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La idiosincrasia de un país diverso.


Al final, por uno de esos cambios suertudos que venimos teniendo en Perú, nos quedamos una semana en Máncora. Como del cielo nos cayó una casa frente a la playa gracias a una conocida de Lima y por supuesto que frente a tal oportunidad no podíamos decirle que no. La semana se convirtió en una suerte de vacaciones de todo, del viaje, de las dudas, de las típicas vacaciones de estar en la playa sin hacer nada, tomando mate y jugando al truco, leyendo, compartiendo cervezas, haciendo licuados, viendo atardeceres alucinantes. Y como todas las vacaciones, estas a nosotros nos recargaron toda la energía que necesitábamos y que vinimos a buscar al mar.


Por fin decidimos que era suficiente descanso y que era hora de seguir viaje rumbo a Ecuador. Así que hoy fue nuestro último día de vacaciones, nuestro último día en Máncora y, también, nuestro último día en Perú. Contrario a lo que pensaba que me pasaría, por más pilas recargadas que tenga para seguir viajando, tengo muchísima nostalgia. Una mezcla interna entre la adrenalina de seguir descubriendo cosas buenas y el “no me quiero ir”. Un poco por la comodidad de estas vacaciones perfectas en la playa, y otro poco porque me cuesta mucho después de casi dos meses y medio dejar Perú.


Con Perú tuve desde el principio una relación muy extraña. Tuve ratos de amor y ratos de odio y creí que no lo aguantaba más pero me agarró un nosequé de no querer abandonarlo. A Perú llegué con muchas ideas y expectativas y me voy sintiendo que lo pasé casi sin tocar. Siento que sólo vi la puntita del iceberg de este enorme país, su fachada externa.Quizás al principio me enojé con Perú porque entré por Cusco y me encontré con tanto turismo que creí que me tapaba su verdadera identidad. Pero de a poco entendí que Cusco también es todo el turismo que tiene y que detrás de esa máscara armada hay una sociedad que vive su vida cotidiana como cualquier otra ciudad del mundo. Detrás del hombre disfrazado de inca con un atuendo ridículo hay un padre de familia, que tal vez se emborracha o toma cocaína de vez en cuando, porque acá la cocaína es moneda corriente, y detrás de las señoras con trajes coloridos que sostienen una llama diez horas al día sin descanso, ofreciendo fotos forzadas a 20 soles para que los gringos se vayan contentos con su postal típica peruana, hay mamachas que llevan a sus hijos en las espaldas, que cocinan arroz con frijoles y lavan la ropa.

Entre los asiáticos tomando fotos aparecen chicos y chicas yendo al colegio en su uniforme, hombres caminando al trabajo mientras fuman tabaco y perros que no son de nadie y que dan vueltas por las calles como vigilando, o vagabundeando, quizás son incas reencarnados que estan cuidando sus sitios sagrados.


De Perú conocí mucho más de lo que creía y a la vez conocí muy poco, porque apenas estuve en cuatro de sus ciudades más importantes y en algunos de sus pueblitos, pero elegí lugares bien distintos entre sí que tal vez me hicieron una pequeña muestra del resto que no vi. Es que Perú es enorme, mucho más grande que los kilómetros que lo componen. Es uno de los países con más ecosistemas en el mundo (si no es el primero) y por lo tanto, con una diversidad cultural y biológica inmensa, que varía según el clima, el relieve, el tamaño de la ciudad o del caserío, si es norte o es sur, si es costa, sierra o selva, si es capital departamental o un pueblo perdido en el medio de la nada. Perú es uno solo pero podría ser tres o mil países. La variedad es tal que abruma. Y tal vez ser consciente de esa variedad y de la inmensidad del país, me dio algo de vértigo y me terminó convenciendo de que conocer Perú era imposible y de que no había forma de que pudiera ver si quiera un diez porciento, o de sacar conclusiones acertadas con mi tan insuficiente recorrido. Todavía lo pienso; Perú necesita mucho pero mucho tiempo para conocerse. Ni siquiera los mismos peruanos terminaron de conocer su propio país. Tal vez lleve años. O muchas visitas. O tal vez nunca se termina. Siempre hay un pueblito nuevo desconocido por descubrir, o unas ruinas y la historia de su cultura, o un paisaje intocable.


Sin embargo, con el tiempo me di cuenta que había visto más de lo que creía y que si no lo entendía era porque se me había presentado todo de forma desordenada, desprolija y repentina. Pero así es la única forma que puede presentarse un país como Perú, desordenado en su diversidad, casi caótico, con una suerte de orden lógico que sólo respeta sus propias leyes, leyes que sólo conocen quienes allí nacieron (o quizás no, quizás ellos viven en ese orden caótico que fluye rebuscado pero que sigue su rumbo, y ellos así lo mantienen porque así fue siempre y no por que lo comprendan intimamente). Quién sabe cómo empezó y cómo se desarrolló hasta ser como es hoy; Perú es esa mezcla de un todo gigante y complejo, de una sociedad con tradiciones o costumbres que no tienen razón de ser pero son, de personalidades mixtas, gente cerrada y gente abierta, gente a la que no se la puede mover de lo que sabe, gente que hereda sus costumbres de una línea larga de generaciones y así las respeta, gente de sierra, gente de valle, gente de ciudad, de capital, de pueblito, de selva, de costa. Gente que lidia con el turismo en su vida cotidiana en una relación de amor y rechazo continuo, y gente que habita un sitio arqueológico sin saber su significado. ¿Cómo describir a una sociedad tan compleja y tan variada? ¿Cómo entenderla? ¿Cómo creer conocerla en sólo dos meses y medio?


No puedo hablar de Perú como un cuentito coherente ni hacer de él un análisis sociológico. Lo que conocí de Perú es mucho. Sus cholitas con distintos sombreros según la región, altos, bajos, adornados con flores, llevando niños en la espalda, o carga, no sé de qué pero qué fuerza tienen. Y hombres también llevando cargas, bolsas enormes, fardos de alguna hierba andina, a veces casi niños o adolescentes, pero están ahí, con sus espaldas encorvadas, doblados casi en 90 grados, cargando peso como mulas pero acostumbrados, yendo de un lugar a otro. Mujeres que se levantan temprano para ir al mercado, que abre todavía de noche, o que se sientan en la vereda y despliegan sobre un paño sus frutas y verduras, sus papas, sus paltas, sus tomates, sus naranjas y sus limones, que se venden diez por un sol o por dos soles, según la cara del que compre, si ella juzga que tiene plata le cobra más y sino no hace falta. Sus mismísimos mercados, laberintos de comidas y de moscas, de sopas y segundos más un refresco que lo último que hace es refrescar porque normalmente está caliente, las carnes colgando con los jamones, las gallinas enteras con patas y cabezas y todo, porque las patas se usan para los caldos de gallinas que se sirven así, con las patas ahí flotando; a veces los pescados y una mujer o un hombre con una paletita espantándoles las moscas y los bichos, los cuyes abiertos de par en par, enteritos con sus dientitos y sus ojitos y sus orejitas y todo, las cabezas de chancho, de vaca o de lo que sea y los carniceros degollando pellejos, sacando los hígados, las entrañas, las mollejitas y todas las partecitas del animal que se venden para sopas y para guisos y que están ahí en los mismísimos menús de los mercados que se venden en conjunto a 4 o 5 o 6 soles, depende el lugar. Las mujeres de los almuerzos gritando “venga joven, siéntese”, diciéndole a uno que pase, que coma y dictando sus menús completos en voz alta como si eso a uno lo atrayera más que la señora gritona anterior, que vende lo mismo y al mismo precio: lomo saltado, pescado frito, pollo frito, carne frita, “milanesa” frita, arroz chaufa, sopa de trigo, de fideos, seco de pollo o de carne, todo acompañado con arroz y papa, los infaltables de la dieta peruana. Papas hay millones y de mil tipos, hay camote, papa amarilla, papa blanca, y unas chiquititas, y son como más de 2000. Hay yuca, hay lúcuma, hay chirimoya, hay granadilla, hay maracuyá y las mejores paltas.


Están también sus palabras, sus “ya”, sus “papi” y sus “mami”, sus “puta que…”, sus “un ratito”, que pueden ser quince minutos o dos horas, el “un ratito” aplica para todo. Están también sus buses, sus mototaxis, sus colectivos, que son autos comunes pero que se cargan de hasta nueve personas a la vez, y que aunque no nos conozcamos viajamos todos juntos, ahí, apretaditos. Y su forma de manejar, nosotros alterados, con el corazón en la boca, mientras los demás se quedan ahí sentaditos, ni se quejan ni se inmutan porque para ellos es normal que el bus ande pasando camiones a toda velocidad por el otro carril aunque de frente venga otro auto, porque también es normal que el chofer pare en el medio de la ruta y decida bajar a almorzar, se tome sus buenos cuarenta minutos y nadie diga nada, todos esperan calladitos, cómodos en los asientos incómodos, sin importar si llevan apuro porque el chofer tiene que almorzar. Y sus bocinas, nunca nos olvidemos de las bocinas, de los taxis que te ven caminando y te tocan bocina como si no los hubieras visto y te siguen tocando aunque les digas que no, que vas caminando, como si de insistencia uno se cansara y aceptara el viaje. Después están los precios, el quedarse callado cuando uno pregunta cuánto sale, pensando qué decir, y uno se da cuenta que le va a cobrar de más, entonces viene el arte del regateo, que es moneda corriente y rapidito los precios bajan, como si nada. Y los buses con sus boleteros, o esos que van ahí, anunciando a la gente a donde van, no sé porque no ponen un cartel y listo, pero ellos dicen “Caraz, ya sale, ya sale, ya sale” y uno se sube a las apuradas pensando que realmente ya sale pero en realidad nunca sale hasta que no se llene, sin horario, sin ya ni en un ratito.


Y está su gente, tan variada, tan diversa. Que si no está de humor a uno se lo hace notar y que siempre marca la diferencia de los que son de acá y los que somos de afuera, pero si uno trata bien y aprende a hablar con peruanos el trato se pone amable y entonces aparece esa cholita que me habló de su vida, que me preguntó de dónde era y que ella nunca había salido de su provincia, porque iba de Cashapampa, perdido en la nada, en la montaña, a su casa en Yungay, que había ido a visitar unos parientes, entonces me pregunta dónde queda Argentina y cómo había venido y qué se yo cuánto más. Y andamos viajando en esos colectivos que somos como ocho y estamos todos apretaditos y cuando me bajo la señora me agarra la mano y me mira a los ojos y me dice “chau, gringuita” y yo me voy entre riéndome y contenta de ese diálogo cortito y de nuestros mundos distintos. Y también están los que nos preguntan si somos de España, y les decimos que no, de Argentina, entonces nos hablan de Messi, del Papa y de Maradona, y el diálogo se transforma porque somos de afuera pero no somos gringos gringos, sino un término medio. Y también está el chofer que no sólo nos contó de su país durante todo el viaje hasta Vaquería sino que paró varias veces para que sacara fotos al paisaje, alucinante, y ahora soy yo la que para aunque el bus esté lleno pero la gente se queda ahí esperando, no dice nada, como cuando almuerzan los choferes o paran a hacer un trámite en un banco.


Van por ahí los patas, tomando chelas temprano, o pisco puro, o un whiskicito, puede ser a las ocho de la noche como a las diez de la mañana, borracheras siempre hay y a toda hora. El pisco sour es para otra gente. Cuando hay que emborracharse no se toman tragos, se baja puro, de la botella. Y hay pueblitos chiquitos, de pocas personas, comunidades de familia, cada uno con sus terrenos, todos plantados de colores, que de lejos parecen parches en la montaña, y llegan hasta muy alto y uno se pregunta cómo hicieron para plantar ahí tan alto, y como hacen para cosechar, y después supongo que cargan lo que cosechan en la espalda doblándose casi a la mitad y bajan con todo. Y hay mujeres y niños pisando kiwicha, y hay quinoa, y hay un montón de otras plantas: verdes, rojas, amarillas, violetas. Hay en esos pueblos la gente que se habla en quechua entre sí y uno no sabe si están hablando sobre nosotros, que somos de afuera, o si hablan de otra cosa. Después están las ciudades, y las ciudades grandes y las chicas y también las ciudades destruidas por terremotos y vueltas a construir. Y los ladrillos a la vista de esas ciudades o las casas de adobe de los caseríos, esos que están sólo a lo largo de la ruta y que viven acostumbrados a ver pasar buses, camiones y autos, y ellos saludan desde ahí, sentados en la vereda, mientras los niños juegan descalzos con un perro y la madrecita desde su silla le va diciendo que cuidado, que pasa un auto. Después está Lima, que nada que ver con nada, es una capital, como las otras, que casi podría ser otro país, y en la que nadie se entera de lo que pasa alrededor o sólo de oído, y que es grande y es desigual, y están ahí los barrios de las clases más altas, sus clubes, sus colegios, sus shoppings, su gente paseando al perro, sus encuentros, sus propias leyes de cordialidad, sus parquecitos, y su tan linda ciudad, que termina en esa avenida, porque de ahí para el centro es otro mundo, pero ahí están, contentos con su vista al mar y sus atardeceres diarios, y la panza de burro, que es cuestión de costumbre. Y están también las montañas, y la selva, y todos los colores, y la cantidad de ríos, los ríos que nutren al Amazonas. Y después está esa costa del Perú, que a pesar de ser costa es todo sierra también, porque no es recto, ahí llega la sierra en forma de acantilado y se mete en el mar, y cada tanto hay más espacio y hay un pueblito chiquito, muy chiquito, con sus casas como de caña, o no sé bien de que son, y cuando uno se queda un rato en esos pueblitos no se escucha nada más que el sonido del mar, y la panza de burro le da un aire místico, casi como si uno estuviera en un cuadro surrealista.

Y después, cada tanto, en medio de esas sierras marrones, del desierto de la costa, aparece un oasis, que no sé quién lo hizo, pero de la nada hay verde, y una plantación chiquita de árboles o de algo para cosechar que está ahí, rodeada de arena, y que debe requerir una irrigación y abono constante, pero uno se da cuenta que el Perú es fértil porque la gente se esfuerza, y realmente logra sembrar ahí en el desierto, o casi en la cima de la montaña, por saberes ancestrales, o porque saben trabajarlo, porque tienen otra relación con la Pacha, y la conocen, y la saben tratar. Y a la vez es contradictorio, porque no es difícil encontrar gente tirando basura así nomás, botellitas o bolsas, ahí a la Pacha, o al río, y es normal porque toda la vida lo hicieron y el río se lo lleva, así son las reglas de la naturaleza, y que no se le ocurra a un gringo venir a imponer su movida ecologista porque las cosas siempre fueron así y seguirán siendo así y uno no va a venir de afuera a imponer sus normas y a cambiar las cosas, que ellos a la Pacha la respetan y la tratan y saben que la Pacha provee siempre que uno trabaje y la respete, y se le hacen los rituales y todo lo que haga falta para agradecerle lo que da. Y así están también las creencias populares, la mezcla entre los saberes ancestrales y la adoración a la Pacha, a la Luna y al Sol, a la dualidad de la cosmovisión andina, a la relación dialéctica entre el hombre y la naturaleza, y a la vez una devoción católica ferviente, un millón de iglesias repartidas, los pueblitos chicos también tienen su iglesia, y las ciudades tienen un montón y todas en funcionamiento, y entonces se hacen los rituales católicos a los santos, pero se los hace a la manera de acá, de Sudamérica, como en Bolivia, como en Ecuador, con sus festejos pomposos y el despliegue de toda la población que va ahí a la iglesia, pero se festeja en la calle, y las mamachas venden comida, otros se disfrazan con colores, los niños corren y juegan y algunos sólo se emborrachan, porque para chupar siempre sobran los motivos.

Enton​​ces se ve esa mezcla tan rara de una doble colonización que está latente: la de los españoles, con sus iglesias, con su arquitectura, con su español, y después de los incas, que también conquistaron y homogeneizaron las costumbres y sobre todo el quechua, aunque todavía queden comunidades que hablen su idioma original preincaico, como el aymara del sur y también del país vecino.


Está todo eso, desordenado, mezclado, caótico y a la vez ese es su folklore, su encanto, su personalidad. Están los días calurosos con sol y de repente las noches frías, que caen de golpe, siempre alrededor de las seis de la tarde, y yo acostumbrada a otras latitudes que todavía no soporto que los días sean tan cortos y las noches tan largas, pero ellos sí están acostumbrados, y salen abrigados de día porque cuando de golpe se ponga todo oscuro empieza a hacer frío y los únicos que se hielan son los turistas que no entienden que la temperatura pueda cambiar de un momento para el otro, y ellos no, ellos están abrigados, y acostumbrados a comer temprano, porque cayó la noche y es la hora de la cena, aunque en realidad la comida importante es el almuerzo. Y están también los jugos de chicha, de maracuyá, de carambola, de chirimoya y de que se yo que más y sus matecitos de coca, de muña, de hierba buena, de hierba luisa y de un montón de hierbas andinas. Y está lo que probé y lo que no, esa gastronomía diversa que está calificada como una de las mejores del mundo, pero hay que ver la diferencia entre sentarse en un restaurant para turistas y la calle, los puestitos de pollo frito, los caldos del mercado. Pensé que no había probado nada, pero probé un montón: alpaca, papa a la huancaína, camote, arroz chaufa, quinoa, kiwicha, ají amarillo –que está en todo–, picante, ceviche, el famoso lomo saltado, la lúcuma, la riquísima palta, la papa rellena, la menestra, huacatay y cosas que ya ni me acuerdo. Después están sus ruinas y sus sitios arqueológicos repartidos por todo el país y está su historia, que no es sólo la de los Incas y su esplendor, que casi cotiza en bolsa para el turismo, sino esa historia de los presidentes, y del golpe de estado de izquierda, y del terrorismo, ese terrorismo al que unánimemente todos repudian y que lastimó mucho al país, mató pueblitos enteros y se quedó con la idea del comunismo en la boca porque nunca pudo trasmitir un mensaje de revolución a toda la población, que en vez de entender las ventajas del comunismo, se convencieron de que el comunismo da miedo y mata, y no hay otra opción. Entonces aceptaron a su presidente medio japonés medio peruano que hoy está en la cárcel porque se lo vincula con desapariciones pero que a todos los peruanos que les pregunté lo volverían a votar si sale de la cárcel porque él fue el héroe que acabo el terrorismo, ese terrorismo que estaba sólo en los pueblitos y explotando torres eléctricas, matando a cualquier autoridad, y a los ingenieros, y captando niños para sus filas, que terminaron matando y entrando también a cárceles, y que Lima sólo se inmutó cuando le explotó el coche bomba en esa calle de Miraflores. Entonces vino el japonés, y como la gente lo votó a él y no al premio nobel de literatura que también se postuló, el premio nobel se la pasó a partir de entonces resentido despotricando contra su país, convencido de que los peruanos se habían equivocado porque él era mejor para ellos, entonces ahora sigue opinando y la gente lo aborrece como político, quizás no como literato, pero no conocí a un solo peruano que lo quisiera. Y después están los que se olvidan que la mano derecha del japonés fue uno de los políticos más corruptos de toda Latinoamérica, y los que están en contra de las estatizaciones de antaño, porque las hicieron así nomás y las cosas dejaron de funcionar, y después que vino el otro que tuvo dos gobiernos, uno muy malo y uno muy bueno, y yo que sé, es todo cuestión de opiniones. Y ahora está este, que no sé muy bien que hizo pero lo único que sé es que mientras se desenvuelve un enorme conflicto en el sur, en la zona de Arequipa, entre la minera Tía María y un montón de gente que está en contra del proyecto, porque parece que contaminaría el agro, o eso dicen, y se vienen matando entre unos y los otros, y mueren polícias, y no sé que más pasa, el presidente está ahí, todavía en Lima, diciendo que aún existe posibilidad de diálogo, aunque el caos sea cada vez mayor y muera gente y se destruya un patrimonio histórico como la ciudad de Arequipa. Entonces están los que dicen que a los del agro le dan plata, y hay escuchas que dan a entender que es así, que hay un líder que por un millón de verdes retira a toda su gente de la huelga, y hay otros que creen que la minería contamina enserio y que aunque dé ganancias de que sirve si se lo lleva una extranjera. Otros dicen que son los chilenos (siempre son los chilenos, porque entre la guerra del Pacífico y la historia del origen del pisco, a los chilenos los culpan por todo) que les dan la plata a los del agro porque quieren que la minera desista del Perú y se vaya a Chile. Uno que sabe, la historia es que en Arequipa hubo violencia durante todo el tiempo que estuve en Perú y el presidente no hizo nada.


Qué se yo. Perú es una mezcla de todo eso y de mucho más. De eso, que es lo que vi y es mucho, y de todo lo que me perdí. A mí Perú me dejó la cabeza mareada y me dijo que si lo quiero conocer bien tengo que volver a visitarlo y entrar de otra forma. Me dijo un poco que las puertas estaban abiertas pero que si quiere las cierra, porque es algo quisquilloso y no acepta a cualquiera, y que si no me gusta que me vaya, él es así y así quedará, me guste o no. No me voy de Perú con resentimiento, sino pidiendo un descanso para asentar todo lo que viví y vi en ese país, y sabiendo que tarde o temprano tendré que volver a conocer todo lo que dejé pendiente.

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