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¿Y ahora qué?

Ya voy dos semanas en Buenos Aires. De hecho, hoy cumplo dos semanas. Y antes de ayer hubiese cumplido un año de viaje. En cambio, cumplo dos semanas de vuelta. Qué loco, pienso que ese viaje fue hace años y que llevo en realidad mucho tiempo en esta ciudad. Que volví a la vida hace rato, como si hubiera una sola vida, una sola forma de vivir. O que quizás nunca me fui.

En estas dos semanas, ya sorprendí a todas las personas que quería sorprender, saludé a mis amigos, compartí rato con quienes más extrañaba. Ya me preguntaron cómo me fue y me contaron cómo les fue a ellos en este año. Ya estoy al tanto de las vidas, problemas, historias y actualidad de mis seres queridos. Ya mostré fotos y conté anécdotas. Ya comí asado, fui a cenar a un restaurant, tomé cerveza artesanal, degusté vinos hasta el hartazgo, me hice una tostada con dulce de leche y una torta con dulce de leche, comí pizza de rúcula, cebé mates, compré medialunas y facturas (me faltan los sorrentinos de jamón y queso y estoy). Ya recuperé casi toda mi ropa, volví a vestirme de ciudadana, y ya me cansé de las botas, de la campera, de las camisas y de los sueters. Ya me maquillé y me puse perfume. Ya me bañé mil veces con agua caliente y dormí dos semanas en la misma cama. Ya viajé en tren, en colectivo y en taxi. Ya pasé por mis antiguos barrios, recorrí calles de mi pasado, caminé por Florida, por Córdoba, por Santa Fe, y por las de mi zona en Olivos y Martínez, buscando lugares nuevos, cambios, y no encontré nada muy abismal. Ya cargué la SUBE (que es la tarjeta para el transporte público en Buenos Aires), le puse saldo a mi celular y fui al banco. Ya no necesito ayuda para llegar a un lugar porque sé cómo ir. Ya conozco las esquinas, las estaciones, las paradas de los colectivos (porque a diferencia de otros países en los que estuve, los colectivos sólo paran donde están indicadas las paradas). Ya digo “colectivo” y no “bus”, y “palta” en vez de “aguacate”. Pero ya no como aguacate. Como tartas, carne, empanadas, y mucho menos arroz, y desayuno un café con tostadas, porque cuando me agarra nostalgia y me hago unos huevos revueltos mi abuela me pregunta qué hago comiendo eso a esta hora de la mañana.

Ya no me sorprendo cuando escucho los “shos” y los “ashá”, los “boludo” y “boluda”, las conjugaciones con “vos”. Y tampoco nadie se sorprende cuando “sho” digo “sho”, o “boludo”, o conjugo con “vos”. Ya no me animo a hablar con desconocidos, porque temo que se alejen o más bien me miren raro. En otro país, me sentía turista, y como los demás sabían que no era de ahí, se acercaban a hablarme y ayudarme. Ahora voy sentada en el 152, el colectivo de siempre, y muero de ganas de contarle al de al lado que no, no vuelvo de la oficina un viernes a la tarde, que en realidad estoy paseando, que acabo de volver de un viaje increíble, que recorrí varios países de Sudamérica, que conocí ciudades y pueblitos, y …¡qué lo hice a dedo! Se los quiero contar, no sé si porque a ellos les interese, o para asegurarme que fui yo la que lo hizo. Para sentirme tranquila que, es verdad, estoy en un colectivo, podría estar volviendo de la oficina un viernes a la tarde, pero no, acabo de venir de un viaje. Lo hago para convencerme de que fue real, de que fue mi vida, de que no estoy volviendo de la oficina, de que parezco normal, parezco igual a cualquiera, pero no, volví de tremendo viaje, ¡fui aventurera un año! A veces me imagino —qué vergüenza— que me cruzo con uno de mis lectores. Que el que está adelante mío en el subte o en el tren se me acerca y me pregunta “¿Vos no sos la chica que estaba viajando? Yo leía tu blog”. O me imagino que algún extraño me pregunta cómo llegar a tal lugar y yo les digo “no me acuerdo, porque soy de acá pero como anduve viajando…”

Es ridículo, pero trato de conciliar que soy la misma persona. Porque después de tanto tiempo de nómade, de cambiar el modo de vida, de vivir en modo viajero, hacer el click para vivir en modo sedentario cuesta muchísimo. Y para colmo, retomar mis actividades de siempre me hace pensar que quizás nunca me fui, que quizás fue solo un sueño, o la aventura de otra persona, que estuve todo este tiempo en Buenos Aires y nunca salí.

Pienso en que viajé por Sudamérica, que me subí a autos de desconocidos, que recorrí países, que viví en la selva, que vi atardeceres alucinantes en distintas playas, que pasé del frío al calor en cuestión de horas de viaje, que me metí al mar en pleno agosto (impensable en Argentina), que viajaba en camión, que comí caimán y alpaca, que cenaba a las seis de la tarde, que me hablaban de “pana” o de “parce”, que se dice “tú” y no “vos”, que me sacaban por el acento y me decían “¡Maradona!” o “Che, boludo”, que caminé días por la montaña, llegué a 4700 metros de altura sobre el nivel del mar, que me hice amiga de un israelita, de un coreano, de un francés, de un belga, de una “yanqui” y por supuesto de varios chilenos, bolivianos, peruanos, ecuatorianos y colombianos, … pienso y me parece lejano, imposible. ¿Era yo? ¿Yo vivía así? ¿Yo hice todo eso? ¿Y ahora?

¿Y ahora? Ahora ya me quiero ir de nuevo. Planeo cómo hacer para viajar otra vez cuanto antes. Pienso en que empiezo formalmente a trabajar el lunes, que después seguirá la facultad y que de a poco volveré a la rutina. Pienso que tengo que arreglar el departamento, conseguir los muebles y mudarme. Pienso que en unos meses me voy a olvidar de que viajé, el viaje me va a parecer una historia tan lejana como inverosímil, y la rutina va a volver a consumirme. Y el pensamiento me espanta.

¿Y ahora? ¿Qué hago? ¿Qué quiero hacer? ¿Y si no sé? ¿Por qué me resulta tan difícil volver a mi ciudad? ¿Será porque conocí el mundo y se me abrieron puertas y posibilidades, y ya no pienso en que hay una vida “normal” sino que hay muchas vidas “normales”? Camino, me pregunto. ¿Será que viajar es como una droga y una vez que la probás no la podés dejar? Me acuerdo de mis días de viaje y se me presentan de colores, me recuerdo libre, me recuerdo volando, me recuerdo feliz y no puedo entender como soy la misma persona que ahora se siente atada, preocupada, perdida. Siento que el tiempo avanza muy rápido, más rápido que yo, un tiempo rectilíneo que fluye hacia adelante, y poco a poco meto un pie en la vorágine, y meto el otro, y trato de retomar ese ritmo que ahora me parece muy rápido pero que antes era mi tiempo normal. Y a la vez, me da miedo meter los dos pies, meter las manos, meter la cabeza, y perderme enterita otra vez en esa vorágine, que otra vez me sea difícil dejar todo —¿qué es todo?— y volver a viajar, que otra vez las preocupaciones cotidianas me nublen la cabeza y que este viaje alocado quede como una anécdota para contarles a mis nietos en el futuro y que ellos no conciban que yo, la abuela citadina, haya tenido un pasado aventurero.

Empiezo a extrañar el viaje. O más bien, el estado de viaje. No extraño puntualmente costumbres, paisajes ni países, sino el modo viajero que tenía incorporado. Extraño desafiarme, proponerme, aventurarme, animarme. Hablar con desconocidos, pararme en la ruta como medio de transporte y que llegar a destino sea un logro, caminar por calles nuevas, por senderos finitos en la montaña, por arenas blancas. Extraño sorprenderme con cosas chiquitas, con algo que se sale de lo planeado, como encontrar un naipe en el piso en Chavin, o pasear por Santa Fe de Antioquia cuando a la mañana me había levantado sin ningún atisbo de que estaría al mediodía en ese pueblito. Extraño el olor de la selva, el sonido del mar, la paz de la montaña y el frío de los lagos. Extraño viajes que todavía no hice, lugares que no conozco, personas que nunca vi. Extraño, añoro en sí, la idea de viajar, la idea de vivir de esa forma, tan libre, tan abierta a la vida, tan viva.

¿Pero cómo? Si recién llegué… ¿Ya extraño? ¿No era que quería volver? ¿Qué pasó con esa chica que lloraba sin parar porque quería estar en su casa? Antes de viajar, le tenía miedo. Pero un miedo lindo. Me preguntaba si no había un manual para viajar, y al final lo aprendí en el camino. Ahora tampoco encuentro un manual para volver. Porque todos pensamos en viajar pero nadie en que viajar implica volver. Y no. No hay manual para volver. ¿Lo aprenderé en el camino? ¿Aprenderé en el camino a asentarme de nuevo? ¿A volver a la rutina? ¿Y si me acostumbro tanto que me olvido? ¿Y si me olvido que realizar sueños es posible? ¿Y si no hallo mi lugar acá? ¿Me costará irme de nuevo?

Llegué hace dos semanas. Volví porque no tenía más energía y ahora me parece absurdo pedir más energía cuando donde más llena de energía estuve fue mientras viajé. Pero supongo que, como entonces escribí mi propio manual de viaje, ahora estoy escribiendo mi manual de vuelta. Y parte de la vuelta es el miedo al futuro, el no saber cómo seguir, el sentir que se abrieron tantas posibilidades que retenerse en una es un desperdicio, es perderse en la propia ciudad, es desconocerse a uno mismo y volver a encontrarse en un espacio que ahora resulta nuevo pero que en realidad es viejo —es entonces reencontrarse, reencontrarse con tu yo viejo, con tu yo de tu ciudad—, es desconocer lo conocido, y conocer lo desconocido; es preguntarse, para mantenerse vivo, ¿y ahora qué?


De nuevo en la jungla de cemento. (Esta foto es de antes de irme, pero me di cuenta de que desde que volví, no saqué nuevas fotos de la ciudad. Igual, se conserva bastante parecida.)

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