top of page

Días en la selva y como se cumplen los deseos.


—¿Cómo se dice gracias en waorani?- le pregunté a uno de los primos que estaba sentado en una hamaca.

—Iregua.

—¿Y tienen una linda familia? ¿Y volveré?

—Di “wakerani bito quirinane. Okemepomoi.”

—Bien. “Wakerani bito quirinane. Okepomoi.”- le dije mirando a la madre y al resto de la familia.

—¡Iregua! Wagoi –me respondió ella, diciendome que me vaya bien. Luego dijo otras palabras que no entendí y nos saludamos con un pequeño abrazo.


Cuando nos subimos a la canoa y empezamos a alejarnos de la orilla desde donde nos saludaba toda la familia, me empecé a sentir extraña. No podía creer que había estado allí, con una familia waorani auténtica en su casa de la selva. Repasé los cuatro días anteriores y me parecía mentira: no sabía si los había soñado o si los había vivido realmente. Había deseado tan fuerte que ocurriera que ahora no estaba segura de cómo había llegado hasta ahí.

Poca gente sueña con fuerza vivir con una familia indígena en el Amazonas. Y no digo vivir en un lodge cómodo para ver como espectadora a unos indígenas con taparrabos que danzan para mí a cambio de dinero. Yo soñaba con conocer realmente cómo viven aquellos que aún habitan la selva, y para mí ese sueño era parte de la meta de mi viaje. Porque si bien en mi viaje hago un poco de todo, lo que me motiva es aprender cómo viven los otros en distintas partes del mundo, es adentrarme en las culturas, involucrarme con la gente de cada país, saber qué comen, que disfrutan, que les gusta, cómo aman, cómo enseñan, cómo festejan, cómo piensan. No siempre lo logré, o no siempre me las rebusqué lo suficiente para descubrirlo. Y sabía que buscar eso de una familia del Amazonas no era nada sencillo. Las formas que conocía para entrar al Amazonas no cumplían mi meta: conocía a viajeros que habían navegado por el río varios días hasta Iquitos y algunos incluso habían seguido viaje por el Río Napo hasta el Ecuador. Pero ellos sólo habían visto la selva desde afuera, ya que una vez en la ciudad, cualquier intento de adentrarse tiene un costo no accesible para viajeros como nosotros y quizás para muchos otros. La segunda opción era esa, pagar fortunas por un tour de varios días con un guía que te muestra plantas y animales, quizás alguna comunidad que te está esperando disfrazada (más bien esperan tu propina), quizás dormir en un lodge alejado del ruido con una cama cómoda y un baño privado, para experimentar en carne propia “la vida en la selva”. Y la última opción, más accesible pero menos interesante en cuanto a mi objetivo, era elegir un destino de la ceja de selva y no tan adentro, y al menos sentir que uno estaba cerca del Amazonas .

Yo sabía lo que quería. Y sabía que soñar es gratis y que los deseos más descabellados también se cumplen. Mi deseo me resultaba bastante descabellado: ¿cómo haría para conocer a una persona de la selva que me dijera sin problemas que me llevaba a su casa? ¿cómo llegaba a él? ¿cómo encontraba lo auténtico, lo real, y no un teatro para los turistas? Creí hallar mi respuesta a través de un amigo, que me recomendó un contacto en Puyo perteneciente a la comunidad kichua. Puyo se apareció entonces en nuestro mapa mental y tuvimos incluso que apurarnos para llegar a tiempo a encontrarnos con él, dejando de lado pueblos que nos interesaban y haciendo caso omiso a las ganas de quedarnos en Vilcabamba unos días más. Además, invitamos a nuestros buenos amigos, Abby y Elías, los que conocí en Futalefú y con quienes pasamos año nuevo. Ellos debieron apurarse más que nosotros; todo fuera por el reencuentro.

En la ciudad de Puyo nos recibió la familia de nuestro contacto. Aunque viendo televisión y vestidos con ropa común, era una familia kichua auténtica. El padre nos contó como su abuelo, hacía años, había puesto el nombre a la ciudad tras haberla descubierto, porque Puyo en kichua era algo así como neblina que siempre está. En ese momento, sentía que lo había logrado, que tendría una experiencia increíble, aunque un poco me planteaba el habernos apurado tanto y haberlos apurado a nuestros amigos. Cuando llegaron me olvidé de todo; estaba feliz de verlos y no paramos de hablar hasta tarde, contándonos todo lo que nos habíamos perdido los unos de los otros en estos seis meses de separación viajera.

Pero las cosas no resultaron como esperaba, si no todo lo contrario. Si bien nuestro contacto era un auténtico kichua, su autenticidad me enseñó que estaba muy lejos del estereotipo forzado de indígena y mucho más cerca de una civilización bien penetrada con sus peores cosas: el interés por el dinero, la música electrónica o el reggaeton (que cortaban la paz de la “selva”), y sobretodo, el alcoholismo. Enseguida nos dimos cuenta que lo único que quería nuestro contacto era sacar plata pero sin trabajar, para colmo, usando couchsurfing de por medio. Vimos también como él (y a veces su familia) se aprovechaban de los gringos que invitaban pidiéndoles cosas o dinero prestado que nunca devolvían. En parte lo había logrado. Había visto la realidad de esta gente en vez de un teatro falso de hombres y niños pintados danzando bailes ancestrales. Pero la verdad es que no conocimos ni un poco cómo vive una familia en la selva, porque ellos no vivían en la selva, sino que usaban su cabaña a pocos metros de la ruta para llevar turistas y después volvían a su casa y su vida en la ciudad.

La relación con nuestro anfitrión se cortó cuando la primera noche se emborrachó al amanecer con las cervezas que nosotros habíamos pagado y quizo llevarnos esa mañana de excursión como habíamos quedado pero sin dormir y emanando olor a alcohol, y sin embargo, cobrandonos lo mismo que gana cuando hace excursiones formales a través de una agencia. Dejamos la excursión para el día siguiente y fue sin embargo un fiasco. Nos llevó a dos supuestas aldeas indígenas que estaban completamente vacías salvo por la persona que se encargaba de cobrar, en donde había un puesto de venta de artesanías con muebles tallados a mano a 1500 USD, un lugar para el espectáculo del turista (cuando la gente estaba allí) y dos mujeres que escuchaban cumbia y vendían coca cola.

La experiencia no había sido buena para ninguno de los cuatro, pero para mí especialmente, había sido toda una desilusión. Pensé que Puyo, teniendo un contacto, sería mi entrada a la selva. Y en cambio, sólo conocí el pedacito armado para el turismo, y a una familia que me mostraba de sí lo más real, y esa realidad en parte me enojaba y en parte me entristecía –porque en ella no había actuación, si no lo más crudo de lo que estas comunidades habían tomado de la occidentalización. Creía que mi deseo se había cumplido a pesar de haber sido muy distinto a lo que me imaginaba. Pero no estaba triste, al menos lo había intentado.

Dejé atrás mi deseo y la experiencia y me abrí a lo que viniera –todos nos abrimos. Un mal rato con este hombre no iba a arruinar nuestro reencuentro ni nuestro nuevo viaje conjunto, así que mochilas a la espalda salimos a la ruta. Habíamos elegido como destino Puerto Misahualli, otra ciudad del oriente que me habían recomendado, y quedamos con nuestros amigos en encontrarnos directamente allí. Pero lo que nos pasó fue de lo más insólito: ni bien nos paramos en la ruta y levantamos el pulgar, tres mujeres en su camioneta frenaron y nos dijeron que nos llevaban a los cuatro. Nos dijeron que iban al Coca y nos subimos en la caja.


—¿Y si vamos al Coca? —pregunté.


Nos miramos. Que nos hubieran levantado a los cuatro era ya de por sí señal de una nueva aventura. Si viajabamos en parejas no hubieramos tenido la oportunidad de cambiar de destino, porque habíamos quedado en encontrarnos en otro lugar. Pero estabamos ahí los cuatro, disfrutando el solcito y rebosando de alegría ante los imprevistos de los viajes que tanto nos gustan.


—¡Vamos al Coca! —respondió Elías. Y nadie dudó.


Dejar que las cosas fluyan es el mandamiento principal del viajero. Así que llegamos al Coca, una ciudad bien metida en el oriente ecuatoriano, húmeda, calurosa, y fea, rodeada de los ríos Napo y Coca. Llegamos de noche y pasamos largo tiempo buscando donde dormir, porque los precios nos parecían absurdos. Es que claramente, no muchos mochileros llegaban allí. El Coca era el destino para turistas gringos que pasarían una semana en un lodge “rústico” de 1200 dolares la noche. Finalmente, caminamos hasta el cuartel militar, y en el camino nos encontramos con el médico del ejército, que empezó a preguntarnos muchas cosas y a contarnos que su sueño, en otra vida, hubiera sido viajar como nosotros. El médico viajero simpático se encargó personalmente de pedirle al sargento a cargo que nos dejara pasar la noche allí, y enseguida nos invitaron a entrar. Nos acostamos y empezamos a reír.


—¿Dónde estamos? –preguntábamos.

—En Coca. Lejos de cualquier cosa.

—¿Y qué hacemos acá?

—Ni idea.

Tal vez lo mejor de hacer dedo es no saber donde podés terminar. Y lo mejor de viajar sin itinerario es que el lugar para las sorpresas y los cambios de planes es gigante. Lo desconocido siempre tiene una adrenalina contagiosa.

Al día siguiente la locura debía volverse cuerda, porque si no tendríamos que buscar un nuevo lugar para dormir. En la oficina de turismo nos informaron todo lo que no podíamos hacer porque pertenecía al grupo de paquetes turísticos a precios muy altos para nuestro bolsillo. Sin embargo, nos mostraron en un mapa las tres nacionalidades indígenas que habitan relativamente cerca de la ciudad y nos mostraron fotos. A mí me quedó grabada la nacionalidad waorani, y cuando salí de la oficina sentía a mi corazón contradictorio, porque sabía que estaba ahí, de pronto, cerca de lo que más deseaba, y que tal vez si me ponía a buscar encontraba la forma alternativa de llegar, pero sabía que eramos cuatro y que pedirles a todos que me siguieran el instinto era mucho. Es que algo me decía que estaba ahí, palpitando, que tenía que llegar.

Llegó solo, y los chicos dudaron. Un guía se nos acercó en la calle y nos preguntó que buscábamos. Le conté que nos interesaba conocer a la nacionalidad waorani pero que no teníamos mucho dinero. Nos dio unas cuantas vueltas, pero nos arregló una opción más que viable y bastante económica. Nos sentamos a pensarlo los cuatro, aunque yo ya sabía qué quería. Lo sentía ahí, al alcance de mi mano, casi rozándome los dedos, y controlaba el impulso de querer agarrarlo de un saque. Por suerte, decidieron que sí, y con ello comenzanos la aventura que, quizás, había comenzado cuando nos subimos a la camioneta.

Esa tarde conocimos a nuestro guía waorani. El guía que nos había arreglado todo no vendría, porque claramente no aceptaría nuestro bajo presupuesto. Pero Luis no tenía problema. Él no era un auténtico guía y con que le pagaramos algo y le cocináramos estaba feliz. Nos llevó esa noche a la casa de sus tíos, donde pusimos nuestras carpas. Aquella casa fue mi primer choque cultural y luego fue el contraste con lo que vi después. La familia era muy pobre, y me sentí horrible por no agradecer lo suficiente que yo he tenido la suerte de nunca llegar a ese punto, ni vivir de esa forma. Los tíos, y las otras ocho personas que dormían en la casa pequeña acostados en el piso, eran también waoranis, y entre ellos se hablaban solo en waorani y a nosotros un pésimo español. El contacto con ellos, que no tenían agua corriente ni habían cenado, me enseñó lo primero sobre los waoranis (y supongo otras nacionalidades también): como ya había visto en Puyo pero mucho menos, lo que la “civilización” trajo a estas comunidades no fue otra que la misma pobreza. Visto de afuera, uno diría simplemente capitalismo, o quizás el acceso a muchas “comodidades”. Pero la “civilización” les enseñó a consumir, a usar dinero, a moverse a las ciudades y dejar su ambiente natural. En síntesis, les trajo la pobreza, porque la pobreza sólo existe en nuestro mundo capitalista en contraste con la no pobreza. No es pobre quien vive y ha vivido toda su vida en la selva, tiene su propio terreno, que no es propiedad privada ni le corresponde arriendar a nadie, que sabe cazar, conseguir lo que necesita de su propio hábitat, que nunca le faltará alimento porque siempre estará ahí la madre naturaleza para proveerselo, hasta que venga de nuevo la “civilización” y quiera comerse los terrenos en busca de petróleo, como está ocurriendo cada vez más en Ecuador con el aval del gobierno (y a veces de los mismos habitantes, que encuentran en la actividad petrolera una oportunidad para ganar más plata a través de su sueldo).

Al día siguiente armamos bien las mochilas y salimos en un bus que tardó dos horas. El plan era caminar todo el día para llegar a la comunidad que el otro guía nos había recomendado y explicado tenía un costo de entrada que habíamos aceptado pagar, por ello habíamos armado nuestras mochilas con lo mínimo indispensable y comida para cinco personas en cuatro días contándolo a Luis. Pero ahí encontramos al primo de Luis, que se ofreció a llevarnos en canoa. Aceptamos gustosos y viajamos casi otras dos horas felices por el río Shiripuno. Nos parecía un poco extraño, porque claramente era mucho más distancia de lo que nos habían dicho. Y porque de la canoa bajamos todos, incluido el primo, la mujer del primo y su hijo. Apenas llegamos nos encontramos con Monte y su marido, que andaba solamente en calzones y tenía en las orejas agujeros enormes hechos durante muchos años, una tradición waorani, y sus dos nietitas.

Saludamos y nos sonrieron, y yo ya me sentía completa. Pero fue aun mejor cuando fui a visitar a sus mascotas, dos monos lindísimos, uno de los cuales se me hizo amigo enseguida y se me enroscó en la pierna. En aquel momento sólo quería pellizcarme para ver si era real o todavía soñaba desde el cuartel militar.

Pronto nos dimos cuenta que aquella no era la comunidad de la que nos habían hablado, y sin embargo no nos molestó en lo más mínimo, si no todo lo contrario. Luis nos había llevado a donde su familia, más porque se sentía cómodo que por haber adivinado lo que buscábamos. Para mí, entre la comunidad que cobraba entrada y recibía constantemente turistas, y la casa de unos tíos de Luis, la segunda opción me resultaba mucho más interesante por real. Después de armar nuestras carpas debajo de un techo hecho de hojas, conversamos un rato con la familia que, al igual que los tíos de la ciudad, hablaban el español como en la típica imitación estereotipada de los indígenas: usando verbos en infinitivos y frases cortas, con el adicional de que metían en el medio palabras en waorani pensando que las entenderíamos.

Allí, en la selva, la pobreza existía para nosotros que venimos de otro mundo, pero no es tan chocante como en la ciudad, porque en la selva sólo viven los que saben dominarla, y no hay mastercard ni visa que compren ese saber, porque su riqueza se traduce en los árboles que los rodean, llenos de secretos y soluciones, los animales escondidos que sólo ellos saben llamar y cazar, y por sobre todo, en esa sabiduría. Comparado con los tíos de la ciudad, ellos estaban mejor, porque seguían teniendo al alcance de la mano todo lo que requerían para vivir. Sin embargo, nuestra familia sí tenía contacto con el occidente, y de él, otra vez, había obtenido lo peor: el plástico, pero no el conocimiento del daño que ello le hace a la tierra; los dulces y la Coca Cola, pero no los cepillos de dientes ni los odontólogos, por eso los niños de dos años años tenían ya sus dientes podridos y marrones.

Supimos enseguida que existían aún grupos waoranis sin contacto, mucho más metidos, a los que la “civilización” no les había llevado ni linternas ni machetes, asi que cortaban las tripas de los animales que cazaban con una hoja filosa. Por supuesto, no pretendía llegar a esa gente, que ni siquiera quería ver a los waoranis civilizados y que hacía años habían mandado a un mensajero a decir que a cualquiera que se atreviera a acercarse lo matarían. No los culpo. Mejor es que los dejen en paz y que ellos vivan como han vivido siempre, ricos como se puede ser rico en la selva. Yo estaba feliz con esta familia que encima nos trataba muy bien y estaba muy abierta a nuestra presencia. Si quería aprender y vivir como ellos viven, con la familia de Luis encontré lo que buscaba. Encontré que tienen ropa, pero que casi ni la usan; que llaman baño a un pozo en la tierra con dos maderitas; que lavan su ropa y se bañan en un arroyo o en el mismo río; que usan cerbatana para conseguir la comida; que comen caimanes (asqueroso pero real: tienen sabor a pollo y son muy ricos), cerdos salvajes y mucha yuca; que arman cualquier cosa con hojas: asientos, vasos, canastos, los techos, los hilos para tejer hamacas; que saben trepar árboles desde pequeños; que conocen muchísimo la naturaleza y no le tienen miedo (la primera noche apareció una tarántula y yo quise salir corriendo, pero ellos se reían y se acercaban, diciendome “¡no hace nada!”); que son alegres y familieros.

Yo disfruté más que nada en el mundo esos apenas tres días y medio con la familia. Me hubiese quedado más, y creo que los chicos también. Para mejorar las cosas, al segundo día llegaron otros familiares, entre ellos el papá de Luis y su hermano, de los cuales había algunos que hablaban mejor español y se esforzaban más por comunicarnos cosas de su cultura. Ellos nos llevaron a caminar por la selva algunas veces, a buscar bichos de noche, a pescar, a aprender las utilidades de las plantas y buscar a los animales de los que veíamos huellas como el jaguar. A mí igual me gustaba más sentarme ahí entre todos ellos y escucharlos hablar su idioma y reirse sin entender nada, pero sintiendome parte de algo real y de una conexión mística. Yo no necesitaba más, y por ello Luis estaba contento, porque no le exigíamos ver nada distinto, hacer excursiones todo el día, ni dejarlos vestirse como lo hacen los sin contacto (en realidad desnudos con el pene para arriba atado con una especie de cinturón). Lo que nosotros buscábamos ya estaba ahí, con él, con su familia, con los niños que correteaban de un lado para el otro, con sus historias, con los monitos, el loro, el chanchito salvaje y demás mascotas, con su comida, con su idioma, con el solo pasar un rato con ellos.

Qué más podré decir. De la selva me llevé muchas cosas que todavía no procesé pero que sé que están. Tal vez no todo el mundo busca vivir como y con comunidades waoranis, pero para mí era un gran deseo y hoy es un deseo cumplido. Sólo tengo una cosa clara: “Ten cuidado con lo que deseas, se puede convertir en realidad.”*

*Frase de Oscar Wilde.

Compartí este post:

bottom of page