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Cómo enamorarse de un país.


Para mí fue amor a primera vista. Al menos de mi parte. Él ya estaba ahí, como esperandome, pero yo estoy segura de que le encanta estar con otras. No me importa. No pretendo ser la única, porque tampoco es tan difícil enamorarse de él. Es de esos niños tímidos que pueden pasar desapercibidos pero cuando te acercás un poco y le empezás a hablar te das cuenta que es hermoso, que tiene todo, que ahora morís de amor por él y tenés miedo de que no te acepte. Pero él acepta fácil. Y te recibe, casi que te abraza apenas te conoce. Es como si hubiera esperado a alguien que lo rescate de su timidez y como si supiera que vos ibas a ser esa persona. Y te está abrazando y no entendés cómo reacciona así cuando crees que sos vos la que debería estar haciéndolo. Te preguntás porque no te diste cuenta antes, ¡cómo no lo viste! Es que es chiquito y se mantiene al margen. Los otros chicos que lo rodean lo opacan porque son enormes, y tal vez más rudos. Pero él es mucho más lindo, más tierno, y mucho menos exquisito. Pero yo lo ví. Vi que me miró y me acerqué. Y fue nuestro primer contacto, así como el primer beso.

Desde entonces no hubo vuelta atrás. Me enamoré. Era imposible no hacerlo. Me recibió así, tan fácil, tan natural, y tras toda nuestra historia de amor me dejó ir sin ponerse triste, porque sabe que volveré, o porque él nunca está triste. Ecuador es así, hermoso, atrapante, alegre. Nunca pensé que podría enamorarme de un país, y menos de él, tan chiquito, tan insignificante en un mar de países grandes. ¡Pero es tan distinto a lo que imaginé! Ecuador me presentó todo lo que tenía de a poco, y yo no paraba de asombrarme de que conuviera cosas tan diversas con su tamaño, de que tuviera tanta vida, tantos colores, tanto amor para dar. En menos de dos horas se puede pasar del calor tropical, verde, lleno de bananos, al frío de la sierra, de cultivos de altura como la quinoa, el sonido de los ríos atravesando valles, subiendo y bajando en relieves caprichosos. Así fue mi primer impacto. Pasé la primera primera parte con mucho calor y cuando llegué a Cuenca por la noche, tenía un frío horrible y el abrigo muy guardado en la mochila. Cada vez que cambié de ciudad me pasó lo mismo. Salí en musculosa y shorts y terminé con campera, o empecé abrigada y al rato ya quería desnudarme.

Con Ecuador hice todo lo que pude y él me mostró. Había más, y me hubiera gustado verlo. Pero aunque parezca mentira, ¡conocer todo ese país lleva mucho tiempo! Conocí sus sierras, tan distintas en cada pueblo, y me enamoré de ellas. Sus ríos, sus ciudades coloniales, sus pueblitos pequeños y tranquilos, llenos de paz, como Vilcabamba. Conocí sus ciudades grandes y atareadas, que viven casi sin frenar, como Guayaquil, que soporta día y noche el calor agobiante y el ir y venir de tantos autos y personas que van de una punta a la otra. Conocí sus playas, las más lindas y las que no lo son tanto, su mar salado y caliente, sus arenas blancas e incluso arenas negras, sus costas tranquilas y las más pobladas de visitantes temporales, y las playas de palmeras, como siempre las había imaginado pero jamás había visto. También conocí su selva, esa selva Amazónica tan diversa, tan grande, tan necesaria para la vida del planeta. La conocí con su gente indígena, su gente humilde, y con sus dificultades, con sus sonidos, el bochinche de la selva, que es muy distinto al de la ciudad, los ruidos son otros y vienen de todas partes y a veces, para uno que no sabe, son indistinguibles. Conocí muchos misterios de la selva, que los tiene por montones, y sus ciudades feas calurosas, húmedas, metidas como intrusas en ese ambiente natural rodeado de ríos marrones, anchos, tan distintos a los de la sierra, y los mosquitos, los bichos, las arañas, los grillos, y también monos, y chanchos, y loros y todo eso. Conocí y probé también todo lo que pude: el tomate de árbol, la naranjilla, las empanadas de verde y todo lo de verdes, los patacones, los chifles, los bolones, el tigrillo, el café lojano, el delicioso chocolate, los quimbolitos, el morocho, la jaiva, los encocados, el corviche, la comida de mar, como el pescado frito, el calamar o los camarones, su aguardiente de caña, la caña solita para chupar, los hornados, los encebollados.

Conocí mucho y conocí poco. Pero igual salí enamorada. Ecuador fue un antes y un después. Y yo no sé bien qué fue. Si fueron sus paisajes, su clima, sus colores, o fue su gente. Probablemente fue su gente. Jamás me había sentido tan a gusto y tan bien recibida como lo hicieron conmigo los ecuatorianos. Todos ellos, los de la costa, los de la sierra, los de la selva. Los de distintas provincias. Su gente me cautivó. Ecuador tiene una gente tan linda, tan hospitalaria, tan amable. Y he recibido de ella las sorpresas más lindas, los abrigos más necesarios, las ayudas más útiles, y el interés ingenuo de conocerme y conocer mi historia. Hemos dormido en casas de lo más diversas y conocido personas de todos los niveles sociales, y todas ellas han dado lo mejor de sí para que nos sintieramos bien. Nos han levantado muchísimas personas haciendo dedo, y todas ellas lo hicieron un poco por curiosidad y otro poco por esa generosidad intrínseca de los ecuatorianos. He escuchado muy lindas historias, otras más tristes, algunas de amor y otras medio alocadas. Pero todas ellas fueron un signo de confianza que me llegó al corazón, esa gente desconocida que se abrió conmigo, que me contaba cosas suyas y esperaba de mí que hiciera lo mismo, por eso preguntaba todo lo que podía. Ecuador me dejó un montón de nombres, de momentos, de caras registradas que sólo pueden en el futuro sacarme una sonrisa.

Pero también Ecuador se encargó de darme un profundo aprendizaje. Una noche, mientras cenaba a solas con Andy porque nuestra anfitriona guayaca, Katherine, todavía no había vuelto del trabajo, le dije que quería más aventura. Que hacer dedo y dormir en casas de desconocidos habían dejado de ser novedad hacía mucho tiempo para mí, y si bien ambas actividades me gustaban mucho, ya eran más bien una costumbre, una forma de viajar. Pero tenía hambre de nuevas aventuras, entrar en la selva era una de ellas, y había otras que necesitaba, aquellas que me sacaran de mi zona de confort. Y como hay que tener mucho cuidado con lo que se desea, Ecuador me dio lo que le pedí, aunque de forma suave para que fuera una lección y no un calvario. Esa aventura, ese abandono de la “zona de confort” comenzó aquel mediodía en que nos levantaron a los dos y a nuestros dos amigos en una camioneta y nos llevaron al Coca. A partir de ahí, fue como si me hubiera abierto a lo que tuviera que ser, como si de pronto me dejara llevar por la magia de viajar y por lo que se apareciera en el camino. Esa noche dormimos en un cuartel militar y luego pasamos unos días en la selva sin baño ni ducha ni otras varias comodidades (si querés saber más de esta experiencia, hace click acá). Cuando volvimos de la selva dormimos esa noche en un hostal medio destruido, con ducha de agua helada y una cama de una plaza para los dos, y sin embargo, a mí el hecho de tener una ducha después de haberme bañado con el agua fría del río, y una cama, después de diez días o más en el piso (estábamos acampando desde Puyo), era un lujo. Y además, teníamos ahora cerca un supermercado y tiendas para comprar verduras, lo que hacía días que no teníamos. De pronto todo ello se me presentó como una comodidad extrema, como una suerte que me venía a mí y debía agradecer. Durante varios días más, o semanas, las comodidades que siempre había tenido en Buenos Aires y nunca me había dado cuenta me faltaron. Por suerte, nunca me faltó comida ni lugar para dormir, aunque fuera adentro de la carpa en una estación de servicio. Pero la carencia de cosas que siempre había considerado básicas en mi vida cotidiana y en mi infancia me hicieron revalorizarlas y darme cuenta de la suerte que tengo de poder contar con todo ello: con una cocina, una ducha, una cama, una almohada, un baño con inodoro, la posibilidad de conseguir comida cerca. Todo ello, de repente, se convirtió en una lista de lujos. Ecuador quizo darme lo que pedí: un desafío, algo que me descolocara, la aventura de abrirme a lo que tuviera que ser. Quiso enseñarme a vivir con menos y a aprender a valorar. A estar tranquila y feliz con poco o quizás, con menos que siempre. Y a ver un poco lo esencial de la vida, lo necesario.

Todo lo que ocurrió en Ecuador fue parte de esa aventura insólita: nos levantó un bombero justo cuando todas las calles en Quito estaban cortadas y él era de los pocos que tenían paso; nos invitaron a comer a seis personas y nos obligaron a tomarnos la sopa aunque hicieran 35 grados; una mujer que nos llevó a los cuatro hasta Santo Domingo quiso pagarnos los pasajes hasta Pedernales; nos dieron de probar caimán y vivimos en la selva; dormimos en la playa y experimenté la sensación de libertad más profunda, cuando me levanté con calor, salí de la carpa y corrí hasta el mar, a pocos metros, y nadé un rato largo en las olas calmas, escuchando ese sonido misterioso de las mañanas marinas, viendo a lo lejos los botes pesqueros a través de la neblina y mirando al cielo repleto de pájaros volando sobre mí con el silencio absoluto de los oídos bajo el agua. También fueron parte de esa aventura toda la gente que conocí, sus historias, los amigos que nos hicimos, las comidas que probamos, los días relajados en la playa, y el amigarme con la naturaleza, que siempre está ahí en Ecuador, como al alcance de la mano, como ese día el mar, y otras veces las naranjas que tomábamos de los árboles en Vilcabamba, o los arcoiris, o el sonido del río al irme a dormir en Cuenca, o las iguanas en el parque de iguanas en Guayaquil, e incluso en Montañita, por ahí paseando, y el sol, y la lluvia repentina, los caminos verdes del norte, de Esmeraldas, que parecen un escenario de una película, los pescados recién traídos del río, los pájaros y monos gritando por las noches en la selva, y todo eso, el mundo como un aleph, reducido a un pequeño país, como si él contuviera todas las maravillas en potencia.

Tal vez por ello me enamoré de Ecuador. Por todo eso. Por su gente y sus paisajes, por su naturaleza y sus desafíos. Por las experiencias. Por la aventura. Por lo que aprendí Por lo bien que me recibió, porque me sentí acogida. Ahora que lo pienso, tal vez él también se enamoró un poquito de mí, y por eso quiso retenerme, mostrándome lo más lindo, acariciandome, cuidandome, y poniendo delante de mis ojos y de mi corazón lo más que pudo. Está bien, Ecuador. Hiciste un buen trabajo. Ya volveré, porque siempre quedarás en mi memoria como uno de mis primeros amores, como el primer país del que me enamoré.


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