top of page

URGENTE: Carta abierta a mi sociedad


Desconocidos esperando el tren.



A los ciudadanos de Buenos Aires (o a los pesimistas en general):


Les hablo a ustedes en carácter de urgente porque me era vital expresar mi opinión. Y si les hablo a ustedes es porque yo les pertenezco, y como parte de su cuerpo, me preocupa su salud.

Volví quizás en un mal momento, cerca de las elecciones, en un año político importante, cuando todos ustedes están bastante susceptibles. Y sin embargo, más allá de eso, lo que me encontré cuando llegué me sorprendió o, mejor dicho, me chocó. Me encontré una sociedad con mucho miedo, más miedo que antes (o quizás soy yo la que volví con menos miedo). Encontré un millón de quejas, temor y la sensación generalizada de un apocalipsis. Me encontré con esos comentarios catastróficos como “ya no se puede hacer nada” o “no podemos salir más a la calle”. Me encontré, en general, con un mundo desconfiado, que no se fija en el de al lado porque el de al lado puede ser peligroso. A la larga, es un extraño, y preocuparse por él es correr un riesgo enorme considerado prácticamente un hecho verídico.

No les hablo a ustedes como votantes, porque no creo que se acabe el mundo si gana un candidato o el otro, y porque no me preocupa que en un país libre haya opiniones políticas distintas. Les hablo a ustedes como sociedad, como personas, porque los veo mucho peor de lo que imaginaba. Les pregunto si nunca confiaron en el vecino y soy yo la equivocada o si alguna vez, cuando me dicen “ya no se puede”, tuvieron una época en que ayudar les salía natural y los valores humanos se sobreponían a la coyuntura política. Tal vez, en realidad, antes de irme, yo, que les pertenecía, también actuaba como ustedes, con miedo, con desconfianza. Pero por suerte experimenté lo suficiente para perder ese miedo.

Cuando ustedes se enteraron que yo venía de un viaje feliz, de un largo recorrido, que –en sus términos– me había “tomado un año sabático”. Aunque escuché esa palabra más de una vez y nunca me gustó, busqué en internet la definición de sabático y encontré esto: "(…) Períodos temporales que una persona reserva para descansar, dejando de lado las obligaciones. La idea de año sabático, de esta manera, menciona a una etapa de descanso. Un individuo que se toma un año sabático resuelve no trabajar ni estudiar por un cierto lapso (por lo general, un año) para dedicarse a sus propios intereses." Me deja pensando… ¿está mal dedicarse a los propios intereses? ¿si no le dedico a los propios intereses, a los intereses de quién le dedico tiempo? Un año sabático para el mundo es un año de locura, de ruptura con la vida real, que ya pasó y ahora es hora de tomarse la vida en serio —y cumplir esas obligaciones. Y mi plan entonces, es tener una vida sabática, no un año, un año en la vida entera de una persona para dedicarse a los propios intereses ¡es muy poco!

Entonces les conté que en mi año “sabático” había recorrido Sudamérica a dedo y ustedes, incrédulos, me preguntaron enseguida: “¿Pero no te pasó nada malo?”

“No.” les digo “De hecho me pasaron muchísimas cosas buenas. Hubo gente que nos invitó a almorzar, gente que nos invitó a su casa, hasta gente que nos regaló plata y gente con la que pegamos tanta onda que nos seguimos hablando.”

“Ah, mirá vos, ¿pero no por Argentina, no?” me retrucan, como si Argentina fuera Siria (donde supongo que también se puede viajar a dedo y confiar en la gente, y sino consúltenle a www.acrobatadelcamino.com); como si no hubiera nada peor que Argentina y fuera una locura completamente irracional confiar en desconocidos en este país (pero no en el resto del mundo, aparentemente); como si no me hubiese dolido suficiente pasar dos meses en Colombia y comprender el sufrimiento de una población que naturaliza la muerte, que vive con un miedo justificado por un millón de atrocidades cometidas una tras otra por el narcotráfico, la guerrilla, los paramilitares y los gobiernos corruptos, y que sin embargo se despierta todos los días y sigue viviendo, con esperanza, con fuerzas sacadas sabe uno de donde, y como si allí no me hubieran levantado en la ruta ni me hubieran dado una mano cuando la necesité, a mí, una desconocida.

“Sí.” les respondo “De hecho, por Argentina fue donde más fácil nos resultó viajar a dedo.” Y les cuento entonces sobre mi primera vez en la ruta y la aparición de Santi y Motoneta como buena señal, o de José y Rita, la pareja porteña (porque contra todas las predicciones, eran de Buenos Aires y no por eso dejaron de levantarnos) que nos llevó a Salinas Grandes en Jujuy. Pero por sobretodo, les cuento de Vero y su familia. Les cuento que Vero nos levantó en Mendoza con Joaquín y Rocío, sus dos hijos, a pesar de todas las estadísticas de que mujeres solas con hijos no levantan. Y les cuento que ella nos decía que nos vio buenos, ahí con el cartelito, y que por eso nos levantó, y que en el viaje le iba contando a todo el mundo que había levantado por primera vez a dos mochileros. Les cuento que almorzamos en su casa, y tomamos mate y que cuando llegó Favio, el marido de Vero, se ofreció a hacer un asado y nos quedamos a dormir. Les cuento que cuando días más tarde nos inundamos en el Dique de Ullum, fue la solidaridad de esta familia que acabábamos de conocer la que nos rescató de la desesperanza cuando, a pesar de que se habían ido de vacaciones, llamaron a la vecina para que nos diera la llave de su casa.

“Pero entonces, tuvieron mucha suerte…” me dicen, porque no soportan la idea de que esas cosas ocurran y que si no les ocurren a ustedes es porque no se animaron. Me hablan de suerte, como si el hecho de que no me pasara “nada malo” fuera un milagro frente al riesgo casi inevitable que nos animamos a correr. Como si no hubiera conocido miles de otros viajeros que hicieron lo mismo y tampoco les pasó “nada malo” o entonces, habrán tenido suerte. Les hablo de que a la suerte se la llama si uno le da un empujoncito, pero si le cierra la puerta de un portazo, dudo que quiera volver a tocar.

No fue suerte. Ni un milagro. Fue lo que pasa cuando uno se anima, cuando uno se acuerda que al final somos todos humanos, que está en nuestra esencia ser sociables y que el de al lado puede enriquecerte mucho más que lastimarte. Que él también tiene una historia para contar, y él también tiene miedo de conocerte, pero si sabés cómo romper el hielo, si te animás a dar el primer paso, o él se anima, todo fluye. Y les digo, a ustedes, que no sólo me subí a 141 autos, camionetas, camiones y vehículos de desconocidos sin que me pasara “nada malo”, sino que viví un año entero interactuando con extraños: entrando a sus casas, preguntando, charlando en la calle, compartiendo una caminata, un espacio en común, una opinión. Más de una vez recibí ayuda de un extraño, y más de una vez le brindé ayuda a un extraño. Más de una vez me animé a decir en voz alta, a un desconocido, “qué lindo paisaje” y empecé así una conversación que terminaría en un encuentro crucial. La mayoría de la gente que me acompañó este año de viaje fue gente que conocí, justamente, viajando; que no conocía antes, que no me fue presentada, que podría haberse mantenido como extraño si alguno de los dos no se animaba a hablarle al otro. Y mucha de esa gente se convirtió hoy en mi amiga. ¡Cuántos de ellos! ¡Cuántas personas que no conocía hoy son importantes en mi historia de vida! Me cuesta explicarles que no fue suerte, que no sólo no me paso “nada malo” sino que confiar en desconocidos me abrió la puerta a la mayoría de las cosas buenas que nos pasaron. Por algo, esas personas estaban ahí, en ese momento, en el mismo lugar que yo, y por algo estábamos nosotros ahí, en ese momento, en el mismo lugar que ellos.

Me pregunto si estando acá no pasa lo mismo. Si el que se sienta al lado mío en el colectivo no se sentó ahí porque era ahí donde tenía que sentarse para encontrarse conmigo. Si ahora, que se me terminó el “año sabático” no puedo seguir confiando en desconocidos, ayudando a extraños, haciéndome amigos. Si es hora de volver a desconfiar para volver a pertenecerles a ustedes. A veces me dan ganas de estirar el dedo en una avenida cuando el colectivo no pasa, o de ofrecerles a los otros que están en la parada tomarnos un taxi de a cuatro. Después se me pasa, y me acuerdo que acá no se hace. Me doy cuenta que yo volví a tener miedo de hablar con extraños. Volví a tener miedo, no por lo que pueda pasarme, sino por cómo reaccionaran los extraños en una ciudad donde viven con miedo de arriesgarse, de conectarse con el otro. Y yo tengo miedo que su rechazo me haga perder otra vez la esperanza y volver a desconfiar.

Argentinos, ¡despierten! Porteños ¡despierten! O pesimistas en general, sean de donde sea. Me duele verlos — o vernos— así. Ver que perdimos la confianza, que ya no creemos, que estamos resignados. Tal vez mi historia no les diga nada, y aunque me esfuerce en contarles que no tuve suerte sino que el mundo es mucho mejor y más generoso de lo que quieren creer, prefieren seguir quedándose con su escepticismo. Y claro, es más fácil tener miedo que no tenerlo, más fácil quedarse donde uno está que probar lo desconocido, más fácil no arriesgarse que dejarse sorprender. Pero la verdad es que me preocupa, me preocupa por ustedes que por miedo sean infelices, que por miedo se pierdan de conocer a un amigo o al amor de sus vidas, o que se les vaya la vista de lo que realmente importa y pierdan por completo la capacidad de confiar. A la larga, la confianza es la base de las relaciones humanas, y en una ciudad caótica y fría, seguir cerrándonos a nosotros mismos sólo nos hace menos humanos. Yo viví un año gracias a desconocidos, y confiando, me pasaron las cosas más lindas y alocadas que se les puedan ocurrir. Esas cosas que me quedan guardadas y que no cambió por nada. De esas que quiero contarle a mis hijos y a mis nietos. Para mí no fue un año sabático. Para mí este fue el año que me devolvió la fe en nosotros, y no estoy dispuesta a dejarlo como “un período de descanso de lo racional”. No. Ojalá no vuelva a perder esa facilidad para hacerle un comentario al de al lado, para conocer nuevas personas, para dejarme nutrir por sus experiencias, para salir de mi círculo y aprender de los otros, para escuchar lo que nunca escucharía si me quedara siempre con los mismos amigos y con las mismas personas —que, para colmo, alguna vez fueron desconocidas. Si quiero seguir viajando en esta ciudad de la furia, el mejor método es seguir confiando en desconocidos. Nunca sé si aquel que está atrás mío en la cola del supermercado, o que llega hasta la última estación del subte como yo, no puede convertirse en alguien importante en mi vida. Prefiero no quedarme con la duda.

Somos muchos viviendo todos juntos. Apuesto que cada balcón de este edificio tiene una historia para contar.

Compartí este post:

bottom of page