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Viajando a dedo por Ecuador.

A Guayaquil llegamos fácil desde Cuenca con un lojano que paró en un mirador para que admiraramos el paisaje del Cajas, nos invitó una piña riquísima y nos preguntó de nuestro país todo lo que podía. Pensamos que tal vez nos cobraría porque a otro hombre que levantó le pidió 2 dólares, pero resultó ser simplemente un acto de generosidad ecuatoriana que para el hombre, convencido de la necesidad de ayudar al prójimo para crear un mundo mejor, sólo podía hacerse una vez al día. En un momento nos preguntó: “¿Ustedes saben cuál fue el primer hombre en emborracharse?”. Silencio. Yo me imaginaba por donde venía la mano y respondí “Jesús”, por las dudas. No estaba tan lejos. “No, ¡Noé! ¡Lo dice la biblia!”. Y así tuvimos nuestro primer encuentro con la fe ciega en La Palabra del Ecuador.

Guayaquil nos hizo acordar lo que no nos gustaba de nuestra ciudad: la vorágine de la gente, el ritmo acelerado, el tráfico y las bocinas, la gente sudada, apretujada en el colectivo volviendo a sus casas o yendo al trabajo, y el calor pegajoso, húmedo, insoportable y eterno, que existe en nuestros veranos. Paseamos un día por la parte más turística y bonita de la ciudad (y la menos representativa) y fue suficiente. A la mañana siguiente encaramos para la costa con un bus público que nos dejó en las afueras y nuestro maravilloso pulgar, que no tardó más de 5 segundos en conseguirnos asiento.


—¿A dónde van?


—No sabemos. Estábamos pensando en Montañita, pero no conocemos nada. ¿Vos?


—A Olón. Mi madre vive ahí. Es al lado de Montañita pero más tranquilo.


—¡Vamos ahí entonces! –le respondí entusiasmada.


—Chuta, yo voy y tengo que volver enseguida. Sino les daba posada, y le pedía a mamá que cocinara unos bolones de verde, que a ella le salen buenazos. ¿Probaron?


Llegamos en dos horas a Montañita, donde nos despedimos del muchacho aun asombrados por la amabilidad tan natural de los ecuatorianos. Conseguimos un hostel lindo donde pusimos la carpa y nos instalamos una semana. De Montañita me habían hablado más que bien muchas personas. Al principio, no entendí que les había gustado tanto de esas playas repletas de reposeras y sombrillas, vendedores ambulantes, bares pegados uno al lado del otro, compitiendo entre sí a ver quien pone la música más alta, de calles atestadas de negocios y restaurantes. Además, nosotros fuimos en temporada baja, muy baja, donde los únicos que andan dando vueltas por ahí son vendedores argentinos de empanadas, artesanías, panqueques y happy brownies; los argentinos y colombianos que empezaron hace un tiempo vendiendo en la calle y en la playa y hoy ya se instalaron en su localcito chiquito pero amable; los nativos de Montañita, que viven de la plaza más para allá, donde está la cancha de fútbol y los negocios más baratos, y a donde los turistas casi ni llegan; y los gringos que llegaron y sin darse cuenta se quedaron, un mes, dos meses, tres meses, la noche “alocada”, la sensación de libertad y la droga los atraparon. Y uno los ve ahí, en su paraíso de libertad, donde nadie controla la venta y compra de sustancias ilegales, ni se cumple la misma ley ecuatoriana de no vender alcohol los domingos ni superar las 2 de la mañana para cerrar los boliches. Ellos hacen lo que jamás harían en su casa, bajo la mirada crítica de sus sociedades cerradas, ni la supervisación de sus madres, y encima a precios –para ellos- bajísimos. Pero enseguida nos imaginamos Montañita en temporada y comprendimos la fascinación de la mayoría. Montañita es el lugar para las perfectas “vacaciones” como entendemos los citadinos las vacaciones: “joda” todos los días y para todos los gustos, playa, arena y andar en patas, y encima el mar caliente, surf (y surfers), caipirihnas y mojitos, rondas grandes de amigos, marihuana, tragos en la calle, movimiento, descontrol, salir hasta tarde y no dormir para ir a la playa al mediodía, comprar artesanías de recuerdo y remeras que digan I ♡ MONTAÑITA, gastar en dos semanas lo que no gastaste en un año. Yo también tuve esas vacaciones y las disfruté, pero en otros lugares. Es lógico; en ese plan, Montañita es perfecto. Salir a la noche es divertidísimo, y hay un bar o boliche al lado del otro, generalmente gratis para mujeres, o con alguna promoción de barra libre y música de todo tipo; si no se puede quedar uno en la calle, hay mucho movimiento, te encontrás con gente de todos lados, y hay puestos de cocktails repartidos, ahí al alcance de la mano; y cuando salís parece multiplicarse la gente vendiendo comida de todo tipo: empanadas, panes rellenos, pizzas, cosas dulces, perfectas para el bajón.

Yo en realidad buscaba otra cosa. Por eso pasé dos días enteros en Montañita que más bien me sirvieron para sumarme a la plaga de argentinos vendedores en la playa y juntar un poco de plata, y un lunes nublado y gris perfecto para descansar en hamacas paraguayas, leer y cocinar. Los demás días de estadía fueron en realidad en movimiento: Montañita servía como base a la que volvíamos de noche para cocinarnos algo y quizás salir un ratito. La primera excursión fue hasta ahí nomás, y sin embargo, se convirtió en una buena anécdota. Mientras caminabamos por la ruta al pueblo de al lado, Olón, nos paró un auto blanco que se ofreció a acercarnos. El hombre se presentó como William, el arquitecto, y después de una pequeña muestra del pueblo, nos dejó en la playa. Era justo lo que queríamos: una playa sin gente, sin música, sin sombrillas y reposeras para alquilar. La arena y el mar para nosotros, y el sol radiante que había decidido salir ese día. Nos tiramos un ratito y enseguida nos llamó William: “Estaba por ir a comer. ¡Venganse, pues!”. Caminamos a la salida de la playa y estaba esperándonos con su auto para hacer apenas tres cuadras hasta el puestito de ruta que ofrecía almuerzos costeros. Comimos jaiva, corvina y calamar (bichos de mar que nunca comemos), mientras él nos contaba sus andanzas de mochilero (o algo así), allá lejos y hace tiempo. William, el arquitecto, parecía maravillado con nosotros. Eramos la compañía para un día aburrido. Así que pagó la comida y nos llevó a pasear por las callecitas de Olón, al famoso santuario, y después a Manglaralto a comprar un repuesto en una ferretería. Nos hablaba siempre en tono de chiste, y a veces no sabíamos si decía algo serio o no. Porque usaba la misma risa para repetir proverbios ecuatorianos que para hablar de los negros con los que trabajaba y que decía eran vaguísimos, porque su frase de cabecera era “el mejor negro es el que acaba de morir”, y a mí su racismo me resultaba algo extraño. Finalmente, le pedimos que nos dejara de nuevo en la playa y nos despedimos, con la promesa de que podía cambiar sus planes para alcanzarnos el viernes a Guayaquil. Era una buena anécdota, una más de esas que te pasan haciendo dedo, hasta que hablando con unos amigos unos días después nos contaron que habían hecho dedo hasta Olón y que los había levantado un tipo que los llevó a comer bichos marinos, a recorrer el pueblo, al santuario, a comprar un repuesto y después les dijo que podía alcanzarlos a Salinas el viernes.

Andy con el arquitecto.


—¿El arquitecto? —le preguntó Andy.


—¡Sí! Marcelo.


—A nosotros nos dijo William… ¿pero les hizo el chiste de los billetes cuando los invitó el almuerzo?


—Sí, ¿a ustedes también?


—Ja, sí. Debe estar aburrido el pobre hombre.


—Eso, o hay algo muy raro en toda la secuencia.


Nunca lo supimos, porque dejó de llamarnos y cuando lo llamamos nosotros para viajar a Guayaquil nunca nos contestó.

Los otros dos días también hicimos uso de lo fácil y entretenido que resulta hacer dedo en Ecuador y llegamos a Los Frailes, una playa de reserva que, según nos dijeron, es considerada una de las mejores del mundo. A mí no me importan las estadísticas, yo qué sé qué revista considera a esta playa la número uno o la cien, para mi propio ranking Los Frailes es la mejor playa de mi mundo conocido y yo fui feliz con esos dos días de pura paz, belleza y paisaje paradisíaco. Cuando llegué la primera vez y toqué el agua tibia y turquesa, calma, tuve una sensación lindisima que sólo tuve en pocos lugares como El Chaltén y Chavín, de estar en un sitio mágico y lleno de energía y de sentirme rebosada de felicidad. La segunda vez nos levantó un camionero que, no solo era super simpático, si no que a medio camino paró a comprar una bolsa enorme de toronjas moradas, a las que nosotros llamamos pomelos, y abrimos una para compartir antes de llegar a destino.

La playa de Los Frailes.

Al final nos dimos cuenta que Ecuador, por sus distancias y por la generosidad de su gente, era un placer para recorrer ida y vuelta, repitiendo rutas sin importar el tiempo, porque la anécdota y el encuentro lo valen. Entonces decidimos cambiar de planes y, en vez de seguir al norte por la costa, quisimos hacerlo por la sierra. Para ello volvimos en un día eterno y agotador en donde el dedo fue difícil pero efectivo, a Cuenca, pasando otra vez por Guayaquil, e instalandonos en la ciudad que tanto nos gustaba otros tres días de amigos y diversión. El firulete de vueltas había sido rebuscado, pero para hacerlo aún más ilógico, nos vinimos a Vilcabamba, bastante más al sur, con tres autos distintos. El primero, un cuencano bien cuencano de esos que arrastran las erres y hablan cantado, nos dijo que si volvíamos a su ciudad podíamos ir a su casa, juntarnos a compartir unos tragos, y conocer a su mujer artista. El segundo fue una camioneta que nos alcanzó un tramo corto en la caja. Al tercero lo esperamos una media hora, mientras yo deseaba internamente que quien fuera nos levantara conociera el mate para poder cebar sin que pensara que es droga y así despertarme mejor. La vimos venir –a la camioneta- y ya sabíamos que frenaría.


—¿A dónde vas? –le dije.


—A Loja. Vamos que los llevo. Me convenció el cartelito.


Nos subimos y enseguida nos dice:


—¿Argentinos, no? Yo viví en Argentina.


—¿Te gustaba el mate?


—Sí, ¿tienen?


“¡Gracias, Ecuador!” pensé enseguida, mientras empezaba a armar el mate y comenzaba un viaje fantástico y super cómodo, como si hubiesemos estado con un amigo de toda la vida, charlando tranquilos, de lo más común; un viaje que finalizaría formalmente en Loja, almorzando comidas típicas hechas con verde, pero que en realidad quedó abierto para un nuevo encuentro, como la mayoría de los encuentros mágicos que ocurren viajando a dedo por Ecuador.

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UN VIAJE por SUDAMÉRICA

(y el mundo)

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