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La energía mística de Chavín.

Chavín de Huantar es un pueblo escondido entre las montañas. Para llegar desde Huaraz hay que atravesar la Cordillera Blanca en un viaje de tres horas que pasa campos, lagos, cerros altísimos y nieve. Cuando se llega al punto más alto, a 4500 metros sobre el nivel del mar, y la nieve cubre todo alrededor, se cruza un túnel largo. Del otro lado se abre un valle verde atravesado por un río y, a medida que se avanza, se llega a unos pueblos chiquitos, más bien unas casas al lado de la carretera, donde la gente se saluda y camina despacio. Ya llegando a Chavín el paisaje parece pintado: hay cerros con parches verdes de cultivo, casitas de adobe con tejados rojos, montañas blancas y un sol radiante. Finalmente, deben cruzarse dos ríos para entrar, el Mosna y el Huachecsa. Ahí, detrás de todo eso, se encuentra este pueblo mágico.

En Chavín se halló el sitio arqueológico más antiguo del Perú, perteneciente a la cultura del mismo nombre. Las ruinas, excelentemente conservadas, constituyen un centro religioso que fue construido hace más de 3200 años. Ahí se realizaban importantes rituales que, se cree (o supone) consistían en que un elegido bebiera o inhalara San Pedro, una sustancia alucinógena proveniente de un cactus que crecía en la zona. Así, el elegido se conectaba con el mundo de los dioses y volvía tal vez con un mensaje para todos los peregrinos que llegaban de distintas partes de América del Sur. Ello se sabe porque se han encontrado restos arqueológicos en la zona de culturas lejanas que van desde Ecuador hasta los Andes del Sur. En las ruinas hay un montón de dibujos antropomorfos con rasgos de serpientes, felinos y cóndores. Según la interpretación de investigadores, las serpientes representan al mundo de abajo y la sabiduría; los felinos son el mundo real, la tierra, la fuerza; y los cóndores o halcones refieren al cosmos y a la visión. Al igual que los incas, también Chavín muestra la dualidad de la cosmovisión andina en macho y hembra, norte y sur, blanco y negro. Sin embargo, de Chavín se sabe muy poco y se ha descubierto también muy poco. La cultura Chavín sigue siendo un misterio al día de hoy, y por más interpretaciones que se quieran hacer, es imposible saber con certeza en qué consistía su compleja religión, o las conexiones que tenían con la costa y con la selva, o para qué hacían sus rituales.

Ya cuando llegamos al pueblo sentí una energía distinta en el aire. El punto exacto en el que se encuentra y el recorrido que habíamos hecho para llegar me hizo creer que había allí algo mágico. Ahí, en la confluencia de los ríos, en las montañas verdes, en el silencio de sus calles. En su gente tan natural, sus mujeres de polleras de colores y sombreros altos, sus niños jugando en la vereda y los hombres hablándose en quechua. El sol pegaba fuerte y sin embargo hacía frío. El tiempo parecía detenido.

Entramos a las ruinas y empezamos el recorrido. Nos ofrecieron un servicio de guía que nos parecía muy caro, así que lo rechazamos. Al final, haberlo hecho solos fue muchísimo mejor, sin tiempos obligados, sin apuro y en una conexión más íntima con el lugar. Llegamos a la plaza principal, un cuadrado perfecto, y nos sentamos en el medio. Escuchamos el silencio de la naturaleza, el correr del río y los pájaros cantando. Había un par de grupos de turistas a lo lejos, y sin embargo no los escuchábamos, era como si no hubieran estado ahí. Miramos y encontramos miles de mariposas volando a nuestro alrededor. Algo había. Después seguimos caminando. Vimos los famosos dibujos, la perfección de las piedras, la altura del Templo y quedamos maravillados. Pero lo que realmente nos sorprendió fue entrar en esas galerías laberínticas tan bien construidas y enterradas bajo tierra. Daba miedo. Y era imposible no sentir que estábamos entrando a un lugar sagrado. Caminamos las galerías con muchísimo respeto y una sensación de que allí había existido algo

enorme. Luego vimos el Lanzón, una escultura de 4 metros y medio tallada en una sola piedra de granito, que representa al llamado Dios sonriente. Según nos contaron, ese monolito está en su lugar original y a él llegaban sólo unos pocos, que permanecían en la galería cuatro o cinco días después de haber ingerido San Pedro. La mística de sus paredes y de su historia era impresionante.

Después de almorzar con una pareja que conocimos en las ruinas, fuimos al museo. Ahí vimos, además de un montón de vasijas y piedras con los mismos dibujos, las famosas cabezas clavas. Son un montón de cabezas que en realidad fueron halladas en el Templo y se llevaron al museo para su conservación. Las cabezas, grandes, talladas en una sola piedra e increíblemente elaboradas, representan al elegido en su transformación de humano a felino a través de la ingesta de los alucinógenos.

Cuando me fui sentí que había encontrado algo mágico y a la vez un misterio. Chavín fue para mí lo que no fue Machu Picchu. Tal vez porque la civilización Chavín no existió hace 500 años sino hace más de 3000. Tal vez también porque si bien Chavín es un sitio turístico, no está invadido por miles de personas por día pisando territorio sagrado sin respeto. Porque no dudo de lo sagrado de Machu Picchu, pero considero que está muy oculto a los ojos de cualquiera por protección. En cambio, en Chavín, el aire es distinto, el silencio es absoluto y la energía se siente. Tal vez, si no, porque la historia de esta cultura permanece siendo un misterio. De allí me fui con más preguntas que respuestas y sintiéndome mínima frente la inmensidad del universo. Pero también me fui con una gran duda. Cuando nuestra civilización desaparezca, ¿qué quedará? Si civilizaciones tan grandes como esta y otras alrededor del mundo desaparecieron así sin más, ¿nosotros no desapareceremos también? Estoy convencida de que algún día la naturaleza se cansará de nosotros y nos sacará de un estornudo, como a un germen. Y entonces algo quedará, tal vez. Y civilizaciones posteriores encontrarán nuestras ruinas y sacarán sus propias conclusiones. Quizás, como un hombre que preguntó a su guía en Chavín si todos eran drogadictos, cuando nos descubran piensen que éramos adictos al arroz o al café. Tal vez piensen que nuestros televisores eran santuarios, y que nuestra música era parte de un ritual. Ahora quién sabe qué música encuentren. Quizás vean nuestras estatuas de bronce en las plazas y piensen que San Martín o Bolívar eran nuestros dioses. O nos piensen también, como nosotros a aquellos, primitivos, y les sorprenda nuestra ingeniería y nuestra habilidad. Y quizás se den cuenta que desaparecimos porque solo nos importaba un mundo, el de nuestro ombligo, y el resto nos era indistinto, porque en el fondo, nos creíamos invencibles.

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