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Bolivia, qué hermosa eres.

Ay, Bolivia, qué linda eres. Qué linda es tu gente, tus ciudades, tus calles y tus esquinas. Qué linda es tu historia y tu cultura. Qué lindos tus paisajes y tu vida. Bolivia, qué maravillosa eres.

Desde que llegué a Bolivia, no paré de sorprenderme. Ese país estaba listo para recibirme y lo hizo con los brazos abiertos. Todo lo que hice, todo lo que conocí, todo lo que vi, fue distinto a lo que me habían dicho y a lo que, por ello, me imaginaba. Me hablaron de malos tratos, de comida no muy rica, de ciudades sucias, y en cambio encontré gente muy amable, que supo ayudarme cuando lo necesité y que siempre me respondió con una sonrisa; platos abundantes y variados deliciosos; ciudades prolijas e impecables. Con Bolivia me encariñé enseguida, y me fui con mucha nostalgia, sabiendo que tarde o temprano tengo que volver. Porque de Bolivia conocí sólo la superficie de ese enorme océano que es la cultura e historia boliviana. Conocí sólo una parte de su territorio, de sus paisajes, de sus ciudades y, más que nada, recorrí lo típico, lo turístico. Detrás quedó una enorme red de gente, lugares, platos y tradiciones que no llegué siquiera a mirar de lejos. Sin embargo, creo que indagué lo suficiente. Pregunté, leí, conocí y hablé con muchos bolivianos. Viví en casas, compartí almuerzos, aprendí aymara y pasé tiempo con nativos. Me fui anonadada con eso que conocí y con ganas de volver para seguir aprendiendo.

En Bolivia nos pasó de todo. Primero conocimos TARIJA, una ciudad verde y calurosa del sur, donde se cultivan muchas uvas y se hacen vinos que me resultaron dulces. Nos hospedamos con una familia de conocidos y el primer día ya tuvimos un típico almuerzo boliviano: sopa de entrada y variedad de arroz, fideos, ensaladas, verdura, carne y choclo para el segundo. Después, Mauri y Dani nos llevaron a recorrer y más tarde salimos con sus amigos para conocer la noche boliviana. El resto de los días los pasamos descansando: viendo películas, durmiendo la siesta y reponiendo energías.

Un jueves decidimos que era hora de irnos para POTOSÍ. Viajamos de noche y llegamos temprano. Por desinformación terminamos en un alojamiento muy barato pero sin cocina y en una zona muy fea, así que decidimos mudarnos para el centro. Pero esa primera impresión no duró mucho; de Potosí me enamoré enseguida. Esos callejones finitos hechos para cuando pasaban sólo personas y carruajes, su estilo colonial, sus colores, sus balcones, sus puertas, sus faroles; su mezcla perfecta de lo antiguo con lo moderno (si querés saber más sobre mi opinión de Potosí, hacé click acá). La primera sorpresa me la dio una señora del mercado, al regalarme una zanahoria; tan distinto a ese trato del que me habían hablado. En Potosí conocimos a una de las personas que más me marcó. Paul es un coreano de 50 años de edad que parece de 25 y que dio la vuelta al mundo 6 veces. Su plan es esperar a que crezca su hija y salir con su mujer a seguir viajando en una camioneta volswagen. Es de esos tipos que te nace decir “algún día quiero ser cómo él”. De esa gente sabia que tiene mucha paciencia para todo, que sabe callar, que parece vivir sin preocupaciones. Valora todo, lo más sencillo de la vida, desde la electricidad y el agua hasta el simple hecho de poder dormir; de que el ser humano sea capaz de descansar el cuerpo y la cabeza con tan sólo cerrar los ojos. De esos que frente a cualquier situación piensan que “podría haber sido peor”, que parece no tener miedos y que no encuentra una locura el estar hablando un coreano con dos argentinos en Bolivia, porque dice que el planeta es mucho más chico de lo que creemos. Paul me decía que en su casa no usaban la palabra “odio” sino “no me gusta”, y que lo más maravilloso de viajar era conocer gente como nosotros, compartir tiempo con desconocidos y aprender de ellos, porque había entendido con los años que no sólo se aprende de los ancianos sino que los jóvenes tienen mucho que enseñar.

A Paul lo conocimos de pura “casualidad”. Dormía en nuestro cuarto y, en nuestra primera noche, mientras cocinábamos, Paul se desmayó y se hizo un enorme corte en la frente. Cuando nos dimos cuenta, lo único que nos nació fue ayudarlo. Cambiamos nuestra cena romántica por una ida al hospital: Paul no sólo corría el riesgo de volver a desmayarse sino que no hablaba una gota de español. Lo único que podía decirnos era “Gracias”, y yo le respondía que la vida es un ida y vuelta. Al día siguiente, después de nuestra extenuante visita a las minas, Paul nos invitó a cenar. Comimos una pizza acompañada de historia, de cultura y de muchísimas enseñanzas que me llevo guardadas. Nos despedimos de Paul sabiendo que había dejado algo en nosotros y nosotros en él, y que en eso residía lo mágico de viajar, en esa gente fugaz que deja huellas, que deja algo abierto, por si alguna otra vez la vida nos vuelve a cruzar. Y Bolivia estuvo llena de esa gente y esas experiencias.

La mañana siguiente partimos para UYUNI bien temprano. No estábamos seguros de ir: era caro, y ya habíamos visto las Salinas Grandes de Jujuy, que nos habían impactado por lo inesperado. En cambio, el Salar de Uyuni nos resultaba de lo más turístico y predecible. Sin embargo, nos equivocamos de nuevo. A eso de las 4 nos subimos a la camioneta con tres asiáticos, un noruego, una chilena y Edgar, nuestro conductor. Nos fuimos al salar escuchando típica música boliviana y hablando en inglés, porque la mitad de la tripulación no entendía el castellano. Tuvimos una tarde increíble: el sol se ponía en el horizonte y se reflejaba en el salar; el cielo parecía no tener fin y los amarillos, violetas y naranjas nos empapaban los ojos, mientras conectábamos con el noruego, que nos decía convencido que el futuro está acá, en Sudamérica.

A SUCRE llegamos a la madrugada, como siempre (por los consejos de muchos, los tramos largos y la calidad de las rutas, nos convencimos estúpidamente de que hacer dedo en Bolivia era imposible, así que nos manejamos para todo el país tomando buses a la noche para aprovechar el viaje, llegando siempre de madrugada y esperando en terminales a que amaneciera). Y a SUCRE lo saludé enferma. Ya había escuchado tantas experiencias de personas a las que les había afectado la altura o la comida, que me había cuidado especialmente del estómago. Y sin embargo no pude resistir la enfermedad del viajero. Pasé casi todos los días yendo y viniendo al hospital, donde de nuevo, la amabilidad de la gente que me atendió me sorprendió. Después de una noche de hostel, nos encontramos con nuestro primer couchsurfer boliviano: Vicente. Vicente fue otra de esas grandes personas que conocí en este viaje. Si bien trabajaba todo el día, almorzamos y cenamos con él y su familia, aprendiendo mucho sobre su país. En su casa nos sentimos más que bien acogidos; la mamá de Vicente no paraba de cuidarme con la comida y el papá nos hablaba de historia, que tanto le aficionaba. Nos dieron todo lo que tenían, y nos trataron de lujo. Fue el hospedaje perfecto para esa ciudad perfecta. Por

que SUCRE es de las ciudades más lindas que conocí: ciudad blanca, de tejados naranjas; calles empedradas que suben y bajan; plazas prolijas y limpias; flores y enredaderas creciendo en las paredes y balcones; personas amables por doquier; gringos aprendiendo español caminando por sus calles; mujeres vendiendo jugo de fruta y artesanías; edificios coloniales impecables, rebalsados de historia. SUCRE es increíblemente hermosa. No me costó, a pesar de mis idas y venidas al hospital, hallarme a gusto en ella; amar su marcada personalidad. Y en SUCRE, más que en ningún otro lado, descubrí el verdadero valor de Bolivia, país hermano, que tanto ignoraba. País que luchó y sigue luchando por su independencia, que comparte nuestros héroes y nuestras batallas, que conserva con orgullo su historia y su fuerza, que recuerda con honor a sus primeros revolucionarios, a esos indígenas que se levantaron contra la opresión, que revaloriza lo originario y retoma sus lenguas nativas, sus costumbres nativas, sus valores, y se niega a dejar que la civilización la pase por encima.

Aunque podría haberme quedado una semana más en Sucre, después de cinco días nos fuimos a COCHABAMBA, donde nos recibió nuestro segundo couchsurfer, un argentino que hacía tres años estudiaba en Bolivia. Con Marcelo compartimos unos días entre risas y mates, subimos al mirador, almorzamos en Sipe Sipe y recorrimos el gigantesco mercado de Cochabamba. Los mercados en Bolivia son, realmente, imperdibles. En un mercado se puede conseguir desde unas zapatillas, una naranja o una antena de televisión. Los pasillos de los mercados son una vorágine constante; de gritos, de los “qué va a llevar”, de collas que van y vienen con sus polleras y sus trenzas (una antigua imposición española que hoy se conserva como costumbre), de puro regateo, de esa globalización que se mete en el medio pero que no destruye todo.

Como última ciudad, fuimos a LA PAZ. De pronto, nos vimos envueltos en el caos de una capital: los gritos, las bocinas, la gente apurada que te choca, los turistas que frenan en el medio a sacar fotos, los puestos callejeros, el movimiento incesante. LA PAZ era todo lo contrario a “la paz”. Los dos queríamos más que nada en el mundo encontrar un lugar tranquilo. Nos miramos y nos dijimos “basta de ciudades”. Pero como nuestro hostel era de los más feos en los que estuve, no nos quedó otra que salir a pasear todo el día. Y ello nos dio una nueva visión de la ciudad. Fuimos hasta el barrio Sopocachi y tomamos el teleférico hacia el alto. De pronto una ciudad nueva se nos presentó frente a nuestros ojos: La Paz es enorme, y es alucinante. Me imaginé como hace más de medio siglo, los incas (y los pueblos preincaicos), se habían arreglado para construir en ese espacio tan difícil un lugar tan poblado. Y al día de hoy, ese ingenio humano sigue sorprendiendo. Cómo hay casas que trepan montañas, valles y quebradas repletos de lucecitas de noche, y un paisaje de montañas (¡incluso nevadas!) alrededor. Volvimos agotados; habíamos caminado muchísimo en esa ciudad de altura, donde una cuadra ya es mucho y donde el aire cuesta.

Nuestra siguiente parada fue COROICO, entrada a la selva. Por fin nos alejábamos de las ciudades. Pero lo más especial de Coroico no fueron las cascadas, las montañas llenas de verde tropical, los árboles de plátanos o los arcoíris, si no, de nuevo, las personas que conocimos. En Coroico nos armamos un fantástico grupo internacional: éramos nosotros dos (argentinos), un peruano, un chileno, y un belga que hablaba español a la perfección. Nos hicimos tan amigos que no sólo caminamos ese día en el pueblo selvático, sino que pasamos una linda noche compartiendo historias y, cuando estábamos a punto de separarnos, cambiamos planes y nos quedamos todos juntos una noche más en La Paz. De allí nos fuimos a ACHACACHI, otro pueblo a una hora y media de la capital, donde nos esperaba nuestro siguiente couchsurfer: Milton, y dos franceses que nos acompañaron lo que nos quedaba en Bolivia. Seguía maravillada por la gente que conozco viajando, que siempre me enseña algo, no importa de dónde venga, o qué haga, o en qué idioma hable. Cada uno me dejaba algo, y Milton o los franceses no eran la excepción. ACHACACHI fue perfecto, porque sirvió para descansar, para encontrarnos con la naturaleza cara a cara. Nos fuimos con Andy temprano hasta el Dragón Dormido, un cerro al borde del Titicaca que no está explotado turísticamente y que justamente por ello es un lugar increíble. Nos perdimos un poco pero llegamos; de pronto estábamos acostados en la playa blanca y perfecta, mirando ese enorme lago, con tanta historia y tanta vida. Después de un rato, empezamos a caminar y enseguida nos topamos con una familia aymara que nos pidió ayuda y nos ofreció refresco. Nos quedamos un rato largo con ellos; aprendí un poco de ese magnífico idioma, de su forma de vida, de su comunidad, de cómo mantenían costumbres y solidaridad. Cada palabra que intercambiaba en Bolivia, cada paisaje, cada lugar, me iba llenando, me iba acariciando el corazón.

Lo último que hicimos fue la ISLA DEL SOL, a la que fuimos con los franceses. Costó llegar y cuando lo hicimos, caminamos casi dos horas con todo nuestro equipaje, subiendo cerros y tratando de vencer la altura y la falta de aire. Finalmente, encontramos nuestro lugar. Los franceses se volvieron al centro, pero nosotros decidimos quedarnos ahí, en una playa donde no había nadie, rodeada de esos cerros, bajando las ruinas incaicas, a la costa del inmenso lago que no paraba de sorprendernos. Si bien la Isla del Sol era demasiado turística y no nos había gustado tanto al principio por ello, cuando nos encontramos solos en ese terreno paradisíaco nuestra opinión cambió. Era nuestra última noche en Bolivia y no podíamos pedir nada más. Bolivia nos despedía con un cielo lleno de estrellas, con el sonido de las olas que golpeaban en la costa y el silencio absoluto. Nos despedía con esa maravilla natural que son sus paisajes, y nos llenaba el alma. Bolivia me acariciaba suavemente mientras dormía y me invitaba a volver, mientras me decía despacito que tenía mucho más para darme.

Literalmente, amé Bolivia: esa mezcla cultural tan extraña, tan híbrida, tan llena de colores y de tradiciones, de festines, de idiomas, de personalidades, de comunidades y etnias. Es esa conservación de amor y respeto a la Pachamama, del sentido de solidaridad, de la reciprocidad continua. Aún hoy, en Bolivia existen muchas personas que agradecen a la Madre Tierra lo que les da, porque reconocen en la naturaleza más que en la razón occidental su propia realidad. Aún hoy, la reciprocidad es fundamental, y el individualismo es mal visto. Tal vez, cuando Europa desarrolló la filosofía y el culto a la razón, lo hizo porque no disponía de los recursos que sí tenía América, tierra donde no era necesario hacer artilugios de razón o ideologías, porque la misma tierra se encargaba de darles de comer y de beber. Tal vez por ello, en Bolivia reencontré parte de mi humanidad, y me di cuenta que tenemos tanto que aprender de aquellas comunidades ancestrales. Gracias por tanto, Bolivia. “JIKISIÑKAMA KULLAKA”[i].

[i] Significa “hasta pronto hermanita” en aymara.


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