top of page

Viajar es regresar.

Viajar es vestirse de loco es decir “no me importa” es querer regresar. Regresar valorando lo poco saboreando una copa, es desear empezar.

[Gabriel García Márquez]

Volver a casa es difícil. Mucho más difícil de lo que pensaba. Pero volver es parte del viaje. Viajar para mí nunca fue un escape, y por eso, tampoco podía escaparle eternamente a volver. Aunque supiera que iba a ser difícil.

La idea de volver apareció hace rato. Si no conté nada y me lo guardé fue porque desde un principio Andy y yo nos imaginábamos una vuelta sorpresa y digamos que publicando en un blog no hubiese sido muy sorpresa. Entonces decidimos callarnos y tal vez, ahora, caiga como un balde de agua fría. Si a ustedes les cae como un balde de agua fría, imagínense a mí. Pero la idea de volver surgió hace tiempo, en el último tramo de Ecuador. Si bien estábamos lejos de cumplir la vuelta entera a Sudamérica, nunca fue un objetivo oficial. Empezamos a extrañar nuestras comodidades: una buena ducha, una cama, una cocina cómoda, un lugar para estar que no fuera de paso. Y además, empezamos a pensar nuevos proyectos. Pensamos en nuevos viajes, en la universidad, en nuevos trabajos que nos desafiaran y nos ayudaran a ahorrar para el próximo destino, en un nuevo hogar. Pero aún no estábamos listos, aún el viaje no había terminado. Prometimos que conoceríamos bien Colombia y de allí decidiríamos que hacíamos.

Con esa idea en mente, nos dejamos llevar. Cuando llegó mi hermana a Cartagena le conté que andaba ya con ganas de volver, y ella me hizo caer en la cuenta de que era más difícil de lo que pensaba, de que allá me esperaban muchas cosas que no sabía o que ahora pateaba, que tendría que enfrentarme a una realidad que desconocía. Un poco me desmotivó, me bajó a tierra, pero otro poco, cuando se fue, me reavivó. Me puse a llorar cuando la despedí en el aeropuerto y quise subirme al avión con ella. Verla a mi hermana me tiraba de nuevo para Buenos Aires: estábamos lejos de casa hacía mucho tiempo y extrañaba a mi familia. Pero, además, estábamos cansados de muchas cosas, y sentíamos que Sudamérica también había cumplido su ciclo para nosotros. No sabíamos aún si volver a dedo o hacerlo en avión, pero nos pesaba pensar que Colombia era, exactamente, la punta más opuesta a nuestro país y nuestra ciudad, y bajar de nuevo por las mismas rutas no nos entusiasmaba en lo más mínimo. Finalmente, conseguimos un pasaje barato para octubre y lo sacamos. Era agosto, y nos quedaba más de un mes y medio para recorrer.

Sin embargo, al sacar el pasaje, no nos agarró un ataque de nostalgia por lo que se terminaba, ni estuvo cerca del arrepentimiento. Al contrario, sacarlo nos devolvió la alegría, nos puso ansiosos y nos renovó con más fuerzas la necesidad del regreso. De pronto, más de un mes y medio se nos hacía mucho tiempo, y empezamos a contar los días en reversa. 50 días. ¡Era muchísimo! Si cada día viajero era eterno, en 50 días podían pasar muchas cosas. No sabíamos por qué, pero no paramos de hablar de eso desde entonces. Planeábamos como caer sorpresa a un amigo, a la familia; imaginábamos cómo sería su reacción; pensábamos qué haríamos cuando volviéramos; disfrutábamos con la mente el primer asado y la primera tostada con dulce de leche. La ansiedad crecía y, para colmo, nos llegó una racha de mala suerte que nos sacó las últimas energías.

Nos paramos a la salida de Cartagena en dirección a Medellín con cuarenta grados de calor y un sol fuertísimo. Nos tocaba esta vez una ruta repetida, que para colmo era larguísima y pesada. Pero como nos habíamos apurado para llegar a Cartagena por mi hermana, ahora teníamos que bajar otra vez para visitar todo lo que habíamos salteado. Soportando el calor, se nos pasaron seis horas y media. Pasaba un auto, un camión, una mula, un bus, atrás de otro, pero no frenaba ni uno. El calor influía en mi desesperación y la desesperación me llevaba a actuar como nunca lo había hecho. Yo hacía caras, rogaba, levantaba el cartelito, decía despacio con los labios “por favor” para que alguien se apiadara de nosotros, y no pasaba. Seis horas no era muchísimo tiempo a comparación de otros viajeros, aunque a nosotros nunca nos había tocado tanta espera. Pero yo me puse a llorar y no paraba. Me quiero volver, decía. Quiero estar en casa, quiero dejar de estar acá viviendo de la generosidad del otro, dependiendo de que un desconocido se apiade de mí. Quiero volver. Finalmente, a través de ruegos y suplicios, conseguimos un camión que nos llevó a Bolivar. Cuando bajamos nos dimos cuenta que Bolivar no era un sitio muy seguro para acampar, y que ya no teníamos tiempo: eran las seis de la tarde y estaba bajando el sol. Conseguimos un bus bastante caro hasta Planeta Rica, pero sentíamos que no había otra opción. El plan era bajar ahí y pedirle al finquero que nos había recibido a la ida en su casa si no le molestaba que durmiéramos allí una noche más. Pero a Planeta Rica llegamos a las 12 de la noche, a pesar de que quien nos vendió los pasajes nos había dicho que estaríamos mucho más temprano. El cansancio de ese día, la vergüenza y la bronca nos hicieron pagar lo que nunca habíamos gastado en transporte en todo el viaje para que el bus nos dejara a la mañana siguiente en Santa Rosa. Andy me calmó recordándome que en Santa Rosa nos esperaban unos días en una finca de otro hombre que nos había invitado.

Pero las cosas no salieron bien tampoco en Santa Rosa. Llegamos a las seis y media de la mañana a y esperamos hasta las once que nuestro anfitrión nos contestara el teléfono, y sin embargo, nunca apareció. Ni siquiera con un mensaje o una disculpa de que no podía recibirnos. A mí me volvió a agarrar el ataque de llanto y el “me quiero volver”. A Andy el cansancio y el enojo contra un país que nos venía poniendo muchas trabas desde que entramos. Me apuré a resolverlo; conseguimos dos contactos de Couchsurfing que podían recibirnos dos días uno y dos días el otro y nos fuimos para la primera casa. Bajamos a Medellín a dedo y el que nos levantó era otro finquero que nos invitó a su cada unos días más tarde, cuando el volviera de un corto viaje. Las cosas parecían mejorar. Sin embargo, cuando llegó el día de ir a su finca, el hombre nos empezó a dar excusas y decidimos que no volveríamos a caer en promesas paisas.

Después de esas desventuras, nos dimos cuenta que en otra etapa del viaje las hubiésemos atravesado con la mejor cara. Y sin embargo, esta vez nos demostró que ya estábamos cansados. Estábamos cansados de hacer dedo, de esperar en la ruta, de depender de los otros, de no tener un lugar donde quedarnos tranquilos, de no tener nuestro espacio. Estábamos cansados de cargar las mochilas, de rebuscárnosla, de gastar plata cuando ya se estaba acabando. Estábamos cansados de movernos de un lugar al otro, de tener que aguantar el llanto, de no poder tirarme en una cama una semana y descansar. Ya no teníamos energía. Seguíamos haciendo dedo, paseando, recorriendo ciudades, conociendo, pero lo hacíamos sin ganas. Nos sentíamos a gusto cuando nos pasaban cosas lindas, cuando conocíamos a gente que nos ayudaba, pero ya no era lo de antes. Porque entendimos finalmente que teníamos el cuerpo en Colombia, pero la cabeza y el corazón allá. No necesitábamos más motivos; tal vez no todos los viajes terminan de la misma manera, tal vez no todos los viajeros llegan al punto de no aguantar más para volver. Pero a nosotros, en ese momento, se nos había acabado el viaje. Y todavía nos quedaban 44 días.

Por eso decidimos cambiar el pasaje de avión. Seguir gastando plata y energía en un lugar en el que no queríamos estar nos parecía absurdo. Y, además, justo explotó el conflicto en la frontera colombiana-venezolana, y pasar a Venezuela por ahí nos parecía un riesgo enorme que a esta altura no teníamos ganas de enfrentar. Aunque costó burocracia y llamados telefónicos, lo logramos. Cambiar el pasaje nos acortaba los días a 18 y nos seguía pareciendo un montón. Pero al menos nos devolvió la tranquilidad. Estábamos en Pueblorrico y yo quería gritarle al mundo que ya estaba por volver. Quería contarles que la paz tiene color verde y sabor a café, pero también tenía fecha de regreso. Entonces todo cambió. Cambió nuestra energía, y la energía de lo demás. Las cosas salían bien. Las personas que nos cruzábamos nos hacían sentir en casa y nos dejaban un pedacito de ellos para llevarnos de vuelta. Nos mimaban. La familia de Pueblorrico, Maria Elena y Feliciano, y Julio; Daniel, nuestro amigo de Medellín; Jaime, el tercer y último anfitrión de la ciudad; los dueños del camping de Salento; Gustavo y su mamá en Bogotá, y su amiga Estefanía, y Manuela, y también Juan. Todos ellos parecían acariciarnos para que nos sintiéramos mejor y lo lograron. Todo empezaba a encaminarse, y yo empecé a dudar si eso no era indicio de que debía seguir viajando, hasta que entendí que, más bien, era un lindo final para tremendo viaje.


Volvimos en avión el día de mi cumpleaños. Empecé festejando en Bogotá con

nuestros amigos de Couchsurfing, Gustavo y Estefi, recibiendo regalos y lo terminé sorprendiendo a mi abuela cuando entraba a su cocina y se quedaba muda de verme ahí sentada. A las 5:30 de la mañana despegó el avión. La fecha no fue a propósito, sino que el único pasaje barato para cambiar era ese, y decidimos aprovecharlo. Cuando me subí, empecé a arrepentirme, o más bien a dudar. Sabía que había tomado una decisión consciente y que ya era hora de volver, pero empecé a pensar que mejor hubiera sido volver a dedo, para hacer la vuelta menos dramática, más despacio, y terminar el viaje como lo había hecho todo el tiempo. En cambio, lo terminaba como había empezado: volando en avión. Tal vez no estaba tan mal. Aunque mis posibilidades de volar están muy lejos de mi imagen mental desplegando alas, es lo más cercano a lo que sentí durante el último año: que andaba volando. Volé alto, volé rápido, volé lento. Viaje siempre por tierra, pero mi libertad era tal que yo me sentía levitando por los aires, moviéndome, flotando por la liviandad de las cosas. Había despegado hacía casi un año y ahora, después de tanto tiempo en suspensión, sentía que necesitaba poner de nuevo los pies en la tierra. No literalmente, ni quizás figurativamente tampoco. Yo venía volando, pero sabía que mi nueva realidad no era ficticia, no era imaginaria, sino que era la realidad más pura que jamás había vivido, que era otra realidad a la que tenía antes, y que era una realidad que me encantaba. Pero era hora de volver a mi antigua realidad, aunque fuera por un tiempo. Y el choque entre esas dos realidades es mucho más fuerte de lo que creía.

Costó muchísimo. Y cuesta. Estar otra vez en Buenos Aires, una ciudad que había dejado porque no es para mí, porque no me gusta, es difícil. Reencontrarme con amigos y familia y ver que, a pesar de algunos cambios circunstanciales, todo sigue igual. Sentir que a mí me pasaron diez años de vida, un año de viaje, lleno de anécdotas, de experiencias, de desafíos, de miedos, de nuevas adquisiciones, de crecer, de vivir, de cambiar, de sufrir, de disfrutar; y que acá sólo pasaron unos minutos. Encontrarme con que la gente, después de sorprenderse, de abrazarme, de alegrarse, no me pregunta tanto “¿Cómo te fue?” sino “¿Y ahora qué vas a hacer?”. Me preguntan como diciendo: “Bueno, todo muy lindo, pero se acabó el chiste. Ahora tenés que vivir en serio”. No lo hacen a propósito. Así vivimos, y así vivía yo. Pero les quiero decir que estuve más viva que nunca, que eso que viví no es mentira, que es tan real, tan tangible como vivir acá, tener un trabajo fijo, una casa y hacer lo que hacen todos. Yo les quiero contar mis cuentos, decirles que fui feliz, que viajar es lo más lindo del mundo, pero la civilización necesita respuestas del presente, el pasado hay que dejarlo atrás, y necesita motivos para engranarse de nuevo a la máquina. El peso de la realidad —esta realidad— me duele: “¿y ahora qué?”. No es fácil, y es parte del viaje. Durante un año, mi vida fue completamente distinta, fue una vida de movimiento, de nomadismo, de crecimiento, de problemas y soluciones, de paisajes, de pueblos, de ciudades. El sentido de mi vida, durante este año, era el viaje en sí. Todo giraba alrededor de eso, mis preocupaciones eran preocupaciones del viaje, y aprendí a vivir así. Pero de pronto, ya cumplí mi sueño. ¿Y ahora qué?

Yo sabía que iba a ser difícil. Yo le tenía miedo a la vuelta. Mucho miedo. Porque, sinceramente, así como no quería estar más viajando, tampoco quería estar en Buenos Aires. Pero este viaje, mi viaje por Sudamérica, había llegado a su fin. Y había sido tremendo viaje. Había sido alucinante, había sido tanto, que era hora de volver y asentar todo lo vivido, lo aprendido, lo experimentado. Se cerraba una etapa, pero se abría otra. Se abre otra, con nuevos proyectos, nuevas ideas, nuevos viajes a futuro (a otros continentes) y la gente de siempre. Allá, o más bien acá, en mi ciudad. Etapa de asentarme, de abrazar a mis familiares, de pasar tiempo con mis viejos amigos, de volver a la universidad, de desafiarme con otras cosas. Como decía Gabo, viajar es muchas cosas, pero viajar también es regresar.

Compartí este post:

bottom of page