

–¡Pero eso es una pregunta de tesis!- le dije, sabiendo que me entendería.

– ¡Ay, mi madre! – suena ahora su voz en mi cabeza.

– ¿Vos querés que te resuma así en una caminata casual mi visión de Cuba? ¡Ni siquiera sé cuál es mi visión! Tengo muchas visiones (algunas mías, algunas de otros) y tanta información desordenada que creo que me va a llevar tiempo decantar y procesar– Le respondí.


¿Pero qué le podía decir? Le expliqué algunas cosas que tarde o temprano terminaré de entender: primero que la Cuba turística es una burbuja enorme y horrible, y que lamentablemente vende lo peor de Cuba al mundo. La Cuba real, mucho más difícil de acceder, es bellísima. Es alegre, es hermosa, está llena de vida. No es el cubano “a tu servicio”, ni los platos que el turista quiere comer, ni la imagen ya marketinera del “cubano muerto de hambre” pidiendo jabones o queriendo escapar que es más un discurso para sacar provecho que una realidad (al menos en la actualidad, pasado hace rato el llamado “período especial”. Pero sobre Historia cubana, que me parece fundamental para entender este país, hablaré más adelante). Obviamente, también es eso, y la ambición por los dólares, y la prostitución, y las cadenas de oro, y los cubanos de Miami. Es lógico, todos los países tienen lo que quieren mostrar y lo que no, pero ninguno es realmente y completamente la imagen que venden al exterior. Pero Cuba es MUCHO más que eso; más que las playas, los resorts y los pueblitos de cuentos; más que el cubano que baila salsa disfrazado y el taxista serio. Es el cubano que sale del hotel, relaja los hombros y se toma un café en un paladar. Es el conductor de una máquina que recorre todos los días el mismo camino explicándole a la gente que la puerta se abre “pa’rriba”. Es el hombre que en el camión te dice que le des tu cartera para que viajes más cómoda y te la devuelve cuando bajás. Es el vecino que pide huevos y el otro que le responde que no hay problema, que no hace falta nada a cambio. Es la gente sentada en la vereda charlando, observando el pasar, con las puertas abiertas de par en par en plena capital. Es (y son) los nenes, todos, yendo a la escuela sin diferencias, con un mismo color de pantalón; y los nenes jugando al béisbol en la calle sin supervisión. Es el darlo todo, incluso lo que no tenés. Porque, a diferencia de la mayoría de las sociedades, su mundo no se guía por el tener.



Después le dije otras cosas. Sobre una percepción general, sobre la increíble identidad cubana (que me planteé en serio como tema de tesis), sobre el nivel educativo de la población, sobre la comida (y lo adulé un poco pero con motivo al decirle que su “ceDDo” con frijoles me había parecido lo más rico que probé) y el café, sobre las costumbres cubanas, sobre los abrazos cálidos y sobre el detrás del disfraz. Le dije también, me acuerdo, que me sorprendía la visión idílica que muchos cubanos tenían sobre el resto del mundo; que eso de estar en una isla les daba un carácter distinto, y que el turismo de resort que allá llega todo el tiempo les enseña que en aquel otro mundo –el nuestro- todos viven espectacular. Le dije que era mentira, y le traté de explicar. Le dije, sobre todo, que no podía estar más feliz del viaje atípico que había hecho, que nada podía haber salido mejor, que cuando dije que había querido hacer un viaje a la Cuba profunda no sabía lo que me iba a encontrar. Qué él era el artífice de todo ese cuento y que no lo podía creer, pero había conocido verdaderamente a los cubanos de pie. Y qué podía sentirme orgullosa de haber sido la primera turista oficial de Rancho Grande y haber recorrido la provincia de Artemisa casi completa gracias a su movilidad.


¿Qué más le podía decir, a Castillo, mi abuelito cubano? Amé Cuba. Me enamoré. Con todo lo malo y lo bueno que tiene. Es Cuba. Te tiene que hacer algo, no es un paisucho que pasa desapercibido. Quizás puede rechazarte –lo dudo- pero con semejante personalidad, mínimo te tiene que generar algo. Y a mí me dejó atónita. Literalmente. Por supuesto que en ese momento caminando por la ruta que va a Ceiba del Agua, tenía muchísimas palabras, ideas, recuerdos, vivencias, personas, historias, y opiniones. Tenía mi propio análisis de la sociedad. Tenía el corazón llenísimo y la imposibilidad de articular. Eran tantas cosas que no me dejaban pensar. E incluso ahora, un mes después, un mes en el que no paré un segundo y me choqué literalmente con Buenos Aires – no sé a ustedes pero para mí esta ciudad no sabe abrazar; ella te mira de arriba a ver si la alcanzas y camina rápido con la nariz para arriba -, no terminé de entender qué me había pasado –o qué me pasó- en Cuba.


Es inevitable que cualquier persona que sepa que fuiste a Cuba no pregunte ¿y cómo es Cuba? ¿Te gustó? ¿Es cómo dicen? (¿Cómo dicen? ¿Quién dice?). Hasta me lo preguntaron en una entrevista de trabajo y me pasé veinte minutos explicando como podía. Pero sobre el mito de Cuba y la Cuba real hablaré en otro momento. El tema es que haberlo descripto tantas veces me ayudó a ir dándole forma no a una opinión sino a un sentimiento. Y el sentimiento es ese: Cuba es mágico. Cuba tiene algo. Aunque no estés de acuerdo. Es Cuba. Es imposible de describir, a Cuba hay que vivirla. Por eso pienso contarles, de a poco, lo que viví. Porque Cuba escapa a los manuales de lo esperado si te dejás llevar por su encanto. Importa poco que conozcas su historia, que concuerdes con sus políticas, que difieras ideológicamente. Es obvio que todo esto no se puede borrar (y de hecho, en mi opinión, condiciona todo lo demás). Pero más allá de eso, más allá de prejuicios y estereotipos que hay sobre una isla en el Atlántico que tiene mucho peso mundial (y que sí son necesarios de borrar), Cuba impacta. Cuba pisa fuerte. Cuba queda grabada a fuego. Porque Cuba, así de chiquita y misteriosa como la ven, es un encuentro cara a cara con la belleza de la humanidad.


¡Tan cierto!

La Habana profunda.

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