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Cambio de Planes

Voy a ser sincera. Durante los tres días que caminamos por la montaña haciendo el trek de Santa Cruz, pensé en escribir un post bien lindo sobre lo hermoso que es el mundo. Pasé lagunas turquesas y esmeraldas, cerros nevados, praderas atravesadas por ríos y quebradas increíbles. Tenía que contarlo de alguna manera y se me había ocurrido cómo hacerlo. Pero la verdad es que escribir flores y poemas no reflejaría mi estado de ánimo, así que cambié de opinión.

Desde que llegué a Perú, y en realidad mucho antes de empezar el viaje, Iquitos era para mi un especial. Un poco porque siempre me había llamado la atención, sobretodo después de haber leído una novela de Vargas Llosa que describía las injusticias de la selva desde esa ciudad. Más tarde me enteré que mi viejo había hecho su propio viaje a Iquitos y que esa experiencia había sido muy importante en su vida. Mi viejo se murió hace 10 años, y apenas supe que sus fotos de la selva, que recordaba haber visto de chica, eran de ahí, de Iquitos, mi atracción hacia ese lugar creció muchísimo. Sentí que en ese destino había algo especial, y tenía que descubrirlo.

Sin embargo, un día antes de partir, me desperté nerviosa y no pude volver a dormirme. Pensaba en Iquitos y me daba miedo. Me daba miedo el viaje en barco porque dicen que roban mucho, pero más miedo me daba que mis expectativas fueran demasiado altas y que eso me jugara en contra. Y también, sinceramente, la idea de llegar a ese lugar tan remoto y todo lo que implicaba ese viaje, de no menos de 2 o 3 semanas, me generaba algo de rechazo. No tenía la energía para tanto y en el fondo pensaba que la estaba yendo a buscar allá. Cuando se despertó Andy le conté lo que me pasaba y nos sinceramos los dos: ninguno tenía ganas de hacer tanto viaje ni de entrar en la selva; los dos queriamos en realidad unos días de playa y creíamos que lo que realmente cambiaría nuestras energías sería cambiar de país. Me costó entenderlo, pero algo me dijo que no era mi momento para Iquitos. Ella seguirá ahí esperándome para cuando esté lista. Tomar la decisión de saltearla y viajar en cambio a Máncora, en la costa norte del Perú, cerca de la frontera ecuatoriana, fue tal vez lo más sensato.


Decisiones de ese estilo me enseñan que no se viaja con la cabeza sino con el corazón. Y a veces el corazón dicta algo distinto a lo que esperábamos. Cuando me levanté nerviosa en Huaraz esa mañana no fue únicamente por Iquitos. Hacía unos días, en la montaña (siempre tan reflexiva) me había caido la ficha de que voy 8 meses viajando y que 8 meses son un montón. Durante todo el viaje, si bien me daba cuenta que el tiempo pasaba, creía erróneamente que pasaba sólo para mí. Mi movimiento constante, mis descubrimientos, tener días tan llenos de sorpresas, emociones y lugares nuevos, siempre me hicieron sentir que el tiempo pasaba rapidísimo y a la vez lento: los días del viajero son eternos. Pero en el fondo, sentía que era yo la que se movía, incorporaba cosas nuevas y jugaba con el tiempo; en mi cabeza, todo lo que había dejado allá en mi país seguía intacto. Estaba equivocada. Lo entendí tarde y por eso me levanté nerviosa esa mañana. No sabía qué había pasado en estos 8 meses para toda la gente que quiero. Me levanté con la angustia horrible del que extraña familiares y amigos, del miedo a perderlos. Entonces me acordé de un texto que había escrito semanas antes de salir de mi casa. Era sobre todo eso que me generaba haber decidido viajar y decía más o menos lo siguiente: “Un día me dijeron que tomar decisiones implicaba riesgos. Entonces tal vez por un tiempo, tuve miedo. Y en parte, sabía que tomarlas me hacía más adulta. Sabía también que cuanto más importantes fueran esas decisiones, más decisivas, más grande el riesgo. Pero de a poco fui aprendiendo que tomar decisiones era lo único que me iba a hacer crecer y que no tomarlas, dejar las cosas como estaban, aceptar, era también perder un pedacito de vida y resignarme. Porque tomar una decisión no implica solamente un riesgo. Es también una aventura, una sorpresa, un cambio, un pasito más en el camino de la vida.”

Aquí está el riesgo, el miedo de la decisión que tomé cuando elegí viajar. Es dejar a mucha gente y no poder acompañarlos ni en las buenas ni en las malas, es perder su compañía y los momentos que pasaba con ellos: compartir unos mates con mis amigas, charlar de la vida, cenar en familia, juntarnos a comer empanadas en lo de mi abuela, tomar una cerveza después de la facultad, pasear por ahí. A veces mi corazón se despierta recordando aquello que dejó, el riesgo que tomó, y se siente horrible. Es como si se achicharrara. Y un poco duele. Pero después, cuando vuelvo a la ruta, cuando conozco personas que están haciendo lo mismo que yo, que viven nómades, me acuerdo que tomé una buena decisión porque a mí viajar me hace feliz. Y si bien implica riesgos y decisiones constantes, cambios de planes, dejar lugares y dejar personas atrás, cada riesgo es un pasito más. No puedo imaginarme en otro lugar que donde estoy ahora, consciente de que el tiempo pasa para todos y deseando que ese tiempo pase para ellos haciendo lo que les hace felices, como hoy ese tiempo pasa para mí.




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