top of page

La página en blanco.

Un mes parada por completo tuvo sus consecuencias. Después de varios meses de movimiento constante, de cruzar fronteras, cambiar paisajes, conocer personas de todos los lugares del mundo, tantos días de rutina me estancaron. Me levantaba todos los días más o menos a la misma hora, desayunaba y me daba un tiempo para pasear, no muy lejos; tal vez leer o hablar con mi familia. Después me bañaba y entraba a mi trabajo, donde estaba por lo menos diez horas y de donde salía tan cansada que rara vez podía hacer más que irme inmediatamente a dormir.

Normalmente soñaba siempre lo mismo. Soñaba con mi regreso. Me imaginaba con mi familia o mis amigos; ellos me preguntaban anécdotas de mi viaje y esperaban que les contara el relato de una aventura magnífica. Hablaba. Les contaba que había viajado en camión, que había caminado cuatro días por la montaña, que me había encantado Bolivia, que había conocido gente increíble. Pero lo contaba como por encima, como por obligación. No sentía en ninguna de mis historias una hazaña, o siquiera, algo que valiera la pena contar. Para colmo, era una aventura lejana, casi ajena a mí, como un libro sin sentido que alguna vez había leído pero que no me pertenecía. Me escuchaba hablar y los veía asombrarse, pero yo seguía ahí, inerte, alejada de mi propia historia. Me preguntaban, contestaba de memoria, como si el protagonista hubiera sido un completo extraño. Me despertaba entonces con un dejo triste; sentía que en mi proyección de regreso no había magia, no había conciencia, ni había incorporado nada.

El sueño me decía indirectamente que estaba despegada de mi viaje, como si aquello que soñara fuera mi realidad, y la historia de la aventura fuera solamente un sueño. Estaba separada de mi vida, estaba, otra vez, sobreviviendo. Como había sido en Buenos Aires alguna vez, que también “sobrevivía”. Sobre. Vivía por encima de mi vida, pero no adentro. No incorporaba lo que vivía, no sentía, no disfrutaba al máximo las cosas sencillas que me pasaban alrededor porque no las veía. Era como un caballo de carrera; con el foco puesto adelante, apurada, incapaz de parar, de observar, de reconocer lo que me rodeaba. Y ahora volvía a sentirme así: sobreviviendo. Hacía unos cuantos días había aprendido —me acordaba como si lo hubiera leído en ese libro de mi vida que ahora me resultaba ajeno— que vivir era distinto a sobrevivir, a pasar por encima una vida que merece ser vivida. Cuando vivía, cuando me sentía viva, las cosas pasaban con plenitud, me asombraba de lo más simple, sabía encontrarme a mí y al mundo y reconocerlo como algo bello, como algo completo, como algo por descubrir que merecía toda mi dedicación.

Pero durante ese mes, al contrario, me había puesto en piloto automático y volví a preocuparme por lo más superficial, como en aquellas viejas épocas de Buenos Aires. No sólo había parado por completo después de un movimiento constante lleno de colores, encuentros y desencuentros, tristezas y alegrías, adrenalina y corazones llenos. También me ocurría que aborrecía ese pueblo rodeado de montañas que además me daban la sensación de encierro, y aborrecía mi nueva rutina tan repetitiva. Lo peor de todo, quizás, era la no sorpresa, era saber con precisión qué haría la hora siguiente, el día siguiente y la semana siguiente. Por ello tal vez soñaba con el regreso. Porque entre estar en ese pueblo que no me gustaba, con gente desconocida que tenía sus propios problemas comunes y se descargaba conmigo, y estar en mi ciudad natal, me daba lo mismo. O quizás prefería volver, porque allá estaba rodeada de personas con los mismos problemas comunes, pero al menos eran personas que quería. Ahora yo volvía a tener mis propios problemas que convertía en tragedias: mis malas relaciones con compañeros de trabajo, mi desilusión, mi rutina, mi cansancio, mi irme a dormir angustiada porque uno le dijo al otro que tal cosa y el otro se lavaba las manos y me dejaba su trabajo a mí. Pasé a vivir los días como un peso, y en vez de tomarlos como algo temporal, como un capítulo de mi aventura que tarde o temprano terminaría, se valían por sí mismos como una carga negativa, contaminante, que me llenaban la cabeza de pensamientos y preocupaciones. No tuve la capacidad de mantenerme despegada de esa cotidianidad tan insignificante y por ello me despegué de mí, de lo mágico, de lo lindo que venía viviendo, de sentir que flotaba en el aire.

Cuando finalmente nos fuimos, Andy me dijo que estaba tranquilo porque había terminado y porque había recargado suficiente nafta para seguir. Era una etapa finalizada y ahora debíamos seguir adelante. Pero a mí, en cambio, me había pasado algo muy distinto. Volver a viajar me daba miedo. Veía la página siguiente en blanco y había olvidado cómo escribir. Me costaba comenzar de nuevo, porque me costaba creer que yo había vivido toda esa historia, pero algo adentro mío me lo confirmaba. Hacía más de medio año había leído que un viaje de mil millas comienza con el primer paso. Y había dado ese primer paso, orgullosa. Lo recordaba. Lo había dado con miedo, con dudas, con un poco de vértigo, ese vértigo lindo que mezcla la adrenalina con el coraje. Y me acuerdo que salí —sí, era yo, no era otra, no era un sueño, no era una aventura de un libro ajeno. Me acuerdo esa sensación de satisfacción cuando compré el pasaje, la liberación que significó mi último día de trabajo en Buenos Aires, cómo sentía que mi corazón me quería saltar del cuerpo y correr. Me acuerdo la despedida en el aeropuerto, los nervios antes de embarcar y el ponerme a llorar cuando miraba a mi ciudad despedirse de mí desde lo bajo. Y me acuerdo mi primer contacto con desconocidos, y también mi primer adiós de gente con la que me había encariñado. Me acuerdo también de la primera vez que hice dedo y el miedo que tenía a que nadie me levantara y cómo en cambio salió todo tan bien. Y me acuerdo también de cómo me fui a dormir esa noche antes de cruzar por primera vez la frontera y hacer una ruta desconocida.

Si había hecho todo eso alguna vez, si me había animado a dar el primer paso, y el segundo, y había así caminado tantos kilómetros, recorrido tantas historias, conocido tantas personas maravillosas, podría hacerlo de nuevo. Si había empezado a escribir mi aventura desde el principio, comenzarla otra vez no podría ser un problema, por más nervios, miedo o mariposas en la panza que tuviera de nuevo. Si había aprendido a moverme, a no saber donde dormir esa noche, a levantar el pulgar y confiar en desconocidos, a creer en el mundo y su hospitalidad, a abrir mi corazón a la aventura, nada podría impedírmelo esta vez.

Decidí dedicar mis primeras palabras de esa hoja en blanco a salir de la ciudad de Cusco y, finalmente, llegamos a Arequipa. Pasamos un día de turismo en la ciudad blanca que tanto nos gustó y que nos permitió ver el horizonte después de tanto tiempo rodeados de montañas. Era un descanso visual. Fue un día feliz: debíamos festejar nuestra vuelta al camino y así lo hicimos. Pero cuando esa noche nos fuimos a acostar, sabía que todavía faltaba algo. Queríamos volver a viajar a dedo, no porque eso nos ahorrara dinero, sino porque implicaba volver a confiar, a dejar en manos del mundo nuestro destino, a conocer a gente buena y a creer. Era algo que habíamos hecho muchas veces, pero había quedado en el tiempo. Y sabíamos que era el próximo paso en este viaje de mil millas. Por eso esa noche me fui a dormir con miedo, pero ese miedo lindo, como el vértigo de aquella primera vez. Me calmaba saber que era dueña de mis propios pasos, y que como lo había hecho antes, ahora podría hacerlo de nuevo. Tengo un lápiz en la mano y soy yo la que escribo mi propia historia, la que doy vuelta la página cuando no hay más espacio, la que decido cuando poner un punto aparte en ese párrafo y comenzar un nuevo capítulo. Esa noche, después de tanto tiempo, me dormí sin soñar con el sueño de siempre.


Compartí este post:

bottom of page