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La paz tiene color verde y sabor a café (I)


PARTE I.


La paz tiene color verde, y sabor a café.

Pero lo tiene hace poco.

Antes no. Y todavía no.

Antes la paz la buscaban en las ciudades.

Y normalmente no la encontraban.

Es que ahí tampoco había lugar para ellos.

Eran muchos.

Y a los de afuera se los marginó.

La paz tiene color verde, y sabor a café.

Y tiene nombre de pueblo.

Pero hace poco.

Y no en todos.

La gente vuelve a donde nació.

Y no toda.

Algunos todavía tienen miedo.

Algunos ya no están para volver a ningún lado.

Los mataron.

O murieron de hambre.

Y la culpa es de uno o es del otro.

Da igual.

Al final son la misma mierda pero con otro olor.


En Colombia, la paz hace tiempo no tiene ni color verde, ni sabor a café, ni nombre de pueblo. Capaz ni siquiera tiene nombre. En este país se sufre la violencia hace más de sesenta años y los primeros atacados siempre fueron los pueblos. La gente emigraba a las ciudades por miedo o por amenaza explícita, cuando no era la guerrilla, eran los paramilitares, y cuando no eran los paramilitares, era el destrozo del enfrentamiento que los mataba de hambre. Pero en las ciudades tampoco encontraban la solución. La ciudad les decía que no había espacio, y les regalaba un lugar marginado y peligroso, y a los citadinos les asustaba que les llegaran los desplazados a romper la tranquilidad. Entonces ellos también tenían miedo. Y efectivamente, a las ciudades también llegó la violencia. No necesariamente de los desplazados, que en general no conseguían trabajo ni cómo alimentar a sus hijos. Venía de afuera, y venía de adentro, porque la violencia tenía dos caras que en realidad eran la misma moneda. Y la violencia tenía armas. Muchas. Y cabezas. Y entrenamiento. Y gente capacitada para matar sin culpa, para justificar con cualquier cosa el dolor de los otros.

Los pueblos se abandonaron por obligación, y al que no quiso abandonarlo lo mataron. Pero no sirvió de nada. En las ciudades también llegó la violencia, y se acabó la paz. Matar se justificaba a cualquier precio. La propiedad privada pasó a valer más que las vidas humanas. Mucho más. Recuperar una tierra podía costar muchas vidas, y normalmente no eran las vidas de las cabezas, de los que estaban atrás, sino de niños que habían sido sacados de sus casas y a los que les habían dado un arma y les habían enseñado cómo usarla. Y esos niños, ahora adultos, se acostumbraron a vivir así, por una guerra que no era suya, aunque en las palabras se decía que era para el pueblo. Eran también miles de vidas de inocentes, pero nadie les preguntaba si el rumor era cierto. Una sospecha era un balazo. O varios. Si se descuartizaba mejor.

El remedio era peor que la enfermedad. “Qué más da, que se creen las defensas”, dijo un presidente, y ahí se armaron los ricos. Si estaban avalados por el Estado, ¿quién los paraba? El mundo se descontroló, y la muerte se convirtió –si no se había convertido ya- en algo de todos los días. Los que quedaban en los pueblos sabían que si no mataban ellos, los mataban, y que si no unos, eran los otros. Y todos debían pagar. Mucho. No importaba que sus hijos no comieran, había que pagar o lo mataban. Todos conocían a un primo, un amigo, una madre, un padre o un hijo que había sido torturado, secuestrado, o muerto. No había qué hacer. Uno sigue con la vida porque sino la vida se lo come a uno. Y aprende a llevar el dolor de ese ausente que no lo mató el destino sino la estupidez humana.

Los unos abusaron del permiso, se hicieron más poderosos, se unieron por una causa común que era “limpiar”, bajo el lema de que el fin justifica los medios. Y los otros perdieron su norte. Los ideales que los habían hecho surgir también justificaban los medios. Y empezaron a negociar, se corrrompieron. Y ya no había lugar para la paz. Ni se sabe si la habrá.

Hoy algunos vuelven a sus pueblos. Otros todavía tienen miedo. Y otros ya no están. Y no a todos los pueblos. Hay varios que todavía son zona de ellos, los que tienen más recursos. Oro, minas, coca. En los pueblos que se puede —no en todos—, la gente vuelve a salir a las calles, a sentarse en las veredas, a servir el almuerzo al mediodía, y tomar tinto a la mañana y a la tarde conversando de cosas triviales. La gente se pone sombreros y sale al campo. Cosecha café, o plátano, o yuca. Al café lo vende a precios paupérrimos a las grandes empresas extranjeras que luego venden el café ya tostado a precios exorbitantes en París. Ellos siguen tomando sus tintos y pericos, que aunque se esté en las mejores tierras cafeteras, consiste de pasilla. Pasilla: la parte mala del café. Y qué hacer. Al menos ahora uno puede tomarse los tintos en la plaza sin que lo jodan. O ponerse a beber. Para ahogar las penas, para olvidar. Quién puede culparlos de beber como beben los domingos o los martes o los jueves, si hay demasiado para olvidar. La gente vuelve a sus vidas, y las lleva como puede. En la calle yo no veo personas llorando, sino niños jugando, mujeres barriendo, familias conversando, hombres caminando. Sospecho que a veces lloran, a escondidas, por aquel que ya no está. Pero se sigue adelante, porque ya aprendieron a vivir con la muerte. Asumieron que la pesadilla nunca se terminará (ya nadie lo cree) y que mientras sigan de pie seguirán sus vidas sin perder la humanidad.

Hombres y mujeres tomando café en Jardín, suroeste antioqueño.

(Para continuar con la Parte II, hace click acá)

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