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La paz tiene color verde y sabor a café (III)

(Si no leiste la Parte II, hace click acá)

PARTE III.


Fueron diez días en total. Y cuando nos fuimos Maria Elena nos preguntó “¿Se van en serio?”. Yo morí del amor y la abracé. La noche anterior me había llamado cuando estaba por dormirse y me había dicho que nos quedaramos otra semana, que ella no tenía problema. “Sí, Mari, tenemos que seguir recorriendo. Gracias por todo lo que ha hecho por nosotros. La pasamos muy bien.” “Bueno mi hija, vuelva pues. Cuando quiera, la esperamos.”


Pueblorrico no es un sitio turístico. Podría afirmar, casi con certeza, que los extranjeros que han visitado Pueblorrico se cuentan con los dedos de la mano. Por eso cuando llegamos la gente nos miraba sorprendida, pero con el correr de los días ya nos conocían y nos saludaban, nos preguntaban cómo estábamos, si nos gustaba el pueblo –si estábamos amañados- y hasta cuándo nos quedábamos. Es un pueblo típico del suroeste antioqueño, un pueblo chico, que no supera los 7000 habitantes contando a los de la zona rural. Las casas tienen las puertas y ventanas pintadas de colores y en el centro hay una iglesia con una plaza que tiene muchas sillas y sombrillas, donde los pueblerinos se sientan a tomar café a cualquier hora del día. Normalmente, los hombres que toman tintos usan camisas cuadriculadas y nunca les falta el sombrero ni el bigote. Hay también muchos que andan a caballo, y otros tantos en moto. Hay mujeres en las puertas de las casas que cuidan a sus hijos y cocinan para el marido, y niños que juegan en la calle. Hay abuelos y abuelas, el artista del pueblo, el descendiente de los fundadores, el dueño del billar, el joyero, el zapatero, la que vende leche ordeñada, la de los pollos. Hay tiendas pequeñas, hay algunos bares y billares, lugares del vicio. Los domingos, en estos lugares, normalmente las mujeres salen a hacer el mercado y los hombres a beber hasta el cansancio, y el pueblo se llena como nunca. Los días de descanso, en cambio, son los miércoles, cuando no abren muchas tiendas y casi nadie pasea por las callecitas que rodean la plaza. Alrededor del pueblo todo es verde: hay fincas grandes y fincas chicas y casi todas –si no todas- cultivan café. Algunas tienen también ganado, bananos y otros cultivos. Pero la especialidad es el café.

Allí nos recibió, un martes por la tarde, Maria Elena. Mari era la tía de nuestro anfitrión en Medellín, Daniel, y apenas llegamos nos tenía todo organizado. Nos mostró el cuarto, nos contó los planes para el resto de la semana y nos sirvió un plato con carne frita, arroz, frijoles y arepa a las seis de la tarde. Después llegó Feliciano, su hijo, y con él fuimos a tomar un tinto al pueblo, actividad que se convirtió en hábito para el resto de nuestra estadía. A las nueve de la noche ya no quedaban en la plaza más que los borrachos, así que volvimos a dormir.

Comenzamos una rutina de campo y de descanso. La casa de Mari quedaba al final del pueblo, tenía un criadero de chanchos, una huerta variada y una balanza para ganado. Era un intermedio entre casa de pueblo y finca. Para cuando nosotros nos levantábamos, a eso de las siete, el resto de la casa ya se había despertado hace tiempo, al amanecer, y estaba haciendo sus actividades cotidianas. Mari nos servía el desayuno: jugo de naranja recién hecho, café con panela, huevos revueltos y la infaltable arepa. Después variabamos las actividades: el primer día acompañamos a nuestra anfitriona a recoger naranjas y luego a una finca a comprar huevos, donde al final nos invitaron un tinto y nos llevaron a conocer el proceso del café, pero no hubo huevos, porque esa semana las gallinas no habían puesto. Otro día paseamos por el pueblo, y otro descansamos en la casa. En otro Andy ayudó a Feliciano con el jardín, y yo me fui a caminar con la nieta mayor de Mari. A veces salíamos a hacer alguna compra al pueblo y nos quedábamos charlando con alguno que nos preguntaba de dónde éramos y qué hacíamos ahí. En el medio almorzábamos, y siempre cenábamos temprano. Después de la cena, salíamos a tomar un tinto a la plaza con Feli como fiel compañero, y de vez en cuando otro amigo que se sumaba.

A mitad de semana, un amigo de Feli, Julio, nos invitó a su finca. Subimos dos horas a pie por un camino que bordeaba un río y llegamos. Era una casa sencilla pero más que cómoda para nosotros dos. Desde allí, nos metimos a ese río, caminamos hasta una casacada mientras robábamos de los árboles guayabas, fresas y moras, y fuimos un día a Jardín, un pueblito cafetero turístico, bastante pintoresco. El resto del tiempo nos la pasamos relajándonos. Leíamos, cocinábamos, dormíamos la siesta, tocábamos la guitarra y veíamos atardeceres tomando mate, más que por el sabor en sí por el sabor a nostalgia.


En la finca entendí que la paz, para mí, tiene color verde. Lo sabía hace rato, cuando nos dimos cuenta que desde que habíamos entrado a Colombia sólo habíamos visitado ciudades grandes y sitios turísticos atestados de gente: Cali, Pereira, Cartagena, Santa Marta, Barranquilla y Medellín. Estaba cansada del tráfico, de tomar transporte para ir de un lugar a otro, del gris y del cemento, del caos, de cruzar la calle mirando para los dos lados, de que me saltara gente de la nada vendiendome cosas, de los gritos, de la música fuerte, de la contaminación visual de carteles, basura y humo. El caos me estaba estresando, y aunque me gustaran algunas ciudades, necesitaba un respiro.


Al respiro lo encontré en la casita de Julio, rodeada del verde que necesitaba, del silencio de la noche y de las vistas del valle. Pero lo encontré también en el pueblo, cuando volvimos a bajar. Porque la paz tuvo también sabor a café. La encontré en las mañanas, cuando Mari nos servía su café con panela y sus arepas caseras. La encontré tomando tintos con Feli por la noche. La encontré cuando nos encontramos con Nelson, el bisnieto del fundador, y se dispuso a contarnos todas sus historias a través de un café. La encontré en Jericó, otro pueblo más turístico y pintoresco que queda a once kilómetros, y al que fuimos con Feli en una travesía a pie de tres horas entre árboles, montañas, plantas, subidas y bajadas. La encontré en ese pueblo y en esa familia, que nos recibió con brazos abiertos y nos llenó de amor. Después de esos días concluí que, al menos para mí, la paz tiene color verde y sabor a café.

Con Mari y Feli, parte de la familia más linda de Pueblorrico.

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