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Ay, Potosí, ¿cuánto vales?

Para todos día a día Para muchos tradición No se olviden del pasado Aunque pese el corazón Potosí – La Vela Puerca

Escuché por primera vez sobre Potosí en el colegio, cuando estudiábamos la época colonial, y todavía no era muy fanática de la historia. En la facultad volví a leer sobre ella con mayor interés, y sin embargo no me alcanzó para entender sus dimensiones. Estudié que había sido la ciudad más poblada del mundo, y que gracias a ella habían crecido las ciudades de alrededor, incluidas las de mi país, que funcionaban como fuente de abastecimiento de Potosí. Supe que había sido la ciudad saqueada por los españoles, una ciudad rica, y que desde ahí partían hacia Lima (y luego hacia Buenos Aires), enormes cantidades de plata hacia la metrópoli.

Por ser estudiante de historia (y más que nada porque me gusta), Potosí era un destino importantísimo de mi viaje. Llegamos en la madrugada y, por un mal consejo, nos fuimos a las afueras a buscar alojamiento, en un barrio bastante humilde. Cuando fuimos a recorrer el centro decidimos mudarnos; no sólo por comodidad, sino porque es lindísimo. Enseguida me enamoré de sus callecitas empedradas, de sus edificios pintorescos, su gente y su arquitectura colonial. Hubo un nosequé que me enganchó por completo, que me invitó a quedarme. Es como si la ciudad estuviera viva, como si sus muros hablaran, como si cada calle se enganchara como pieza de rompecabezas en un movimiento sin fin. Es que su historia está viva, y se respira en cada esquina. Sus edificios inmensos, construidos hace más de 500 años; sus miles de iglesias y capillas, símbolo de una colonización ideológica muy fuerte; sus balcones europeos y los colores de sus paredes. No hay forma de no ver en ella esas largas tradiciones, esa historia colonial (nuestra historia), esa belleza arquitectónica y esa ciudad saqueada. Potosí resultaba muy distinto, y a la vez muy parecido, a lo que me había imaginado. Era como si los años no hubiesen transcurrido, como si volviera al siglo XVI, salvo por los locales “modernos” insertados en edificios antiguos o la cantidad de turistas dando vueltas por sus calles o las manifestaciones por las futuras elecciones. Esa mezcla de un patrimonio mantenido con la actualidad. Porque Potosí es Patrimonio de la Humanidad, y por ello su gente está orgullosa, a pesar de que algunos no sepan cuidarla lo suficiente para mantener ese título que tanto los enaltece.

Lo primero que hicimos fue entrar en su famosa Casa de la Moneda, donde nos contaron un poco de esta ciudad saqueada. Allí nos explicaron cuánta plata se habían llevado los españoles de su Cerro Rico, y cuántas muertes había causado esa ambición. Es conocida la idea de que con toda esa plata podrían haber construido un puente desde Potosí a España, y, como si fuera poco, podrían haber construido uno de vuelta con los huesos de todos los indígenas que murieron por esa causa. Ahí recordamos algo de lo que sabíamos, y nos fuimos impresionados por la fuerza de esa colonización y por la explotación de la época; por, concretamente, cuánto valían las vidas humanas a costa de un montón de mineral. Se decía en aquella época (y hoy se sigue usando), que algo valía un Potosí cuando valía mucho, porque Potosí era la ciudad más rica del mundo y la más importante del imperio español.

Pero tal vez lo más chocante de todo fue descubrir que esa explotación no se ha terminado; que la plata de su cerro sigue siendo motivo de codicia ya no para empresarios de afuera, sino para los mismos bolivianos; que la ambición por el mineral sigue causando muertes todos los años. Ahora la mina del Cerro Rico es manejada por cooperativas de mineros que venden lo que extraen a ingenios privados. Una vez procesada, la plata (y los otros minerales extraídos) sale del país como lo fue en la época de antaño. Porque la plata explotada por los mineros, no es para los mineros. Eso no ha cambiado. Los mineros reciben a cambio de su arduo y peligroso labor un salario, alto para la media de Bolivia, pero no suficiente para el riesgo al que se someten todos los días. Para colmo, si como grupo no extraen las 20 toneladas de mineral por día que les corresponde, no reciben su paga. Pero cuando preguntás a un minero por qué eligió ese trabajo, te responde que es sólo una cuestión de dinero, y que está contento, porque al ser cooperativas pueden poner ellos sus propios tiempos y salir de la mina si están cansados. Sin embargo, los mineros con los que me crucé cuando entré a las minas llevaban más de 12 horas adentro. Son más de doce horas con poco aire, sin comer, mascando coca para mantenerse despiertos, y arriesgando su vida de las múltiples formas que se la puede arriesgar en una mina. Son más de doce horas sin ver la luz del sol, a base de una linterna que, si se apaga, se logra una oscuridad total. Y si bien ya no hay tantas muertes como en la época colonial, se sabe que la esperanza de vida de un minero es mucho más corta que la de cualquier otra persona y que, además, pueden morir por respirar gas tóxico, por una caída, o por el desprendimiento de un pedazo de roca. Todo ello, por unos –con suerte– quinientos dólares al mes. Irónico, si se recuerda que su trabajo es extraer uno de los minerales más valiosos del mundo.

De todas formas, el minero es orgulloso de su trabajo, y no se lo puede culpar por ello. Pasar tantas horas ahí dentro hace que su vida se convierta en las minas, y sus compañeros en su familia. Dentro de las minas se respetan ciertas creencias y rituales que, en su mayoría, piden a la Pachamama y a su dios-diablo, el Tío, poder salir vivos del cerro. Por ello es difícil explicar desde afuera lo que se ve. Choca y da impresión. Pero como toda turista, mis ojos fueron los de una persona que jamás había visto esa realidad, que nació en otra ciudad de otro país, y que bajó a las minas apenas unas dos horas. Mientras caminaba por el eterno laberinto, me preguntaba si para ellos la intervención del turista era una invasión. Algunos me dijeron que no, contentos por los regalos que les llevábamos (básicamente coca y soda para mezclar con alcohol), y otros directamente no me saludaron. Me sentí una invasora, una ignorante y salí de las minas con una sensación indescriptible.

Al día de hoy, Potosí sigue siendo sus rastros de la historia y su Cerro Rico, que baja con los años y que cada vez está más agujereado, pero que todavía tiene mucho mineral por explotar. Me pregunto, ¿cuánto tiempo más el cerro comerá vidas? ¿Cuánto tiempo más quienes lo trabajan obtendrán de él sólo una mínima parte? En síntesis, ¿cuánto vale un Potosí?

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