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Las dos caras del Caribe.

En mi cabeza, el Caribe siempre tuvo dos imágenes. La primera es la de las playas de arena blanca, los mares turquesas de aguas prístinas, las palmeras de cocos y una mujer en una reposera con un sombrero que la protege del sol mientras se toma de a sorbitos el agua de coco, o quizás algún otro trago frutal, sosteniendo el vaso con sus uñas pintadas de rojo. La otra es la que cuenta Gabo en sus libros, la de Macondo, la de las culturas vivas con sus tradiciones, las danzas, las músicas, las gaitas y los vestidos de colores, la rumba, la alegría, las frutas, los plátanos, los niños de pies descalzos y ya no la imagen idealizada de un paraíso, si no la verdad más pura de sus habitantes, sus casitas, su rutina, los mosquitos, el calor, las hamacas para la siesta y las mecedoras, y quizás también la pobreza, o el esfuerzo por tener todos los días lo que haga falta.

Cuando me dirigía por primera vez a las costas del Caribe, no sabía cuál de las dos conocería, o si conocería las dos, o si en realidad el Caribe era muy distinto a lo que creía mi imaginación. Como siempre, me embarcaba hacia mi nuevo destino con la incertidumbre del qué vendrá, y con la mente abierta para recibir lo que se me presentara. Sin embargo, había ciertas ideas fijas y una fecha también fija de por medio, que la puso mi hermana con su pasaje a Cartagena. Mi hermana llegaba en avión a las cuatro de la tarde del sábado primero de agosto y se quedaba con nosotros unos diecisiete días. Para ella sería una aventura en vacaciones; para nosotros, en cambio, se nos presentaba como unas vacaciones de la aventura.

De todas formas no cambiamos nuestro estilo de viaje ni planificamos mucho más que estar en el aeropuerto cuando ella llegara; dejamos, como siempre, que las cosas siguieran su rumbo, y que el Caribe nos diera lo que quisiera darnos. Confiar en el camino es mucho más sencillo que ponerle determinaciones precisas y, esta vez, mucho más seguro e interesante que si hubiésemos anticipado destinos, alojamientos y programas. Por eso llegamos a Cartagena de la misma forma que llegamos a todos lados: a dedo. Mucho más allá de reencontrarme con mi hermana después de diez meses de viaje, Cartagena era un punto crucial en mi viaje. No sólo porque había escuchado los comentarios más lindos de esa ciudad, sino porque antes de salir, cuando le pregunté a Andy si tenía una meta y él me preguntó a mí, los dos respondimos sin saber porqué “Cartagena”. Nunca me lo había propuesto concretamente, pero en el fondo el desafío era atravesar todo el continente hasta llegar de nuevo al mar. Había empezado en Ushuaia, mirando el mar hacia el sur con el Canal Beagle, y ahora llegaría al punto en que no había más Sudamérica hacia el norte, y en donde volvía a ver el mar pero esta vez para el lado opuesto.

Mi entrada a Cartagena fue mucho menos triunfal de lo que había imaginado. No hubo bombos ni trompetas, ni un cartel grande que dijera “Bienvenidos a Cartagena”, ni un montón de casitas preciosas a los lados de la carretera. Entramos por donde se entra a Cartagena cuando se viene por vía terrestre, desde las afueras, y la fuimos conociendo con sus enormes industrias, el puerto, las chimeneas, y ese aire gris que un poco me deprimía. Si hubiese entrado como la mayoría por el aeropuerto y me hubiese tomado un taxi hasta un hotel bonito en el centro de la ciudad, hubiese tenido una visión muy distinta. Pero entré a Cartagena por la puerta trasera, después de ocho horas en un camión que transportaba lechones, con la mochila encima y las ventanillas abiertas, que en realidad no lograban sofocar el calor agobiante que nos perseguía desde Caucasia y que probablemente superaba los 40 grados. Milton, el conductor, nos dejó a dos cuadras de donde nos recibiría nuestro anfitrión de couchsurfing, en un barrio de lo más común y de lo más gris, de casitas pequeñas descoloridas con rejas blancas repetidas una al lado de la otra. Y allá llegamos, a un edificio que rompía con la baja estatura del barrio y que se llamaba, irónicamente, Hotel Buenos Aires. Mario vivía en el último piso, porque había heredado de su padre el negocio del hotel, pero en realidad era un politólogo que recibía gente continuamente, y que antes de empresario había sido viajero, mesero y DJ. Así que nos pusimos al día enseguida: Mario nos habló de historia y política colombiana, de su vida y nosotros le hablamos de la nuestra.

El hecho de estar alejados de la parte turística nos enseñó de Cartagena su otra realidad. Por ello, Cartagena se nos presentó como una mezcla de las dos visiones que tenía del Caribe. Durante la mañana, por el calor insoportable, nos quedábamos en la casa, hablando con Mario y con mi hermana, cocinando, y saliendo a hacer las compras por el barrio autóctono de la ciudad, donde la gente se sienta en sus sillas de plástico en la vereda y se sorprende de vernos caminando por allí donde nunca pasaba un gringo. A la tarde nos convertíamos nosotros en gringos, cámaras en mano,

y nos íbamos en una buseta hasta la ciudad amurallada, donde de pronto todo era colorido y bonito, de los balcones colgaban flores, de las paredes los faroles que se prendían al atardecer, y por las calles atestadas de personas bien vestidas caminando despacio y hablando en mil idiomas pasaban los carruajes tirados por caballos, haciendo que pareciera todo un escenario montado para una película. En el fondo, así es. Volvíamos a la noche a nuestro barrio, en otra buseta, y encontrábamos otra vez a los hombres tomando en las esquinas, los mercados y las tiendas típicas, los locales que vendían almuerzos al mediodía y ahora estaban cerrados, las mujeres caminando con bolsas de alimentos, las familias en sus sillas de plástico y mecedoras atrás de las rejas viendo pasar la tarde y el gris que a pesar de que algunas casas estuvieran pintadas de colores a mí me quedo grabado para el resto de la ciudad. El centro, la ciudad amurallada, resultaba tan lejana a ese barrio que podía decir que eran ciudades distintas e incluso parecían países distintos. Creí que Cartagena era lo atípico del Caribe y que todavía debía encontrar uno de mis dos Caribes imaginarios, así que seguimos rumbo.

Tal vez porque estaba mi hermana, que buscaba playas y mares cristalinos, o porque nosotros también estábamos necesitando un poco de descanso y comodidad, elegimos sin darnos cuenta los destinos más turísticos y conocidos de la costa y buscamos inconscientemente mi primera imagen. Dejamos de lado la opción de ir a conocer a los indios de La Guajira, y nos fuimos a Santa Marta. Desde allí, aprovechábamos la comodidad del apartamento que nos prestó Mario para visitar los alrededores: Taganga, Minca y el Parque Tayrona. Taganga rompió con mi imagen del Caribe puro, el agua caliente y las playas blancas, para mostrarme unas playas sucias repletas de basura, llenísimas de gente, de niños gritando, de gringos intentando tomar sol mientras los hombres de las lanchas se les abalanzaban encima para que hicieran un tour, como en Barú, en donde encontramos el agua prístina y la arena blanca pero en donde no se podía contar hasta tres sin que un vendedor se le pusiera a insistir a uno hasta el punto de meterse en el mar a perseguirlo para venderle un paseo en banana, mientras una lancha con su motor y su olor a combustible se acercaba y se frenaba al lado.

El Parque Nacional Tayrona, en cambio, era muchísimo más bonito, más la imagen de un protector de pantalla, más mi primera visión. Las playas eran hermosas y el mar, aunque no estaba caliente, era turquesa. Había una playa al lado de la otra, para todos los gustos, aunque hubiera que caminar una hora con el calor agobiante de la costa caribeña. Había palmeras, como me imaginaba, y plantas, y sierras, y animales. Y por supuesto que había gente, porque para colmo caímos justo para el fin de semana largo de la independencia de Colombia, pero muchísima menos que en los otros lugares, así que descansar, leer, y disfrutar de la playa eran actividades mucho más posibles. Pero el Tayrona, aunque es un parque nacional, está concesionado a un gigante, mientras se compiten entre otros gigantes esa misma concesión, porque, ninguna novedad, el Parque es un enorme negocio. Por ello, todo dentro del Tayrona es ridículamente caro y a mí me pareció la imagen más cruda y verdadera del consumismo: el que más tiene, mejor la pasa. Se puede dormir en carpa, en un camping sin luz, o en un lodge de 400 dólares la noche, y se puede llevar cantidades de litros de agua para no deshidratarse, o se puede comprar ahí mismo, a un precio tres veces mayor que en cualquier supermercado. No dejé por ello de disfrutar los días en sus playas, aunque muy lejos de ser la señora de sombrero tomando agua de coco en una reposera. No era ni un Caribe ni el otro, y a mí un poco me angustiaba ese criterio empresario para una maravilla natural que debería ser abierta para todos.

Así que seguimos viaje. Jorge, quien nos había levantado hacía unos días atrás camino a Santa Marta, nos había invitado a un departamento que tenía frente a la playa de Rodadero. Volvimos del Tayrona y lo llamamos. Ahí estábamos al día siguiente, en un resort cinco estrellas con jacuzzi y pileta climatizada, y con un portón que daba al mar. Ahora sí, sentada en una reposera mirando el mar, en las vacaciones más perfectas y tranquilas de mi vida, mientras me devoraba por segunda vez “Cien años de soledad”, me reía de haberme convertido en la mujer del sombrero. Había buscado tan fuerte la imagen del Caribe sin saberlo, que terminé por estar en una de las dos, y era la primera. El libro que leía se me hacía de un mundo tan lejano e inverosímil como cercano en el mapa, porque literalmente, estaba a pocos kilómetros de donde estaría Macondo si hubiese existido. La combinación de mi realidad y la de la novela me hacían reír y nuestras vacaciones de lujo, después de un mes durmiendo en el piso, viviendo de lo más básico, nos enseñaban que en nuestro viaje puede ocurrir cualquier cosa y que hay que estar abiertos para recibir lo que sea. Porque la verdad es que disfruto tanto el departamento en la playa como los días en la selva, sobretodo porque contienen en su inicio la magia del encuentro con el otro, que se había dado esta vez haciendo dedo en la ruta y que no hubiera ocurrido si decidíamos tomar el bus de las tres de la tarde aquel día, como propuso Andy, en vez de esperar unos veinte minutos más para que nos levantara Jorge.

A puro lujo, en el resort de Jorge.

Después de cuatro días de puro relax y lujo, de comerme el libro y disfrutar del ocio más puro y feliz, nos fuimos para Barranquilla, donde Jorge nos recibiría en su propia casa. Continuamos con nuestro lujo extremo, casi irreal en el viaje mochilero que pensaba hacer mi hermana, y yo me convencí de que sólo conocería esa cara del Caribe y que debía volver en un futuro para conocer la otra. Incluso me entristeció saber que había dejado de lado el Caribe autóctono, aunque había disfrutado el confort y era lo que surgió en el camino, cuando en el Museo del Caribe descubrimos un montón de etnias y tradiciones que yo no había visto ni de lejos. Salí del Museo con la sensación de que no había conocido nada, que había hecho de mi encuentro con la costa definitivamente las vacaciones de mi aventura. Esa noche, Jorge nos llevó a cenar a La Cueva, el bar donde solía juntarse García Márquez con muchos otros intelectuales colombianos, y que hoy se convirtió en un restaurant de élite. De pronto, apareció una banda de millos y se puso a tocar en vivo. La gente se levantó de las mesas con su ropa elegante, dejó sus licores, sus copas de vino y naturalmente, como si le saliera de adentro, se puso a bailar en parejas la tambora que sonaba con la alegría caribeña. Sonaban los tambores, las flautas y los cantos, provenientes de unos hombres vestidos de blanco con un pañuelo rojo y los sombreros típicos. “La tambora es una mezcla de la música africana que trajeron los esclavos, con el tambor, y la indígena, con sus flautas.” Me explicó Jorge. Yo estaba fascinada. En medio del tumulto de gente elegante bailando apretada, de la música fuerte y alegre, entendí que no había conocido un solo Caribe, porque no existen por separado. Porque el Caribe existe como los dos, con sus lujos y sus aguas prístinas y sus hermosas playas, y también con sus ciénagas, con las sillas de plástico y las mecedoras, con la salsa, la tambora y las miles de otras músicas, con esa naturalidad que tienen los costeños para levantarse a bailar y llevar adentro, a pesar de las apariencias, el Caribe caliente y alegre de la flauta y los tambores. Y había visto mucho más de lo que creía. Aunque había ido sólo a los lugares turísticos, había visto su lado más superficial, sus hoteles de lujo, sus vestidos elegantes, sus comodidades, su consumo despilfarrado en los estratos más altos, sus precios exuberantes pensados para extranjeros; había también visto a los niños descalzos en la calle, había visto su carencia, sus casas precarias metidas en la ciénaga o en terrenos usurpados que parecían inhabitables, había visto el calor de su gente y de sus bailes, y sus comidas, había probado el cayeye y el arroz de coco, y escuchado sus músicas, y sólo entonces me di cuenta que el Caribe no es una cosa u otra, sino un cambalache de las dos, que aunque se quieran o se odien son inseparables.

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