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La paz tiene color verde y sabor a café (II)


(Si no leíste la Parte I, hacé click acá)

PARTE II


1.

-Acá fueron peores los paracos -me decía-. Es que al menos los guerrilleros te daban otra oportunidad. Te decían: o te unes o te vas. Pero te daban la oportunidad de elegir. Los paracos no. Ellos no le daban oportunidad a nadie. Si sospechaban que eras, te mataban. Si no les pagabas, te mataban. Si no les caías bien, te mataban.


2.

-Había que seguir. A mí me agarraron a mi hija y vea, si se salvó fue porque pasó un vecino, un vecino que les pertenecía, y les dijo “si la matan a ella me tendrán que matar a mí, porque ella no tiene nada que ver”. Ay mi amor, a mí me agarraron los otros, después, me tuvieron amarrada a un árbol. Me agarraron porque yo nunca le cerré la puerta a nadie, no me importaba quien fuera. Si hay que ayudar, ayudo. Y por eso que me agarraron también me salvé: fueron otros que dijeron como a mi hija “si la matan a ella me tienen que matar a mí”. Y acá estoy. Y hay que seguir.


3.

-Mi papá tenía muchos terrenos. Así que estuvimos vacunados. Vea pues, cinco millones al mes nos pedían. Había que dárselos. No había otra opción. Cinco millones, parce.


4.

-Estábamos tomando un café en la plaza, como ustedes y yo ahora, un día, y apareció este parce con unos cuantos millones. Era así, parcero, eran muchísimos –nos decía mientras con las manos intentaba abarcar la pila de billetes imaginarios-. “Es que me llamaron y se los tengo que ir a entregar”. Eso nos dijo. Y era así, lo habían extorsionado y no quedaba otra.


5.

- Esa finca de allá, ¿la ven? Esa finca, pues, era de los más grandes narcos, de los Ochoa. Ahí lavaban la plata.

- Es gigante.

- A ellos les gustaba así. Los billetudos querían mostrar que tenían. Y todos sabíamos pero nadie decía nada.

6.

- Mi hermano Edgar vivía entonces en ese pueblo, por la zona de Caucasia. Tenía una tienda chica, como un almacén, y un enemigo. El enemigo los llamó a ellos cuando llegaron al pueblo y les dijo que mi hermano era guerrillero. Pura mentira. Pero se tuvo que ir igual. Le avisó mi otro hermano, al que después lo mataron, que ese día le llegaban los paracos y lo iban a matar. Edgar sabía que no le iban a preguntar si era verdad y se fue. Tomó un avión que justo salía de Caucasia a Medellín. Los paracos llegaron a la casa cuarentaicinco minutos después. Vea pues, mi hermano vivió tres años en Medellín, sin ver a su familia, que allí había quedado, mientras se le caía el negocio. Por culpa de ese hijueputa, nomás. Un día se cansó y los llamó. Les dijo que era mentira, pues lo era, y que él estaba dispuesto a presentarse con el hijueputa para que ellos decidieran quién decía la verdad. “Y si me matan, que me maten. Pero yo me vuelvo.” Mi hermano se volvió y se presentó, pero el otro nunca apareció. Le habían avisado del encuentro con tres días de anticipación y no se le ocurrió otra que irse.


7.

- A mí me llevaron los guerrilleros una vez. Pasa que yo era el tesorero de la alcaldía y había una huelga porque no les pagábamos. Pero es que la gobernación no me mandaba plata. No había plata. Y un día me llegó una carta a mi casa, a las 2 de la tarde. Era de ellos, me decía que me tenía que presentar. Me vestí, me puse los zapatos negros y me fui. No le dije a mi mamá a donde iba, no sé porque no le dije.

“Cuando llegué a la casa una señora me dijo “¿a usted también lo llamaron Nelson?”. No le respondí. Yo pensaba que habría dos o tres, pero eran un montón. Cuando me hicieron entrar había al menos 20 guerrilleros, todos armados. La comandante se llamaba Daisy. Estaba vestida con las botas, y le colgaban esos cinturones de balas que llevan siempre atravesados en el pecho. Después tenía de esas armas que parecen pequeñas pero que cuando las abren son así de largas. “¿Por qué no le paga a mis trabajadores?” me decía, y yo le explicaba que la gobernación no me mandaba plata. Ella me hablaba mal, me trataba mal. Y yo le seguía diciendo lo mismo, que no había plata. Aparecieron otros dos, y estuvimos hablando unas cuantas horas. A uno lo reconocí, a pesar de la máscara. Era de los trabajadores, le reconocí la voz, pero no dije nada. Él también me hablaba mal. Me maltrataban. Después me mandaron para arriba. Había 80 guerrilleros. Ni dos ni tres ni veinte. Eran como 80. A eso de las siete de la noche vino ella y me agarró de nuevo. “Nos vamos” me dijo. Y empezamos a caminar, por un camino tan oscuro que yo no veía nada. Me caía todo el tiempo. Y había uno que me ayudaba a levantarme. Se me acercaba al oído y me decía: “Tranquilo, Nelson, yo no voy a dejar que lo maten”. El otro, el trabajador que reconocía, seguía gritándome y hablándome mal. Yo ya no respondía. Pensaba “¿Por qué no le dije a mi mamá que me venía? ¿Por qué no le dije?”.

“Caminamos muchas horas. Llegamos casi hasta Los Andes, allá lejos. Me tuvieron horas. Yo ya no sabía que responder. Daisy me agarró y me tiró al piso y yo automáticamente me levanté. Fue como un reflejo, como si hubiera rebotado. Pensaba “Si me van a matar que me maten de pie”. Con la pistola esa que parecía pequeña pero ya estaba grande me pegaba en la espalda. Me hicieron de todo, pero yo no lloraba. De chico, por las experiencias de la vida, aprendí a no llorar en público. Desde el colegio. Pero igual tenía mucho miedo. Mucho miedo.

“Seguí respondiendo que yo no tenía plata, que la gobernación no me había mandado. “¿Sabe qué, tesorerito? Le voy a dar una oportunidad, con dos condiciones: el domingo le paga a los trabajadores, no me importa de donde saca la plata, si la tiene que robar, lo que sea. Y la segunda, de acá se vuelve caminando. Si le para algún carro y lo quiere llevar usted le dice que no. Si un vecino le quiere prestar un caballo, usted le dice que no. Lo estaremos viendo, tesorerito.”

“Me liberaron a las dos de la tarde. Llegué al pueblo a las ocho de la noche. Me crucé a algunos que quisieron recogerme. Les dije que no y seguí. Yo iba corriendo, quería alejarme lo más rápido posible de ellos, temía que me persiguieran. Cuando llegué abracé a mi mamá. Tenía tanto miedo que me acosté con los zapatos puestos, y sin embargo no pude dormir. Cada ruido me hacía estremecer, y sentía que en cualquier momento me vendrían a buscar. Era horrible. Fue la peor noche de mi vida.

“El domingo les dije a los trabajadores que ya estaba la plata para cobrar. Le había pedido al alcalde. Pero los trabajadores no aceptaron, no quisieron cobrar porque no estaba completa. Cuando salí del la alcaldía esa tarde, la vi a Daisy vestida de civil sentada en el banco de la plaza. Se me heló la sangre, pero no me dijo nada. Más tarde llegó a mi casa y me dijo que me quedara tranquilo, que ella había hablado con los obreros y había visto que yo había hecho todo lo que tenía a mi alcance. Pero tampoco pude dormir esa noche.

“Más adelante, cuando recién llegaban los paracos al pueblo, vino el trabajador que reconocí a pedirme ayuda. “Me están buscando, tesorero, y me van a matar” me dijo a mis pies. Yo le conseguí plata para que pudiera irse y se la di. Todos me dijeron que estaba loco, que no merecía mi ayuda. Pero igual se la di. Y después me agarraron los paracos a mí porque “había colaborado con los guerrilleros”. Mi abuelo pagó 300 millones y me dejaron ir.


-¿Alguna vez volvió a ver a Daisy?


-Pues claro. Se fue del pueblo pero años más tarde la encontré en Pereira. Me reconoció: “Cómo le va tesorerito?”. No hablé mucho, solo supe que se había puesto una funeraria ahí en Pereira. Qué ironía.


(Para continuar con la Parte III, hace click acá)

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