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El dinero no compra la felicidad.

Je veux d'l'amour, d'la joie, de la bonne humeur Ce n'est pas votre argent qui f'ra mon bonheur Moi j'veux crever la main sur le cœur*

Je veux - ZAZ

Este tiempo trabajando, sumado a las experiencias del resto del viaje, me dejaron una enseñanza: el dinero no compra la felicidad. Con ello no quiero decir que piense pasar el resto de mi vida sin tocar un solo billete, sino que comprendí que esos billetes no deben ser lo central. Si bien conozco comunidades y personas que incluso al día de hoy viven sin dinero, mi plan no es convertirme en una extremista. Si no, simplemente, darle a ello su valor, sin que quite mis alegrías.

La primera lección me la dieron las experiencias. Lo había estudiado en la universidad (estudio historia), y lo sabía en teoría. Sabía que la propiedad privada es un invento relativamente reciente del hombre y, más específicamente, del hombre europeo. Sabía que antes de que las personas poderosas empezaran a dividirse el mundo y adueñarse de porciones de tierra, existían comunidades por todo el planeta que compartían su territorio. Comunidades como los aymaras y otras etnias preincaicas, que practicaban el uso comunal: la tierra era de todos, cada familia tenía la concesión de una parcela y la cultivaba según sus necesidades. Si había una sequía, afectaba a todos por igual. Si en cambio era una buena época, beneficiaba a todos por igual. Y nadie tenía más que el otro, porque no hacía falta. Con la conquista incaica aparecieron las primeras propiedades privadas de los hombres poderosos, y los primeros tributos. Pero los incas no hicieron muchos cambios a las estructuras de esas comunidades; intentaron mantener todo como estaba, esa era su estrategia de dominación. En cambio, cuando llegaron los españoles, no sólo aumentaron los tributos, sino que quisieron romper con las formas y tradiciones de los indios. Y entre ellos, determinaron propiedades (o encomiendas) únicamente para los hombres blancos, quienes no sólo pasaban a tener el título de las tierras, sino también a ser propietarios del trabajo de los indios.

Hace tiempo que nos convertimos, entonces, de hombres iguales a dueños. Ser dueño de algo da poder, y lo aprendí con el tiempo, observando. Desde lo más pequeño a lo más grande. Pero ser dueño de algo también trae preocupaciones. Tener una casa implica mantenimiento. Tener un auto implica gastos. Tener cualquier cosa trae consigo el miedo a que se rompa, a que lo roben, a que se arruine o a que se pierda. Y a veces, toma tanta importancia cuidarlas que se vuelven centrales.

De las pocas pertenencias que traje como equipaje, había sólo algunas a las que les daba realmente valor: mis lentes de sol, mi bitácora, mi computadora y mi cámara de fotos. Era lo único que conservaba como tesoro y que me preocupaba cuidar. Mi primera pérdida importante fueron los anteojos de sol. Estábamos con Andy en Bariloche, él había llegado hacía pocos días y habíamos ido a relajarnos a un muelle del Nahuel Huapi. Hacía frío, pero estábamos tranquilos: Andy tocaba la guitarra y yo disfrutaba la paz de la naturaleza. En eso Andy me dice “¡se cayeron tus anteojos al agua!”. Me incorporé y miré para abajo. Efectivamente, el viento intenso de la Patagonia había empujado mis anteojos al lago. Estaban ahí en el fondo, se veían a través del agua trasparente. Empecé a desesperar, Andy lo entendió enseguida y buscó un palo largo para agarrarlos. Pero eran imposibles de alcanzar; la profundidad superaba los tres metros. Me puse a llorar estúpidamente y pensé en tirarme. Andy me hizo entrar en razón y volvimos a la casa para que me tranquilizara. A la tarde me puse la bikini, agarré una toalla y volví al muelle. Ese día no hacían más de 5 grados, pero no iba a perder mis anteojos así como así, sobre todo si los podía ver desde afuera. Me tiré. Aguanté algo así como cinco segundos: se me acalambraron las piernas del frío del agua y no pude bajar ni hasta la mitad. Aunque salí con bronca, decidí que los lentes no valían tanto como para arriesgarme así.

A lo largo del viaje perdí otras cosas: mi campera, que quedó en algún auto de los que hice dedo, una remera y un par de libros. Pero la segunda pérdida importante fue mi computadora, de la que me costó muchísimo despegarme. Lo sé, viajar con tecnología no es muy recomendable. La computadora implica peso, cuidado, y la probabilidad de que se rompa, que la roben o alguna otra cosa. Ya lo sabía cuando salí de mi casa, pero como para mí escribir el blog es parte de mi viaje, la computadora me parecía vital. El día que nos inundamos en San Juan (hace click aquí si querés conocer esta historia), junto con todo lo demás, noté que la computadora estaba empapada. Pero en aquel momento no reaccioné; la situación entera me exasperaba. Espere unos días para probarla y decidí mandarla a arreglar en Córdoba, donde tengo familia. Como tardaban mucho en hacerlo porque era época de feriados, decidimos seguir viaje, y quedamos con mi tía que me la enviaría cuando estuviera lista a La Quiaca. Si volviera el tiempo atrás, le diría que se la quedara, que la recuperaba cuando volviera. O ni la arreglaría. Pero en ese momento no sabía que la computadora nunca llegaría a La Quiaca, que me enteraría de ello estando ahí, a punto de cruzar la frontera con Bolivia, y que el correo se negaría a enviármela. Cuando ese día, tan mentalizados para pasar al país vecino, el correo nos informó que estaba en San Salvador de Jujuy, 300 kilómetros más al sur, rompí en llanto. Habíamos estado esperándola varios días, retrasando nuestro viaje, y además, debíamos retroceder un largo tramo para recuperarla. Me costó mucho tranquilizarme, pero finalmente decidimos volver a Jujuy y buscarla. Sin embargo, la vuelta (y todo el gasto de dinero que ello implicó) no valió la pena. Encontré mi computadora peor que antes: en el envío se había rajado la pantalla y, para colmo, no funcionaba la batería. Mi primera lección fue, entonces, que tener pertenencias trae preocupaciones. Si no le hubiese dado tanta importancia a esas pocas cosas que tenía, tal vez no hubiese pasado los malos momentos que pasé; tal vez me hubiese ahorrado la impotencia, la angustia, la bronca, y lo que me salieron esos pasajes ida y vuelta de La Quiaca a Jujuy.

La segunda lección, sencilla como suena, fue que quienes más tienen, más quieren. Desde que estudié el capitalismo supe que aborrecía lo que él mismo implicaba. De forma breve, según Karl Marx, el capitalismo divide a los hombres entre los que son propietarios de los medios de producción y los que no tienen más propiedad que su fuerza de trabajo. Este sistema, necesariamente, genera desigualdad. Porque, primero que nada, lo que le da ganancias a los propietarios es esa misma fuerza de trabajo de los no propietarios, y porque como el hombre nunca se satisface, quienes más tienen no retribuyen a quienes no tienen en un acto de justicia, sino que quieren más. De hecho, creen que lo que tienen es poco, es insuficiente. La mayoría no tiene idea lo que es tener poco. Lo que es no tener lo suficiente para vivir. Siempre supe todo ello en teoría, y podría explicarlo de mil maneras. Y siempre estuve del lado de los que disponemos de nuestra fuerza de trabajo. Sin embargo nunca tuve la suficiente distancia como para verlo claramente. Recién ahora, viví al capitalismo en carne propia y comprendí lo que significaba.

Empezamos a trabajar en un restaurant hace un mes, con muchísimo entusiasmo. Como en cualquier negociación, a ellos les servía nuestro trabajo y a nosotros nos servía su sueldo. Pero las cosas no resultaron como esperábamos. Día a día nuestro trabajo se fue multiplicando, y de a poco nos dimos cuenta que nos exigía prácticamente disponer todo el día para ello. Al poco tiempo comprendimos que los dueños nos veían a nosotros como un costo más, y por ende, trataban de reducirlo, como a todos los demás. Mi fuerza de trabajo estaba en la lista junto con el arroz, la carne de alpaca, y las copas de vino, que si las rompíamos las teníamos que pagar. Con Andy decidimos que regalar nuestro trabajo era ridículo, más considerando un montón de inconvenientes que todos los días se presentaban en el restaurant. Pedimos un aumento de sueldo, que, creíamos, nos correspondía. Nos lo negaron a cambio de un acuerdo paupérrimo. Después de una lucha interior y de irnos a dormir varios días pensando, preocupados o tristes, concluimos que lo mejor era irnos. No sólo no nos sentíamos valorados, si no que aprendimos que nuestra mano de obra tiene un precio.

La última lección fue que tener una mentalidad ahorrativa quita el foco de otras cosas importantes. Cuando salí de mi casa, lo hice con un presupuesto suficiente para lo que me proponía hacer. Sin embargo, con el tiempo y junto con Andy, empezó a preocuparnos que no nos alcanzara. En el Noroeste argentino disponíamos de nuestros últimos pesos, y como cualquier argentino entenderá, nos rehusábamos a cambiar dólares. Pasamos tres semanas entre Salta y Jujuy acotando nuestro presupuesto al mínimo: elegíamos si comer arroz con tomate o arroz con atún, pero nunca las dos juntas. Buscábamos los campings más baratos y evitábamos a toda costa gastar dinero en lujos. Sin embargo, después de esas tres semanas, pasó lo de la encomienda de la computadora y tuvimos que volver a Jujuy. En un día gastamos lo que habíamos ahorrado en quince, y pronto nos dimos cuenta que no tenía sentido. Habíamos dejado de hacer cosas que disfrutábamos para tratar de gastar menos, y a veces yo me sobrepreocupaba. Finalmente, cuando estuvimos en Bolivia, descubrimos que el país vecino era más caro de lo que suponíamos y que cualquier excursión, salida o entrada a museos tenía precio. Conocimos gente en La Paz que prefería no pagar nada por conocer una ciudad, y por ello se perdía tal vez de cosas muy interesantes. Nosotros no queríamos viajar así. Por ello cambiamos de estrategia y preferimos disfrutar: hacer lo que realmente nos gustaba sin restringirnos y dejar de vivir a arroz y fideos por obligación. Puedo jurar que fuimos mucho más felices; cambiamos la mirada a otras cosas, en vez de contar billetes y hacer cuentas.

Sabíamos que algún día se acabaría, pero también aprendimos que la plata va y viene. Se hace. Y darle tanta importancia no garantiza que dure más. Si la plata se vuelve el fin en sí mismo, ¿se justifica cualquier medio para alcanzarla? ¿Tener más dinero, por sí mismo, qué genera? Si algo me dejó claro toda mi experiencia es que el dinero puede servir como un medio para llegar a un fin. Pero el dinero no compra la felicidad.


*Traducción:


Quiero amor, felicidad, bueno humor,

no es vuestro dinero el que me hará feliz,

yo lo que quiero es morir con el corazón en la mano.

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