top of page

Un Qhapaq Ñan* alternativo o la ruta a la felicidad.

Cumplí mis seis meses de viaje caminando por una vía alternativa al Machu Picchu. Fue la mejor y la más difícil experiencia que viví en mi vida. Cinco días atravesando montañas nevadas, praderas, selvas, pueblos perdidos, ríos y cascadas; cinco días cargando diez kilos en la espalda; cinco días de pura naturaleza y por fin, poco turismo; cinco días de buena compañía; cinco días de silencio y profunda reflexión.

La idea de hacer ese camino inca alternativo no fue nuestra, nos la sugirió nuestro compañero de cuarto en el hostel de Cusco, un israelita con muchísima experiencia de trekking. Habíamos pasado dos días en esa ciudad de la que tanto me habían hablado y que, misteriosamente, me había rechazado. Llegamos con ganas de trabajar y nos cruzamos con mil obstáculos; caminamos sus calles pintorescas escuchando ofertas de masajes, tours y restaurantes pero siempre en inglés; recolectamos información para ir al famosísimo Machu Picchu y descubrimos que era mucho más caro de lo que creíamos. Por fin estábamos en donde suponíamos que queríamos estar pero de pronto todo parecía volverse en contra. Nos sentamos en un banco de la Plaza de Armas y pensamos seriamente en no ir a las ruinas, mientras nos trataban de vender un mapa a 10 dólares , pinturas y artesanías. Incluso siendo un punto crucial en mi viaje (o eso creía), el precio nos parecía excesivo, y nos angustiaba sentirnos sólo dólares caminando, listos para ser atrapados por algunas de las miles de agencias que hay en Cusco y sus ofertas ridículas. Finalmente, volvimos al hostel, sin saber bien qué hacer. En eso, Barry, nuestro compañero, nos contó que había encontrado la forma más barata y menos turística de ir hasta el Machu Picchu y que salía esa madrugada a las cuatro de la mañana. Teníamos menos de doce horas para decidir si lo acompañábamos y, casi sin pensarlo, dijimos que sí. No sabíamos a lo que nos enfrentaríamos, pero todo se había dado de esa manera por alguna razón.

Lo que encontramos en ese camino fue mucho más de lo que nos esperábamos. Nunca había hecho algo así y fue, admito, bastante difícil. Llevábamos las mochilas en la espalda con la carpa, las bolsas de dormir y comida; subimos hasta 4600 metros de altura (lo que implica falta de aire) y caminamos 18 kilómetros o más por día, siempre subiendo y bajando, pasando terrenos difíciles, soportando el peso, el cansancio, el clima cambiante y la falta de energía. Pero la experiencia en sí fue alucinante. Ese camino me cambió por completo: sentí que lo empecé siendo una persona y lo terminé siendo otra.


DÍA 1 – Mollepata a Soraypata; comienzo de nuestra travesía.


Arrancamos todavía de noche en un bus local que nos llevó primero hasta Mollepata y después hasta Marcojasa. Desde ahí empezamos a caminar por un senderito finito, con entusiasmo y mucho peso, aprovechando para conocernos mejor con Barry, nuestra nueva compañía. En algún momento nos perdimos, pero pronto retomamos el camino atravesando árboles y plantas. Ese día llegamos a nuestra primer parada oficial, Soraypata, a eso de las 3 de la tarde. Almorzamos unos sándwiches con palta y descansamos; había sido un día intenso. Pero era temprano para acampar ahí, así que decidimos hacer unos kilómetros más y, en el camino, nos cruzamos con Aaron y Marco, otros dos chicos que estaban haciendo nuestra ruta sin guía y por sí mismos. Los chicos se acoplaron a nosotros y seguimos caminando, casi una hora y media en subida, que se hacía cada vez más difícil porque Andy y yo estábamos agotados y nos pesaban mucho las mochilas. Finalmente, justo antes de que se pusiera el sol, encontramos un terreno llano para acampar. Le pedimos permiso a un hombre que vivía a solas en su casita perdida en la montaña y nos ofreció un techo para cocinar. Estábamos muy cansados y el frío era terrible (habíamos alcanzado casi 4200 metros de altura), así que simplemente comimos cada uno en su carpa y nos fuimos a dormir.

DÍA 2 – Salkantay o el punto más alto del camino.


A pesar del frío que habíamos pasado durante la noche, amanecer en un lugar como aquel era impagable. Solos, en una pequeña pradera al lado del río que fluía con fuerza, rodeados de montañas blancas y de algunos animales. Apreciamos un rato la vista mientras desayunábamos y después nos pusimos en marcha, a eso de las 6 y media de la mañana. El tramo de ese día era, teóricamente, el más complicado. Debíamos seguir subiendo hasta llegar a los más de 4600 metros sobre el nivel del mar, al pie del cerro Salkantay, un cerro completamente nevado y, si no me equivoco, el más alto de la zona. La subida, personalmente, me costó muchísimo. Sentía que me faltaba el aire y la energía, y cada paso dolía, cada dos metros debía frenar para respirar, y encima habíamos comenzado el día optando por un camino muy difícil que era innecesario y que me había agotado. Sin embargo, llegamos. Ver el Salkantay, imponente, y saber que habíamos logrado el punto más alto en nuestro recorrido fue, realmente, un logro. Tal vez más que llegar al Machu Picchu; me podía ir feliz habiendo llegado hasta allí. Caminamos unas cuantas horas más en medio de la niebla y la lluvia; los chicos iban muchísimo más adelante y nosotros solo queríamos encontrar un lugar para comer. Lo hicimos bajo un techito en el medio del camino donde nos reencontramos con el grupo y continuamos. El día mejoró y con eso nuestras energías, y así llegamos por la tarde al primer pueblo grande, donde la mayoría de los tours paraban a dormir cómodamente. Nuestro grupo tenía una sóla máxima: le escapábamos a la gente. Lo único que queríamos era la tranquilidad de la naturaleza. Por ello seguimos avanzando hasta encontrar un lugar donde pudiéramos estar a solas, así que, de nuevo, acampamos a la costa del río, en un pequeño espacio verde rodeado de montañas, ya no blancas si no repletas de vegetación.

DÍA 3 – Termas a Llactapata, la vía alternativa.


El tercer día salimos un poco más tarde y, quizás por error o quizás por una intención escondida, tomamos un camino alternativo al alternativo. Por la montaña de enfrente se veía una carretera en la que caminaban los grupos de excursión que habíamos cruzado los días anteriores. En nuestro sendero, en cambio, sólo estábamos nosotros. Nosotros cruzando cascadas, nosotros subiendo y bajando constantemente, nosotros mirando paisajes, nosotros comiendo frutillas y granadinas que crecían al borde del camino. Aaron y Barry iban bastante más adelante (como siempre), así que Andy y yo charlábamos con Marco mientras observábamos la enorme y hermosísima biodiversidad de la selva.

De pronto, el camino desapareció, y en su lugar había un barranco que bajaba varios metros hacia el río. Vimos a los chicos del otro lado del barranco, donde continuaba el sendero, y nos dio mucho miedo. Buscamos otra forma de atravesarlo, pero no había. Lo único que quedaba por hacer era vencer el miedo. Costó, casi una hora de tener el corazón en la boca. Pero lo hicimos, mientras de la montaña de enfrente (nos enteramos después), los grupos turistas nos sacaban fotos y filmaban, impresionados por nuestra locura finalmente convertida en hazaña.

Ese día, caminando por la mano de enfrente al Qhapaq Ñan alternativo, entendí la “línea” de mi viaje, es decir, lo que guía mi viaje. Erróneamente, creía que llegar a lugares como la Isla del Sol o el Machu Picchu eran puntos centrales, pero descubrí que estaba muy lejos de ello y que lo que más me llena no es llegar a ciertos destinos, sino la forma en que lo hago. Y la forma que elijo hacerlo es, siempre, la vía alternativa. Hacer esta ruta era una metáfora de lo que venía haciendo desde que salí: encontrar una forma distinta de llegar, de caminar, de pensar, de viajar. Salir a dedo, acampar en una playa desierta en La Isla del Sol, llegar a las Salinas Grandes de Jujuy sin excursión, o caminar 70 kilómetros en la naturaleza para uno de los lugares más turísticos del mundo. Cada vez que elijo la vía alternativa, que me rebusco para llegar a un lugar, que no opto por la opción fácil, el viaje se convierte en la mejor parte, más que el destino en sí. Estas vías alternativas me hicieron conocer personas increíbles, lugares escondidos, o encontrarme cara a cara con la sorpresa constante. Si hubiese elegido hacerlo de la forma fácil, tal vez no hubiese conocido a la familia Videla-Asis, que tan bien nos recibió en San Juan y tanto nos dejó; tal vez no me hubiese topado con una familia aymara a las costas del lago Titicaca; tal vez no me hubiese alegrado tanto de llegar a Santiago de Chile sin esas 30 horas en camión. Hacer la ruta alternativa es siempre parte de seguir desafiándonos y conociéndonos cada día un poco mejor.

Después de almorzar atosigados por dos niñas del pueblito que nos preguntaban absolutamente todo y nos pedían nuestra comida, continuamos viaje. A Barry se le ocurrió elegir la ruta más corta pero más difícil, y a nosotros se nos ocurrió seguirlo. Fue terrible. Nos corría el tiempo (en Perú el sol cae a eso de las 5:30 de la tarde) y los pocos kilómetros que faltaban subían 1000 metros de un solo tirón. Mi espalda, mis piernas y mis pulmones no daban más. No sabía de dónde sacar las fuerzas para seguir y, para colmo, tampoco sabía cuánto faltaba para llegar. Los demás nos llevaban más de media hora de ventaja y a nosotros no nos daba para frenar siquiera a sacar fotos porque lo único que podíamos ver en el imponente paisaje era el sol que se iba escondiendo detrás de la montaña. Pensé incluso en rezarle al Inti, que por algo era el dios máximo de los Incas, y a la vez me convencía de que haberlo seguido a Barry y haberle dicho que sí a hacer ese camino por Salkantay había sido una inconsciencia. Pero por suerte, a eso de las seis, cuando aún quedaban los últimos rastros de luz, llegamos al punto más alto, y encontramos a los chicos con sus carpas ya armadas. No podía estar más aliviada, más contenta. Esa tremenda subida había sido todo un desafío e incluso los chicos nos decían que no podían creer que hubiéramos llegado, que creían que acamparíamos en el medio, y que estaban sorprendidos por cuánto nos íbamos superando a nosotros mismos en cada obstáculo. Cansados pero satisfechos, comimos nuestra mejor cena (unos fideos con cebolla y salame), y nos fuimos a dormir.


DÍA 4 – Llactapata a Aguas Calientes: tramo final.


Los kilómetros que nos faltaban eran muchos menos, así que nos tomamos ese día más relajados. Había que bajar todo lo que habíamos subido el día anterior y a Andy le dolía mucho el pie, por lo que lo hicimos a nuestro ritmo junto con Marco. Almorzamos muy tranquilos un poco antes de la Hidroeléctrica (empezamos el día bastante más tarde que los demás, porque sino hubiésemos llegado a Machu Picchu para el mediodía). Finalmente, llegamos al punto de encuentro con la mayoría de los turistas, la Hidroeléctrica. Desde allí hicimos el último tramo por las vías del tren más caro del mundo, los últimos diez kilómetros en terreno plano, un lujo. Llegamos a Aguas Calientes (o también conocido como Machu Picchu pueblo) por la tarde y buscamos un hostel. Para festejar la llegada y mis seis meses, que eran justo ese día, salimos a comer a un restaurant con Barry y Marco. Brindamos con cerveza, nos bañamos finalmente (no me había dado cuenta lo que extrañaba una ducha y una cama) y nos fuimos a dormir.

DÍA 5 – Machu Picchu y la no sorpresa.

Para ir a las ruinas de Machu Picchu hay que levantarse muy temprano. Así que a las 4 y media ya estábamos caminando con linternas, en una peregrinación eterna de gente que parecía casi un ritual religioso. Subimos los famosos escalones hasta la entrada y llegamos casi primeros, un poco cansados pero con un buen ritmo, gracias a los cuatro días de preparación anteriores. Así, de la nada, a las seis de la mañana estábamos dentro del parque. Estábamos en Machu Picchu. Había sido un destino soñado para mí, estudiante de historia y viajera; lo habíamos logrado. Sin embargo, no estaba tan emocionada como lo esperaba. El camino hacia allí había sido muy intenso y – lo sabría después – me había enseñado muchísimo. Las ruinas de Machu Picchu, en cambio, se convertían en un tic en mi lista, en un destino cumplido, en una foto obligada. No puedo decir que no me gustó; Machu Picchu es impactante, sobre todo si se tiene un poco de conocimiento de la historia de los Incas. Pero es previsible. Quizás por eso, al no haber efecto sorpresa, mi alegría no fue tan grande como cuando hago cosas fuera del programa. Y además, después de cuatro días casi a solas con la naturaleza, llegar a una meca turística como aquella me abombaba. Caminando por los pasadizos entre las piedras se pueden oír mil idiomas, se pueden ver personas venidas de todas las partes del mundo, todas haciendo fila en los puntos clave para fotografiar, esperando que el turista de allá se corra, o que el de acá avance. A mí, personalmente, la historia incaica (y preincaica), me fascina. No podía dejar de conocer el Machu Picchu, incluso si ya había estudiado lo que más me gusta, que es saber cómo vivían, sus tradiciones, su increíble inteligencia para adaptarse a lo que hiciera falta, sus creencias y respeto por la Pachamama. Tal vez lo que me jugó en contra a la hora de enfrentarme cara a cara con las ruinas fue un poco haber visto tantas fotos y haber escuchado a tanta gente hablarme de ellas, o un poco el cansancio, o un poco el hambre – porque según el folleto que te dan al comprar las entradas, no está permitido llevar comida. Por ello, a eso de las tres de la tarde bajamos al pueblo junto con Barry. Llegamos a un restaurant y nos sentamos desesperados a comer una pizza. Estábamos hechos; habíamos logrado lo que nos propusimos, y había sido una buena experiencia. Nos mudamos de hostel y nos quedamos hablando un rato largo hasta que nos dormimos.

DÍA 6 – o el camino de vuelta a Cusco.


Nos levantamos tranquilos y fuimos a desayunar a una panadería francesa. Un buen café con leche y una medialuna eran un buen regalo para culminar nuestra travesía. Agarramos nuestras mochilas (que después de dos días de descanso nos resultaban mucho más livianas) y emprendimos la vuelta por las vías. En esa caminata de un poco más de dos horas, entablamos una conversación muy profunda con Barry que, personalmente, fue como una iluminación. La combinación de volver, de haber tenido tantas experiencias en pocos días, de haberlo conocido a Barry (una persona con mucha sabiduría), y de estar más tranquila me ayudó a incorporar todo lo que había aprendido. Pero no sólo en ese camino, sino en todo mi viaje. Y de pronto, me sentía completamente en paz. Me di cuenta cuánto había crecido, cuánto había aprendido en el viaje, cuánto había cambiado, y me sentí mejor que nunca. El camino (y el viaje) había sido una metáfora de la vida en sí: sus subidas y bajadas, sus momentos difíciles, sus alegrías, sus angustias, los miedos superados, los obstáculos y barreras, la felicidad de la llegada o del logro cumplido, la compañía, los momentos de silencio y los momentos de risas, lo básico: la comida y el lugar para dormir, los paisajes, los desafíos. Me di cuenta que después de mucho tiempo, tal vez toda la vida, soy plenamente FELIZ. Y la felicidad es algo que no se cambia por nada. La naturaleza me ayudó a entender que, por fin, estaba tranquila; mi corazón, mi cabeza y mi cuerpo están alineados. Descubrí que viajar me hace feliz, eternamente feliz. Que viajar me hace libre; me enseña, me hace crecer, me ayuda a madurar, me llena de experiencias y, por sobre todo, me llena el alma. Viajar es la forma que yo encuentro de estar bien conmigo, porque viajando me siento totalmente yo misma. Soy feliz cada vez que me cruzo un alma nueva, que aprendo algo, que conozco un nuevo lugar. Soy feliz cuando escucho, cuando veo, cuando me amigo con la naturaleza. Soy feliz caminando, recorriendo, sin destino ni tiempo. Soy feliz en ese intercambio mágico que se da tan fácil cuando se viaja; soy feliz con las pequeñas sorpresas de este itinerario tan flexible. Aprendí a valorar las cosas más simples y que esas cosas, de nuevo, me hagan feliz. Valoro un buen plato de fideos, cuando antes no podía comerlos sin queso; o una cama con sábanas limpias; o una ducha caliente; o la invitación de un desconocido, no importa sus condiciones. En estos seis meses (o medio año), entendí que si viajar me hace feliz, me hace crecer, me hace mejor persona, entonces tal vez ese sea mi camino. Me di cuenta que quiero conocer el mundo, pero no todo de un saque, si no de a poquito, siempre volviendo para encontrar a mi familia y mis amigos, a esas personas que son las que me dan el amor suficiente para seguir adelante.

Porque lo otro que me enseñó este camino (y estos seis meses) fue que las personas que se me cruzan no son una casualidad, y que cada una de ellas va nutriendo un poquito de mi alma, va enseñándome algo que no sabía y que me hace crecer. Como miles de personas a lo largo de mi viaje, Barry fue una de ellas. Pero también descubrí que por más y mejores amigos que me haga, gente que conozca, los que verdaderamente me quieren están todos allá, en mi país, y son los que me nutren con su cariño y con su apoyo constante. Porque puedo darle la vuelta al mundo entero y escribir un cuaderno completo con los nombres de quienes voy conociendo, pero al amor como amor puro se lo cuenta con los dedos de las manos.


*Qhapaq Ñan significa “Camino Inca”. El más conocido es el que va desde Ollaytantambo a Machu Picchu; sin embargo, la red de caminos del imperio incaico es muchísimo más grande (llega de Argentina-Chile hasta Ecuador-Colombia) y se compone de miles de ramas y senderos que, por supuesto, no están todos conservados. El Tawantinsuyu o “Imperio Inca” se componía de cuatro partes a las cuales se llegaba a través de esta red de caminos que partían todos desde la ciudad de Cusco, centro máximo del imperio.

Compartí este post:

bottom of page