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Las mil caras de un viaje

A veces me cuesta escribir porque no encuentro el tiempo. Y no es que esté todo el día haciendo cosas maravillosas, acumulando experiencias y viviendo aventuras alucinantes. La mayoría de las veces está muy lejos de eso. No encuentro el tiempo porque estoy tomando mate, o leyendo; porque estoy en la casa de alguien que se convirtió en mi amigo y nos quedamos largas horas después de cenar hablando de la vida; porque nos ponemos a cocinar y, como nos gusta, lleva tiempo; o porque simplemente estoy compartiendo tiempo con otra gente y aislarme a escribir me parece de lo más antisocial e inoportuno.


Normalmente no son aventuras descabelladas las que me frenan. Incluso a veces pienso que no tengo nada que escribir, porque para qué quieren saber otros de mi vida tan cotidiana y tan común. Y tal vez estoy equivocada. Porque quizás eso que la hace común es lo más interesante. La simpleza de la vida y de los momentos son mucho más llenadores que una ridícula película de acción. Cuando miro para atrás y pienso en todo el camino recorrido en estos once meses de viaje (casi un año), no me acuerdo de lo más alocado o de lo más sorprendente, sino de los momentos más comunes, de los encuentros más casuales, de las charlas y los mates, de las risas, los abrazos, y de toda esa gente que conocí.


Casi un año de viaje es mucho más que anécdotas. Es un montón de caras que me quedaron grabadas, de palabras y de personas con nombre y apellido que se llevaron un pedacito de mí y ahí lo tienen, repartido por el mundo. Y son todos los momentos que viví con ellos los que me llenan el alma cuando pienso en el último año de mi vida. Algunos más, algunos menos, algunos de larga compañía y otros de encuentros fugaces. Pero ahí están todas esas caras. Está primero Quino y sus mates interminables, su recibida con entraña a la parrilla, las copas de vino, las conversaciones sin sentido, las risas y los chistes, los silencios y la convivencia con un gran amigo. Y está Sandrita, con su abrazo de madre y sus locuras de viajera eterna y su forma de transmitir alegría todo el tiempo. Y también están ahí, en el fin del mundo, tantos otros que me hicieron feliz un mes entero y que fueron cruciales para ese principio de viaje: los del trabajo, los amigos, los de todos los días y los de los encuentros de un día.

Con mi amigazo de Ushuaia, Quino.

Está después Dado y su sonrisa larga y toda su generosidad. Ni hablar de esos que me levantaron a dedo por primera vez y me llevaron a El Chaltén, allí donde conocí iun grupitto de gente linda que me hizo divertir y sentir acompañada. Después están esos dos locos que en mi primer día en el país de al lado se me quedaron hablando en chileno mientras cruzaba en un ferry el Lago General Carrera y con los que después pasé varios días de charlas profundas y naturaleza. En la Patagonia chilena también aparecieron ellos, dos desconocidos con los que nos perdimos caminando por Futaleufú y yo aún no sabía que volveríamos a encontrarnos, adrede, tres veces más en un total de cuatro países y que, enseguida, se convertirían en los amigos reales con los que puedo compartir cualquier cosa sin sentirme incómoda: partidos de truco interminables, caminatas en la montaña, años nuevos, playas, risas, comidas, paseos por ciudades, días de selva, una noche en un cuartel militar, cervezas en una plaza de Cartagena, viajes a dedo, días de lluvia y días de sol.

Con nuestros queridísimos amigos, Abby y Elías, en Cartagena.


Vino un chef en un camping solitario en Los Alerces y su compañía y la rápida confianza, y vino ese grupito mágico que se armó subiendo una montaña en El Bolsón, adentro de un refugio muertos de frío, o picados por los tábanos, o haciendo un asado festejo en Bariloche con baile y todo. Vinieron entonces los reencuentros: con la familia en navidad, con el mejor amigo de Andy y su polola, con otros amigos de él, con mis propias amigas, y más tarde otra vez con mi familia en Córdoba. Pero antes vino esa familia tan pero tan linda que casi nos adoptó y que nosotros también los adoptamos a ellos. Esa familia mendocina-sanjuanina con su ayuda, con su confianza ciega, con su amor tan dado, con sus bromas y su invitación y una despedida que, no miento, costó. Y después llegaron ellas. Estábamos por tomar mate en un pueblito escondido de Salta y Carla se ponía tomates en los brazos porque se había quemado con el sol y en ese pueblito no venden ni hay aloe vera. Y esos dos o tres días juntos, la caminata eterna, las risas, las empanadas y el vino, el cuartito-sucucho sin luz, la música, el perro insoportable, y las ganas locas de viajar que les transmitimos sin querer pero que ya van dando sus frutos.


Allí vino Paul, y fue el primero en llevarse un pedacito de mí al otro lado del océano, con su filosofía oriental y su sabiduría inmensa. Después estuvo nuestro primer amigo boliviano y su familia, que nos hizo sentir en casa y que todavía nos escribe para saber si andamos bien. O también estuvo Marcelo, en Cochabamba. A los chicos, en cambio, los conocimos por esas locuras del destino, casi nos subimos a otro bus y si terminamos en el mismo que ellos yendo a Coroico es porque el del primer bus nos quiso cobrar de más, y si nos quedábamos en el primer camping y no dormíamos en ese alojamiento en la plaza ni se nos hubiera ocurrido caminar a las cascadas con ellos, o cambiar planes para quedarnos un día más en La Paz y terminar haciendo unos tacos triunfales. Y a los franceses Rafael y Priscilla no los hubiesemos conocidos si Marcelo no nos recomendaba quedarnos con Milton en Achacachi, allá donde no van turistas y donde el Lago Titicaca es todavía mejor.


En el mes que recuerdo como pesadilla por un trabajo que detesté, conocí mucha gente fugaz que se llevó un pedacito de mí a distintos hemisferios, pero también conocí a ese chef apasionado que nos decía “Ches”, nos mimaba con la comida y nos ganaba al billar, haciendo de nuestra estadía y de nuestra rutina algo mucho más liviano. Antes había aparecido aquel israelita loco que nos convenció de caminar cuatro días por la montaña hasta Machu Picchu. No me arrepentí, aunque lo culpé en los momentos de mayor cansancio, porque fue la mejor hazaña de mi viaje y fueron los días más plenos. Barry nos motivaba cada vez que queríamos bajar los brazos y nos felicitaba cuando completabamos un nuevo logro. Pasamos con él más de una semana, y las charlas profundas y filosóficas con este hombre que había dejado todo a los cuarentaicinco años para salir a viajar solo con su mochila me hicieron crecer un montón. También estuvieron en ese camino esos otros dos locos que habían decidido hacer la travesía sólos pero que estaban mucho más entrenados que yo. Eran un canadiense enérgico y un francés buenísimo, y cinco días juntos, a pesar de los líos del idioma, fueron suficientes para unirnos y hacernos amigos.Perú nos dio también a nuestros nuevos padres postizos, Gloria y Teddy, que nos adoptaron en Lima con una sonrisa y mucho amor y con quienes no pude evitar encariñarme profundamente. Aunque fugaz, también Inés hizo lo suyo con una cena bonita y una charla larga muy cálida que nos devolvieron la energía.


En Cuenca, Ecuador, no hicimos mucho. Y sin embargo pasamos en total como doce días allá, entre comidas, reuniones, mates, charlas y salidas. Si me enamoré de Cuenca no fue solamente por sus ríos ni por la ciudad en sí, sino por esa gente maravillosa que me llenó el alma y me hizo sentir querida. Nuestro anfirtrión fue el primero, que con sus mates, sus erres corridas y su acento cuencano, nos recibió con los brazos abiertos. Dani fue de las personas con las que más me encariñé, y si no nos quedamos más días fue porque nos daba vergüenza abusar de su hospitalidad. A Dani lo sentí rápidamente como un viejo amigo: el me confiaba sus cosas, yo le daba los consejos que podía,podíamos hablar de cualquier cosa, y hasta quedarnos hasta tarde opinando sobre el mundo. A través de él también conocimos a otros dos grandes, a los primeros argentinos que vivían en Cuenca, a esos que nos invitaban a cenar y se nos pasaba la hora hablando sin parar, esos que eran como dos hermanos mayores y que no dejaban nunca de sacarme una sonrisa, de estar pendientes de nosotros, de interesarse, de compartir, de hacer programas que nos incluían. Pero no eran los únicos argentinos: estaban Brian y Gabriel, estaba Juani y su pareja francesa, Anne, y la conexión entre compatriotas fue más grande que nunca, y más satisfactoria que en ningún otro lugar. Yo me fui de Cuenca con nostalgia, y aun hoy pienso casi todos los días en la posibilidad de volver, más que por la ciudad, por la gente que conocí allá y que se quedó con una gran parte de mí.


En Ecuador hubo de todo. Nos levantó tanta gente haciendo dedo, nos recibieron tantos, nos cruzamos con tantos otros que la lista sería interminable. También fue en Ecuador que nos reencontramos por segunda vez con Abby y Elías. En ese paisito pequeño repartí tantos pedacitos de mí que cuando llegué a Colombia pensé que ya no me quedaba nada. Al principio, la dificultad para hacer dedo nos frenó de muchos encuentros. Sin embargo, todavía había lugar para más gente: ahí estuvieron todos los que nos recibieron y los que sí nos levantaron, y estuvo Mario que nos hospedó varios días y con el que nos sentimos muy cómodos, y estuvo otro Daniel en Medellín, y Natalia, que aunque los vimos poco tiempo, me alcanzó para darme cuenta de que eran grandes personas. Y ahora estoy acá, en una finca cerca de Pueblorrico, un pueblito cafetero del suroeste de Antioquia, donde nos recibió la familia de Daniel con todo el amor que necesitábamos para recuperarnos de una mala racha y de una gran desmotivación.


No sé cuanta gente más quepa en mi lista por este viaje, todavía dudo de que quede algo dee mí para repartir por el mundo. Pero apuesto que aun me quedan muchos encuentros, siempre los hay, en el momento menos esperado. Además de los que mencioné, hubo muchos otros, que me levantaron a dedo y con eso me mostraron un enorme acto de confianza y de generosidad, los que me recibieron en su casa, dejandome invadir su espacio y prestándome un lugar, y los tantos otros que crucé unas horas en un paseo, o en cualquier lugar, o con los que sólo intercambié unas palabras. Todos ellos también forman parte de este viaje, y ahí me quedaron sus caras y sus nombres grabados en la memoria.


A veces siento que cuando me fui, corté un montón de hilos que me ataban, y eso me dio más libertad. Sólo quedo uno, que atado muy fuerte era imposible de soltar, y que llega hasta Argentina, a todas esas personas significativas de mi vida. Pero durante el viaje até nuevos hilos, como amarrando en distintos puertos el ancla. Si hiciera una foto de mi imagen mental, me veo por ahí, con hilos que llegan a distintas partes del mundo pero que están lo suficientemene holgados para dejarme volar. Entonces cuando pienso que no tengo nada que escribir, que ya no hay tantas aventuras que contar, me doy cuenta que lo más mágico y lindo de mi aventura fueron todos ellos, y que, en realidad, son esas caras y esos encuentros los que me van a quedar guardados por el resto de mi vida.


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