top of page

La cajita de sorpresas colombiana.

Cuando llegamos a Colombia, hacer dedo nos fue imposible. Estuvimos más de cinco horas al rayo del sol en la ruta a la salida de Ipiales, viendo pasar un auto tras otro con conductores que ni siquiera nos miraban y que, a veces, se alejaban de nosotros a toda velocidad cruzándose de carril. Cayó la noche y decidimos tomarnos un bus. Estaba indignada. Había dejado Ecuador sin estar lista para dejarlo y Colombia me recibía ignorándome. Quería llorar. Pensé que me sería imposible recorrer ese país basándome en la amabilidad de su gente, que es mi forma de viajar. Pero me equivocaba.

En Cali nuestro anfitrión nos explicó que en esa zona del país, la guerrilla ha estado latente desde sus comienzos, y que su gente se ha vuelto de lo más desconfiada. Además, justo llegamos para el feriado largo de la independencia y habían dinamitado la ruta a esa altura, por lo que los medios habían recomendado no levantar a nadie que estuviera haciendo dedo y que tuvieran mucha precaución. Me había equivocado: no era ignorancia sino miedo. Y me dio un poco de tristeza por esta sociedad golpeada y atravesada por un conflicto sin fin que se ha metido hasta los huesos y hoy se aloja en la cabeza de la gente.

Colombia nos recibiría mucho mejor que aquellas cinco horas al sol sin frutos; de hecho, Colombia fue una caja de sorpresas y de hechos insólitos, de esos que te recuerdan que en un viaje, y en la vida, puede pasar cualquier cosa. Nuestra estadía en Cali fue de lo más atípica: yo llegaba a esa ciudad esperando bailar salsa todas las noches y encontrándome un lugar tropical. Pero en cambio, Cali fue un cambalache de otras cosas: aprovechamos para parchar oficialmente por primera vez y vender nuestra primera foto-postal, apreciamos la vista de la ciudad que tenía la casa alejada del centro donde nos hospedamos, y pasamos una noche divertidísima en un bar

gay, cantando Sandro y tomando whisky hasta las seis de la mañana, con dos de las más graciosas locas que conocí, una pareja divina que quería viajar como nosotros pero no se convencía y que me enseñaron un poquito de salsa, y un ricachón que llevaba una doble vida


hacía 25 años. Además, llamativamente, Cali me hizo acordar enormemente a mi ciudad, a sus barrios, lindos y feos, su movimiento, sus noches despiertas, sus calles con arboledas, los sectores bonitos con arquitectura colonial como San Antonio, las mujeres y los hombres vestidos a conciencia.

Cuando decidimos irnos, estaba latente el miedo de volver a hacer dedo en Colombia, de que funcionara, de que era un nuevo país y una nueva sociedad, y nuestro primer intento había fallado rotundamente. Pero, de nuevo, Colombia me sorprendió. Cuando pregunté en la chiva a una persona qué otro bus debía tomar para la salida, toda los pasajeros parecieron preocuparse por nosotros y entre todos nos explicaron que debíamos hacer. Parecía una asamblea popular, y allí estaban los caleños debatiendo que opción era mejor para nosotros. Una señora nos acompañó hasta la parada de ese bus y nos saludó con un “cuídense”. El chofer nos terminó cobrando menos y nos indicó exactamente para dónde dirigirnos. Mientras caminábamos hacia un mejor lugar para pararnos, yo iba igual con el pulgar levantado, por las dudas. En eso paró una camioneta, mucho antes de que nosotros nos instaláramos en algún sector puntual. Así nos subió Alex que, por casualidad, también iba hasta Pereira. Alex, un policía vestido de civil que no estaba en servicio, jamás había levantado gente en la ruta, y nosotros éramos su primera experiencia. Viajamos comodísimos, respondiendo a todas las preguntas que le surgían a Alex sobre nuestra aventura, porque tampoco había escuchado a nadie hacer lo mismo. En el fondo, como otros colombianos con los que habíamos hablado de nuestra experiencia, se le notaba en sus preguntas ese miedo tan inserto en la gente de este país. Decirle que habíamos tenido sólo buenas anécdotas, que jamás nos había pasado nada, que hay mucha más gente buena en el mundo de la que creía, era como traer un mensaje ilógico de otro planeta. Tal vez nuestra historia y haber sido su primera experiencia de levantar extraños fue un pequeño gesto para erradicar ese miedo.

En Pereira sí bailamos salsa. Más bien, vimos bailar, porque nosotros no le llegamos ni a los talones al movimiento y la energía bailarina de los colombianos. Pero Pereira también fue nuestra prueba de fuego en ventas: nos fuimos una mañana hasta la Florida y vendimos muchísimo, con una estrategia distinta, parándonos a hablar con cada uno que pasaba, porque entendimos que a los paisas les gusta charlar, y ahí, con el trato directo, son las personas más amables del mundo. Y también en Pereira tomamos nuestro primer verdadero café colombiano. Estábamos en tierras cafeteras, y aunque habíamos tenido que saltear los pueblitos que nos interesaban del eje, no podíamos dejar de hacerlo.

Finalmente continuamos viaje: mi hermana llegaba a Cartagena el sábado y debíamos atravesar todo el país para llegar a tiempo. Decidimos entonces hacer el tramo Pereira-Cartagena sin parar, pero siempre a base del dedo. Y otra vez, esa mezcla de lo impredecible con lo alocado, de no saber cuándo ni cómo llegaríamos, pero creer a ciencia cierta que llegaríamos. Así nos paró primero Alberto. Cuando le preguntamos a donde iba y nos respondió Cartagena, no lo podíamos creer. ¿Tan fácil sería? ¿Así nomás, Pereira-Cartagena de un tirón, en un solo vehículo? Estábamos felices. Ya teníamos la garantía de llegar y nos subimos al camión. Lo que no sabíamos era que la ruta a Medellín iba en subida por la cordillera, llena de curvas, y que el camión de Alberto estaba pesadísimo, por lo que difícilmente superábamos los 30 km por hora, cuando en promedio no pasábamos los 20, y que Alberto frenaba cada 20 minutos para hacer algo nuevo: tomar un jugo, firmar unos papeles, cargar combustible de contrabando, comprar un repuesto para el camión, etc. Tardamos doce horas en hacer lo que se hace en seis o siete, y cuando esa noche finalmente estacionó para dormir y nos dijo que seguiría al día siguiente a las tres de la mañana, le dijimos que seguiríamos por nuestra cuenta. No sé bien porqué; teníamos garantizada la llegada a Cartagena esa misma noche, no importaba la velocidad a la que fuera. Pero para mí hacer dedo no es sólo una forma de transportarme, sino más bien, lo alocado de la aventura, del no saber qué puede pasar, de abrirse a lo insólito. Y con Alberto ya no era ni aventurero ni insólito. Era seguir avanzando despacito por una ruta recta, casi sin hablar porque él no hablaba mucho, y a mí la idea de pasar otro día así me aburría. Decidimos entonces probar nueva suerte y abrirnos otra vez a la aventura. Habíamos avanzado bastante, pero todavía quedaban unos cuantos kilómetros para llegar a la costa caribeña.

Pulgar al viento, otra vez echar los dados a la suerte, ¿qué puede ocurrir en Colombia? La cajita de sorpresas se abre de par en par y hay que estar preparados para lo que vendrá, porque nunca se sabe. Si quiere una aventura insólita, haga dedo en Colombia. Primero nos levantó Oscar con su padre Elías. Ellos iban hasta ahí nomás, a una finca que tenían donde producían ganado para lácteos. Elías vestía un sombrero con una insignia de caballo, unas botas de goma, y una camisa que se le metía naturalmente en el jean. Era la imagen perfecta de un hombre de campo. Oscar, en cambio, tenía un buzo abierto y escuchaba Arjona. Paramos en una suerte de restaurant y Oscar nos preguntó si habíamos desayunado. Le respondimos que no, sabiendo que habíamos deseado eso antes de subirnos porque la noche anterior tampoco habíamos cenado. “Bien, yo los invito”, nos dijo, y nos sentamos los cuatro en una mesa a tomar café con leche y pan de queso santarosino. Cuando terminamos de desayunar, Oscar nos ofreció plata. Le dijimos que no hacía falta, que no era necesario, que ya había hecho mucho por nosotros al invitarnos en desayuno y subirnos a su camioneta. Insistió y nos dejó mucho más de lo que creíamos. Luego nos bajó en un peaje para que siguiéramos nuestro camino y nos dejó su tarjeta: “Cuando vuelvan a pasar por acá, me llaman y se quedan en mi finca unos días.”

Hubo que esperarlo pero cuando vino el segundo supimos que valía la pena. Se llamaba Juan Santiago, y también, como el policía de Cali, era la primera vez que levantaba a alguien. A mí


me gusta cuando pasa eso, siento que si somos una buena experiencia, les doy una pequeña esperanza sobre el mundo, un mensaje de que no somos todos tan malos como creemos, de que no todos tienen malas intenciones. Juan Santiago era un finquero que producía carne vacuna y que había ido a nuestro país para conseguir embriones de buenas vacas. Nos contó muchas cosas de Colombia, y como todos, también preguntó mucho. Nos habló de frutas tropicales y nos hizo probar zapotes. Después paró en el río El Pescado. “Nunca me metí, paso siempre pero nunca me metí” nos dijo. Y entonces nos pusimos los trajes de baño y nos tiramos al agua cristalina. Yo me reía, porque hacía tiempo venía hablando de que moría de ganas de meterme en un río, y todo lo que pedía se cumplía: Andy había pedido al universo alguien que parara a desayunar y hasta había especificado el modelo del auto, y así había sido Oscar. Yo pedí el río, lo pedí antes, pero llegó ahí, en el medio de un trayecto a dedo. Y después Juan Santiago nos invitó a almorzar, habíamos hablado tanto de carne que nos llevó una parrilla y para nosotros tener carne asada sobre la mesa era casi un milagro. Nos despedimos como viejos amigos y fue Wilbert quien nos sacó de Caucasia y nos llevó algunos kilómetros más adelante, asombrado como todos de lo que estábamos haciendo (¡y a nosotros nos parece tan natural!).

Parados en la ruta, a cinco horas de Cartagena, sentíamos ya el estar cerca de nuestro destino. Pero el calor era agobiante, insoportable, y era la peor hora de la tarde. Fueron tres horas durísimas por ello y cansadoras. Cuando veía que bajaba el sol y que llegar a Cartagena en ese mismo día parecía muy difícil me empecé a desesperar. El sol nos había deshidratado y ya no nos quedaba más agua, estábamos en el medio de la nada y no teníamos tampoco comida. Para colmo, moría por una ducha, porque tres horas de sol directo nos habían hecho sudar como caballos. No dormiríamos allí. La cajita de sorpresas no se había cerrado, y ahí paró Justiniano más bien para responder un mensaje que para levantarnos, pero cuando le fuimos a pedir casi rogando que nos sacara de allí nos abrió la puerta. Su plan era dejarnos en el siguiente pueblo, y el nuestro era seguir probando el dedo hasta que se hiciera de noche para ver si llegábamos (¡estábamos ahí nomás!). Sin embargo, el destino fue muy diferente. Paramos un ratito en su finca porque tenía que buscar algo para seguir hasta el pueblo y nos terminamos quedando a la noche, en esa casa de campo lindísima que tenía. Nos dio permiso para poner la carpa afuera y además nos invitó a ducharnos, a lavar ropa en la lavadora, y a cenar. Nos prepararon la cena y nos quedamos charlando y tomando tinto en el porche de su casa un buen rato. Dormimos bien, muy bien, y a la mañana desayunamos como reyes. Salimos de la casa agradeciendo enormemente esa parada y esas dos duchas que nos refrescaron del calor insoportable de la zona, y nos paramos en la puerta a seguir nuestro trayecto. En menos de veinte minutos, Milton dio la

vuelta con su camión para venir a buscarnos, nos había visto y pasado de largo, y por algún extraño motivo decidió llevarnos. Otra vez, éramos su primera experiencia, y encima, iba derecho a Cartagena. ¿Qué más pedir? ¿Cómo arrepentirme de haber dejado a Alberto y seguir nuestro camino en busca de nuevas aventuras cuando todo lo que me dio Colombia fueron sorpresas insólitas? Ahí estábamos, ahora sí, rumbo directo a Cartagena, con una parada corta para bajar los lechones que llevaba en el tráiler en una carnicería y con las mochilas encima.

Llegamos a Cartagena a las cuatro de la tarde, y fue gracias a la amabilidad de la gente, a la cajita de sorpresas colombiana. Ahí estábamos, finalmente, al borde del mar Caribe, otra vez en el Atlántico, se habían terminado los Andes y tomé conciencia de que había atravesado todo el subcontinente, de Ushuaia a Cartagena, de una punta a la otra. ¿Y ahora qué sigue? No lo sé, en Colombia se puede esperar cualquier cosa, y aquí estoy yo para recibir lo que sea.

Compartí este post:

bottom of page