top of page

A 6 meses de VOLVER...

Vengo escribiendo y enojándome con lo que escribo. Tengo ataques de inspiración, muy de vez en cuando, abro un archivo de Word y me pongo a escribir. Me siento bien cuando lo hago. Pero después lo leo. No me convence. No me gusta. Entonces lo cierro, lo guardo con cualquier nombre, y lo dejo perdido por ahí, en la virtualidad de alguna carpeta que no vuelvo a abrir. Si viviera en otra época, la mejor imagen sería un tacho de basura lleno de papeles arrugados, abollados, tirados con bronca y desesperación.

Me cuesta mucho escribir. Pongo de excusa que me falta el tiempo, que tengo otras prioridades, que estoy cansada. Pero en realidad siento que sin viajar – sin la libertad que produce el viajar—, mi arte, mi creatividad, mi conexión con mis sentimientos, mi facilidad para expresarme, ya no me salen. Las palabras no fluyen. No funcionan. No encajan con la misma armonía con la que antes encajaban. Y me siento ahí, frente a mi computadora, en mi casa, en la casa en la que vivo ya hace varios meses, la casa en la que me acostumbré a vivir.

A veces sueño que me despierto en algún otro lugar del mundo. Ayer soñé con Nueva Zelanda, otra vez soñé con un pueblo que no distinguí pero que estaba lleno de nieve y de gente que hablaba en otro idioma. Pero cuando despierto estoy en mi casa. Reconozco mi cama, de la que me levanto todos los días, mi cuarto, que está un poco desordenado, la cocina, a donde voy rutinariamente a poner la pava sobre la hornalla para prepararme un mate, y la mesa donde me siento a desayunar. Conozco todo lo que pertenece a mi casa, y por momentos, me aburre.

Reconozco también mi barrio, mi ciudad, mi rutina. Bajo en ascensor – siempre odié los ascensores – y voy al “chino” de al lado a comprar algo para zafar y cocinarme. O al supermercado. O camino a mi nuevo trabajo, que por suerte es cerca y es muy distinto a lo que venía haciendo antes de irme: doy clases de inglés en dos colegios. Voy a la facultad, que había dejado a la mitad cuando me fui. Me queda lejos, y cuando me subo al colectivo, después del tren, me acuerdo de cuando estaba en Bogotá y decía “no puede ser que la gente desperdicie dos horas de su vida para llegar al trabajo”. Yo tardo una hora y media. De ida. Y otra hora y media para volver, a veces dos.

Yo, acá, estudiando.

Mi cuarto y la mesa del living están llenos de apuntes, de fotocopias, de cuadernos, de libros. Cuando no estoy trabajando o en la facultad, me siento a estudiar o a preparar las clases. Cuando puedo salgo a andar en bici, pero en general siempre lo postergo, u organizo para verme con amigos y juntarnos a comer, a tomar un vino – me acuerdo cuánto extrañaba el vino argentino cuando viajaba. Me va bien en esta vida. En mi primer parcial me saqué un diez, y cada vez que me siento a leer lo que estudio, lo disfruto, me intereso. Conseguí trabajo mucho más fácil de lo que creía, de hecho, conseguí más de uno y tuve que decir que no a varios. Conseguí, digamos, aquellos a los que me presenté y se ve que “me vendí” lo suficientemente bien para que todos me contrataran. No me es tan difícil dar clases, a pesar del desafío que implica. Puedo hacerlo, puedo aprender a hacerlo. Todo parece resultar, funcionar con normalidad. Costó un poco adaptarme a esta vida otra vez, a pesar de los pequeños cambios, pero me adapté. Y en el fondo, me gusta. O al menos me cierra, me “encaja”. En inglés se dice “it suits me”. Quizás sea más preciso decirlo así.


No planifiqué mi vida meticulosamente. Más bien me dejé llevar y se fue acomodando todo de a poco. Antes de volver, creía que estar de nuevo en mi ciudad era lo que más extrañaba en el mundo, que necesitaba estar un tiempo sedentaria, en mi propia casa, con mis cosas, con mis comodidades, con mis amigos de siempre. Creía que tenía el “aguante” para bancarme lo que me cuestionaran o quizás, creía que nadie me cuestionaría porque ya les estaba demostrando con mi presencia y con mi experiencia que todo había salido bien, que se podía, y que sus miedos de un principio ya no tenían justificación. Creía también que como había cambiado no volvería a hacer un montón de cosas que hacía antes, que me mentalizaría para romper lo que antes sentía que me oprimía, porque “ya había aprendido”, que respetaría todos mis “nunca”. Creía que volver a la facultad tenía poco futuro… que apenas me pusiera a estudiar me daría cuenta que no era lo que quería, que habría perdido la capacidad y la perseverancia, y que con ello podría librarme rápidamente de lo que me ataba a estar acá. Creía también que un año sería más que suficiente para ahorrar y para volver a irme, y más que suficiente para escribir el libro de mi viaje con el que tanto soñaba y que me permitiría viajar haciendo lo que más me gusta: escribir.

Pero nada de lo que creía ocurrió. Me había imaginado tan libre como cuando viajaba, aprovechando de la ciudad solo lo que necesitaba, descartando todo lo que no me gustaba y con la posibilidad de discernir una cosa y la otra. Me había imaginado segura, con un rumbo definido, con proyectos precisos y con una meta fija: volver a viajar. Todo giraría alrededor de eso: ahorrar, aprovechar a mis amigos, vivir con “lo mínimo”, escribir mi libro… Además, imaginaba que la vuelta a cualquier cosa de mi pasado me sería completamente hostil. Tan hostil que me diría rápidamente que debía volver a irme. Tan hostil que no dudaría, que no me costaría alejarme de todo aquello que pertenecía a mi historia, que ya no me pertenecía.

La realidad fue muy distinta a lo que imaginaba. Volver cuesta mil veces más que viajar. Que arriesgarse, que hacer nuevos amigos, que hablar con desconocidos, que subir una montaña, que caminar con las mochilas, que esperar largo rato en la ruta a que alguien nos levante, que dormir en el piso, que acostarse todas las noches en camas distintas. Cuesta, porque aunque nos lo digan mil veces, aunque lo leamos en frases clichés, no lo entendemos hasta que lo vivimos: “el que vuelve de un viaje no es el mismo que el que se fue”. Y es muy difícil de explicar. Muy difícil de compartir. Porque aunque uno quiera esforzarse por explicarlo, el que no lo vivió no entiende qué nivel de profundidad implican esos cambios. No cambié mi forma de vestir, o algunos de mis gustos, o viajé solamente para acumular anécdotas que después pueda contar entre amigos y recordar con nostalgia. Cambié en todo sentido: mi forma de pensar, de sentir, de creer, de proyectar, de vivir, de sentirme plena. Más bien, me sentí plena viajando. Me sentí libre. Me sentí más viva que nunca. Pero nadie nos enseña cómo volver a estar pleno, libre y vivo en el lugar que dejamos cuando decidimos irnos. Cuando decidimos irnos porque, probablemente, no nos sentíamos ni plenos, ni libres, ni vivos. O porque en el fondo creíamos – algo nos decía – que podríamos descubrir formas más plenas de vivir. Porque nos imaginábamos que podíamos abrir nuestro mundo, nuestra cabeza, y probar un poco de la inmensidad y la plenitud.

Volver a la ciudad después de esa inmensidad del mundo me queda chico. Muy chico. Probé un pedacito de mundo y me gustó demasiado. Demasiado para dejarlo morir ahí, para no querer comerme la torta entera. Explicarles a nuestros amigos, a nuestros familiares, a la gente que voy conociendo ahora, en nuestro lugar de siempre, lo que sentimos, se vuelve cada vez más difícil. Y doloroso. Porque no nos entienden. Nos preguntan qué planes tenemos ahora, cómo seguimos, si vamos a terminar la carrera, o de qué vamos a vivir. Y en las vueltas de nuestra cabeza y de nuestro corazón, que tuvieron que acomodarse después de un golpe fuertísimo, nos cuesta responderles. Es como si hubiésemos caído desde lo alto, mientras volábamos, y todavía no nos hubiéramos recuperado de semejante porrazo. Lo único que nos define, que nos da seguridad, es que viajamos. Nuestra identidad se forma a partir de ello: de que somos viajeros. De que hicimos dedo, o dormimos en casas, o nos hicimos amigos de todos lados. No por los hechos en sí, sino por todo lo que ello implica – y nosotros bien lo sabemos –, porque era ahí donde nos sentíamos más nosotros, más reales, más, valga la redundancia, identificados. Pero al resto de nuestro círculo no le parece suficiente definición. Está bien, viajamos, fue un buen año sabático, pero ¿qué sos? ¿qué hacés de tu vida? Y aparentemente nuestra profesión – una profesión que es válida sólo si es formal – o nuestro lugar de pertenencia – nuestro barrio, nuestros contactos, nuestra ciudad – son los únicos factores que realmente pueden definirnos.

Entonces intentamos avanzar en esa definición, en una definición que probablemente satisfaga a todo el mundo menos a nosotros. Todavía estamos golpeados y no estamos muy seguros de qué nos conviene. El tiempo, que antes nos sobraba en cantidades, ahora parece mucho más corto y muy acelerado. Aparentemente, fuimos nosotros los que perdimos el tiempo viajando, y es hora de ponernos al día con la vida en serio, que ya nos atrasamos bastante. En realidad, parece como si nosotros hubiésemos vivido veinticinco años y hubiésemos regresado a un lugar donde no pasaron más que unos pocos minutos que cambiaron algunas circunstancias pero nada esencial. Pero es inútil intentar demostrarlo. Por eso avanzamos un poco, sin estar muy seguros, pero al menos para no sentir que perdemos el tiempo. Relegamos un poco los sueños e intentamos acomodarnos. Y de pronto nos damos cuenta que no fue tan hostil como creíamos. Que nos adaptamos. Que retomar ciertas cosas de la vida anterior no cuesta tanto, porque en el fondo también nos reencontramos con ese yo anterior al que no le costaba tanto, y nos acoplamos. Incluso cuando ese yo anterior nos empieza a dominar. Se puede. No es tan hostil. Pero quizás no es tan pleno, tan libre y tan vivo como cuando viajábamos. Y nuestros sueños se esfuerzan en recordárnoslo. Entonces nos atrapa una enorme sensación de vacío y es ahí cuando nos damos cuenta que, aunque nos esforcemos por ser los “normales” de siempre, en el fondo nunca volvimos porque ya no somos los mismos.


Compartí este post:

bottom of page