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Cuenca y la maravillosa acogida del Ecuador.

-¿Primera vez?


-Sí.


-¡Bienvenidos al Ecuador, pues!- me dijo el señor con una sonrisa blanca que contrastaba con su piel morena, mientras en el papelito escribía 90 días y sellaba mi entrada. Nos dijo “Bienvenidos”, y yo sentí que el Ecuador nos estaba esperando hace rato; nos había invitado a su casa y como buen anfitrión, esperaba paciente, tranquilo, organizándose para recibirnos de la mejor manera.


Cuando crucé la frontera me invadió una sensación rarísima. Por primera vez, realmente sentía que estaba lejos de casa. A Perú ya había ido de chica, y Bolivia y Chile son países limítrofes al mío. Pero Ecuador, Ecuador era lejísimos, y rompía con todo mi mundo conocido. Estaba ahora acá, y miraba para atrás y veía una línea rebuscada de todos los kilómetros recorridos. ¡Llegué hasta acá! Mirá, mamá, llegué lejos. Antes de salir decía que no, que tal vez mi aventura durara tres meses y me volvía. O que quizás no hacía todos los países que me proponía. No sabía. Pero, mirá, ya estoy en Ecuador. Estoy lejos de casa, y llevo tiempo viajando. La aventura que me propuse se fue haciendo sola y ni me di cuenta. ¡Llegué hasta acá! Lo quiero gritar a los cuatro vientos; la adrenalina me corre por las venas y el corazón me quiere saltar del cuerpo. ¡Llegué hasta acá y si pude hasta acá puedo llegar a donde quiera! ¡Soy libre! ¡Soy feliz! ¡Y el mundo está ahí, esperando, abierto! ¡Qué fácil resulta todo! ¡Qué lindo es viajar!


Ecuador empezó de a poquito a renovarme las ganas de recorrer el mundo, con caricias, mimos y sorpresas, porque había tenido tiempo para preparse para mi recibida y no podía hacer menos que eso. La amabilidad ecuatoriana fue el complemento perfecto para nuestra caradurez bien entrenada: como los trujillanos que nos habían alcanzado a la aduana no pensaban salir de su país, empezamos a preguntar uno por uno en la cola del trámite fronterizo si alguien podía llevarnos un poco más adelante. Enseguida conseguimos dos chicos que nos llevaron a Huaquillas, y después de almorzar volvimos a la ruta con el pulgar levantado. Hacer dedo en Ecuador era un placer, nos frenaban rapidísimo aunque solo hicieran un pequeño tramo, e incluso nos frenaron 2 o 3 para decirnos que iban hacia el otro lado, que perdón, que si no nos alcanzaban con gusto. Antes, cuando recién empezaba a viajar, esas cosas me sorprendían sobremanera, y subirme a un auto de un desconocido era toda una aventura. Hoy hacer dedo es mi medio de transporte común y corriente, y casi que me olvido lo loco que es que una persona decida confiar en nosotros y nosotros en ella, y así, charlando, rompiendo el hielo, contándonos nuestras vidas y conectando mundos aparte, siempre llegamos a destino, pero más completos y contentos que en otros medios de transportes comunes y corrientes.


Esta vez nos levantaron en total siete, contando autos, camionetas y camiones. El último camión nos levantó en las afueras de Pasaje y llegaba hasta Cuenca. El conductor se llamaba Jaime y cuando abrimos la puerta nos preguntó: “¿Son buena gente, no?”. Le dijimos que sí y nos dejó subir. Nada podría ser más explícito sobre la base de este medio de transporte: la confianza. Nuestro “Sí” le alcanzó para dejarnos entrar y alcanzarnos hasta nuestro destino. Enseguida nos advirtió que iba a su ritmo y que debía parar unos minutos a darse una ducha por el camino. Le dijimos que no importaba y que nos sobraba tiempo. Empezamos hablando de su país y del nuestro (y yo seguía pensando llegué hasta acá, un ecuatoriano me preguntaba sobre Argentina, que a él le parecía tan lejos y desconocido como China; toda la aventura me parecía mentira). Como nosotros tampoco sabíamos mucho de Ecuador, más que su producción de bananas, Jaime se convenció rápidamente de que él era el encargado de enseñarnos todo lo que pudiera sobre su país. Puso un cd de música cuencana algo deprimente, nos indicó todas las comidas que no podíamos dejar de probar y luego nos invitó a cenar en un sucucho perdido en la ruta en donde servían un arroz con camarones delicioso a 2 dólares acompañado con jugo de tomate de árbol. Pagó sin dudarlo y a los pocos kilómetros volvió a frenar: “acá sirven alcohol de contrabando; es muy bueno, tienen que probar.” Nos compró un shot de ron añejo que nos quemó todo por dentro pero que estaba riquísimo.


Al final llegamos bastante tarde, pero lo importante es que llegamos. Jaime nos alcanzó hasta donde le daba la altura del camión en las callecitas del centro y nos despedimos como grandes amigos. Caminamos casi dos horas buscando un hostel barato y finalmente encontramos uno más o menos y nos acostamos a dormir. Había sido un día agotador. Pero Ecuador todavía tenía más para nosotros. Cuando al día siguiente estábamos por salir a buscar otro hostel mejor, nos llega un mensaje de Daniel, diciendo que podía recibirnos en su casa. Las miles de solicuitudes de couchsurfing que había mandado dieron sus frutos.


Daniel era la persona con la que teníamos que encontrarnos, de eso no había dudas. Nos abrió la puerta con su gorrita del Che y nos sentamos a tomar unos mates con el mapa de Sudamérica de fondo. Charlamos un tiempo largo, y él nos contó muchísimas cosas de este país que no conocíamos mucho. Como Dani había vivido unos años en Buenos Aires, tenía varios amigos argentinos que viven en Cuenca (¡cada vez estoy más convencida de que los argentinos somos una plaga! A donde vaya hay un argentino, siempre). Fuimos, entonces, a almorzar al mercado con dos de ellos, más Dani, y Anne, una francesa a la que también había contactado por couchsurfing y que finalmente nos alojó unos días cuando decidimos quedarnos más de la cuenta.

Con Christian y Dani, nuestros dos couchs :)

A partir de entonces, nuestros días en Cuenca se convirtieron en tiempos de amigos, de compañía y de felicidad. Estar entre tantos argentinos a pesar de estar lejos era sentirnos un poco como en casa. No sé que tiene Cuenca de especial, después de haber visto tantas ciudades coloniales a lo largo del viaje, pero claramente tiene algo, porque todo el mundo vuelve enamorado de ese punto en el mapa, y en nosotros tuvo el mismo efecto. Un día, después de haber ido al teatro, de haber recorrido las calles varias veces, de haber tomado mate con distintas personas y comido plátano suficiente, de habernos juntado entre veinte personas de distintas partes del mundo, todas reunidas ahí, en la misma casa, a comer pizzas y pasarla fantástico, le dije a Andy: “¿No te vendrías a vivir un tiempo acá?”. Un poco por que estábamos borrachos, otro poco porque estábamos felices, concluimos que sí. Cuenca tiene esa magia linda que le generan sus ríos en medio de la ciudad, su arte en todos lados, en sus paredes, en su gente, en sus museos y exposiciones, su gente bella, su movimento, su carácter de pueblo a pesar de haber crecido bastante, su comida, sus barcitos bohemios en la Calle Larga, sus empanadas de verde, sus alrededores llenos de verde y de agua, su personalidad interesante, tranquila y atrevida.


Para coronar esa cálida recibida, caímos a Cuenca para Corpus Christi, una celebración católica que en lugares como este se convierten en una fiesta popular gigante, llena de tradiciones que nadie sabe bien porqué ni cuándo nacieron, ni qué tienen que ver con la religión, pero se hacen por costumbre y porque las celebraciones se tienen que hacer a lo grande y durar una semana para ser celebraciones. Yo sentía que todo ese bochinche se estaba haciendo para recibirnos a nosotros: los puestos en la calle vendiendo dulces de todos colores, los castillos de fuegos artificiales explotando en el aire a cada rato, la gente en la calle, comprando comida, plátano frito, encebollados, palitos con pollo asado, los vendedores de globos, de manzanas caramelizadas, de flores, el parque Calderón atestado de personas de todos lados, porque en Cuenca viven muchísimos gringos, y entre los ecuatorianos de pronto se ven unos rubios casi albinos de ojos claros hablando francés, o inglés, o ruso, o cualquier idioma del planeta, mezclados entre los serranos, la música, que ed más bien reggaetón que un aleluya, y el aire a alegría, liviano, a que los festejos le dan sentido a las vidas cotidianas de la gente.


Yo sentí que Cuenca era el lugar para empezar el Ecuador, y el lugar donde tenía que estar. Me fui porque si me quedaba más empezaba a buscar trabajo y casa para instalarme, si era posible al lado del río, así me iría a dormir todas las noches con el sonido de ese enorme caudal corriendo sin parar que silencia la noche. Pero me fui sabiendo que tarde o temprano puedo regresar, y que me llevo un montón de amigos, de momentos, de lindos recuerdos de esos días felices en donde me volvieron al corazón las ganas de viajar y conocer el mundo.


Con los amigos de Cuenca! De izquierda a derecha: Adri, Juani, Anne, Mati, Emi, Yo, Andy, y la prima de Dani.

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