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Lo que el NOA nos dejó.

Siempre me hablaron muy bien del noroeste argentino. Amigos, familiares y desconocidos me convencieron de que no me lo podía perder, que era de lo mejor de mi país, que habían quedado maravillados con ese pueblo en el medio de la nada, esa montaña, ese paisaje. Así que fui con las expectativas muy altas y con una idea muy clara de lo que me iba a encontrar. Pero lo que encontré fue muy distinto a lo que esperaba.

Me encontré con un norte muy pobre, muy dejado, abandonado por el estado, que adquirió de la “civilización” sólo lo superficial pero que está en falta de educación y salud. Me encontré con un norte desigual, donde el mayor contraste se da entre nativos y turistas y entre ciudades y pueblos; pueblos donde las casas son de adobe y el alcoholismo tiene un índice muy alto, donde la violencia de género es moneda corriente, y donde la gente no sabe decir ni por favor ni gracias.

También me encontré con una cultura mezclada o, mejor dicho, intervenida. Me había imaginado llegar a pueblos pintorescos con coyas vestidas de coyas, lugares autóctonos a los cuales el turista no era más que un espectador. Pero los pueblos viven del turismo, y sin embargo, tienen para con el tratos secos, que no son maltrato sino un reflejo de lo que siente una sociedad doblemente violentada, por la conquista hace muchos años -presente en aquellos pueblos alejados, comunidades aborígenes con nombres españoles, capillas e iglesias centrales y, siempre, un “mirador de la cruz”-; y por el turismo en la actualidad. Una mirada apenas profunda permite encontrar tantas similitudes entre esa colonización de antaño y la intervención de hoy que sorprende. Pueblos autóctonos con Banelcos y carteles de Cocacola, coyas monotributistas, nenes con zapatillas Nike y remeras de Messi, ranchos con DirecTv, adolescentes tomando vino en caja, y peñas acompañadas por cumbia. Una cultura mezclada: de lo ancestral, de lo típico, de lo regional, de las costumbres, con la globalización, con la occidentalización, las marcas y el consumo.

En el fondo, una identidad perdida por esa invasión (o más bien oculta a los ojos del de afuera). Es que la cultura se mantiene y toma de sus invasores lo que quiere, guarda para sí lo más autóctono, sus raíces, sus costumbres, que se entrelazan con lo nuestro, con lo de afuera. Intenté averiguar sobre esa identidad; pregunté y observé, pero obtuve a cambio pocas respuestas. Tal vez porque muchos ignoran su pasado o el porqué viven dónde viven y cómo viven; lo hacen porque siempre fue así. O tal vez porque quienes lo saben, dejan para su comunidad los motivos y para el turista sólo la imagen postal. Tienen sus razones. Aquella gente de pueblos alejados no tiene una vida fácil. Son sociedades que tienen poco y lo que tienen les cuesta: desde el agua hasta la comida, desde la comunicación hasta el transporte. Caminos complicados, climas áridos y cerros altos. Y de pronto llegan bandadas de personas en colectivos y camionetas 4x4, que le sacan fotos porque les gusta lo “exótico”, piden platos regionales a precios absurdos y usan el agua como en su casa. Luego se van enamorados de esos pueblos “mágicos” a los que, sinceramente, nunca se irían a vivir, porque cualquiera de esos pueblos está muy lejos de las comodidades de sus ciudades.

Una casa de adobe con DirecTv, en San Isidro.

Por todo eso, es que en el norte argentino me sentí por completo no argentina. Me trataron como a una extranjera más, y me di cuenta que no sólo la nacionalidad es un mito, sino que tenía más similitudes con aquellos extranjeros que con la gente del lugar. Mi experiencia en el norte argentino fue larga, y tuvo un poco de todo. Primero llegamos a Tafí del Valle (Tucumán), un pueblo verde subiendo la montaña con las casas pintorescas de fin de semana de la clase alta tucumana. Después nos fuimos a Cafayate (Salta) y apenas pudimos recorrer las calles de la ciudad, de edificios coloniales, para irnos al otro día a Salta capital, donde pasamos tres días con unos amigos que bajaban desde Ecuador. En Salta nos tocaron días grises y de lluvia, pero igual aprovechamos para recorrer la ciudad, conocer el dique La Caldera, y sobre todo, descansar y disfrutar la compañía. Cruzamos a Jujuy en época de carnaval, y por ello, no encontramos pueblos tranquilos sino calles atestadas de gente, ruido y mucha basura. Primero estuvimos en Tilcara (Jujuy), donde el carnaval inunda la ciudad con sus diablos, su gente borracha que no duerme, los turistas de todas partes del mundo que se meten en el medio, los nenes tirando espuma y pintura, las peñas y el folklore jujeño.

Manchados por carnaval, en Tilcara.

Llegamos en pleno caos y enseguida nos llenaron de harina y nieve; le pedí a un chiquito vestido de diablo si le podía sacar una foto y me quiso cobrar $20 y cuando llegamos al camping la señora que atendía nos quiso cobrar más caro que a los que teníamos adelante por nuestra cara de porteños. Indignados, acampamos en el patio de una casa y aprovechamos el movimiento para probar el viaje como modo de vida: vendimos pizzas caseras en la plaza y con ello nos financiamos tres días. Cuando volvimos a intentarlo en Purmamarca (Jujuy), dos días después, las cholas que vendían artesanías en la plaza a precio turista y acordado nos delataron y vino la municipalidad a echarnos. Ese fracaso nos tiró un poco abajo, pero el día mejoró enseguida: hicimos dedo a las Salinas Grandes y nos levantó una pareja de porteños super simpáticos. Nos llevaron y trajeron así que hicimos la excursión completamente gratis. El lugar nos encantó: la inmensidad blanca de las salinas, la buena onda de quienes nos llevaron y el efecto sorpresa del plan fueron una buena combinación. Es que los paisajes del norte son, no voy a mentir, alucinantes. Las salinas, los cerros de colores, las montañas altas, el verde, el rojo, el azul y las piedras, los cardones, los caminos, las quebradas. De Purmamarca nos terminamos yendo a los dos días porque no sólo no habíamos podido vender ni una pizza sino que el lugar nos resultaba carísimo y demasiado comercial. Llegamos a Humahuaca (Jujuy) con pocas ganas y con una pareja de neuquinos que nos invitó a almorzar en un restaurant. Por carnaval, la ciudad era un caos, la gente iba y venía y la cumbia duró a máximo volumen hasta las seis y media de la mañana. Empezamos a tener ganas de irnos; nos había cansado la desfachatez de los comerciantes, la gente que se nos encimaba para vendernos excursiones, y el ruido incesante. Sin embargo, debíamos esperar una encomienda a La Quiaca que traía mi computadora, así que todavía debíamos hacer tiempo. Fuimos de Humahuaca a Iruya (Salta) a dedo, y encontramos ese pueblo en medio de la nada con muchísima pobreza, casas de ladrillo a la vista o adobe y paja, y calles empedradas en subida. En Iruya pasamos una noche en hostel. Resultaba ser bastante barato y necesitábamos una cama. Pero nos arrepentimos enseguida; cuando despertamos a la mañana nos habían robado la tablet. La situación nos exasperó. Queríamos irnos urgente de Argentina, ya no nos quedaban muchos pesos y nos habíamos sentido rechazados por el lugar. Pero para despejarnos decidimos caminar hasta San Isidro (sin guías que cobraban $180), un pueblo realmente aislado al que sólo se llega tras 3 horas de caminata o más. Nos encontramos con un poblado pequeño también muy pobre pero lleno de hosterías y restaurantes muy humildes, con convenios de precios arreglados para el turista. La caminata, el lugar, y el hecho de encontrarnos con dos chicas que habíamos conocido el día anterior, Carla y Meli, nos relajó bastante. Pasamos el día con ellas en el pueblo donde el tiempo no pasa y dormimos esa noche en un cubículo donde tiramos tres colchones. Al día siguiente volvimos a Iruya caminando, quisimos recuperar la tablet en el hostel sin lograrlo, y almorzamos con las chicas. Después salimos a dedo hasta la ruta y desde ahí, por primera vez, nos levantó una jujeña. Hasta entonces, sólo nos habían levantado turistas, porque la mayoría de los lugareños resultaba ser –con motivos– algo desconfiada. La mujer nos llevó hasta La Quiaca contándonos su historia y cuando llegamos sentimos unas enormes ganas de irnos. La Quiaca no es una ciudad linda. Llegamos de noche y la mirada de la gente nos perturbaba, el ambiente no resultaba del todo amigable y el camping libre era bastante peligroso. Por primera vez desde que salí, quise volver a Buenos Aires. Extrañaba mucho a mi familia y puntualmente a mis hermanos, y Argentina parecía no dejarme salir. Estaba por cumplir mis cinco meses y todavía no había cruzado a Bolivia. Habíamos querido vender pizzas para mantenernos y nos había salido mal. Nos habían robado. Andábamos ahora con poca plata en una ciudad que no nos gustaba y una provincia que nos había rechazado desde un principio. Finalmente nos ayudaron bastante en la secretaría de Turismo y eso mejoró nuestro humor. Fuimos a un hostel y al rato llegaron Carla y Meli, que se quedaron con nosotros. Nos fuimos a Yavi a la mañana siguiente, el pueblo que más nos gustó y que nos sacó las malas energías. La paz de ese lugar, las casitas, la tranquilidad, el río, los sauces, su encanto poco comercial. Despedimos a las chicas esa tarde, de las que nos habíamos hecho muy amigos, y disfrutamos dos días en el lugar con mucha tranquilidad. Volvimos el jueves a La Quiaca con la intención de cruzarnos a Bolivia ese mismo día y con los ánimos despejados. Pero como si nuestro país nos hubiera querido seguir reteniendo, la encomienda no había llegado y, para colmo de males, estaba en Jujuy y no la enviarían a La Quiaca. Estallé en llanto. Tal vez no era tan grave, pero hacía días que esperábamos para cruzar la frontera y justo cuando estábamos a punto nos enteramos que o nos arriesgábamos a perder la computadora o retrocedíamos 300 km. al sur hasta la capital provincial para buscarla. Sin saber cuál era la mejor opción, nos sacamos un pasaje a Jujuy. Todo lo que nos había costado llegar a dedo y con poca plata a La Quiaca se nos volvía en contra ahora, y eso, aunque no sea lo peor del mundo, es una pequeña desilusión para el viajero. Pero por suerte nuestro humor cambió. San Salvador de Jujuy nos pareció una muy linda ciudad (tal vez porque estábamos en falta de un poco de urbanidad) y nos quedamos en un hostel muy cómodo. Si bien nos salió muy caro todo el programa, recuperé mi computadora -a medias-, y pudimos hacer algunos trámites que nos quedaban pendientes antes de partir. Después de diecisiete días en el norte, logramos cruzar a Bolivia.

No puedo quejarme de lo que vivimos. Me quedé con ganas de conocer mejor el norte, de adentrarme en su cultura, de aprender de su gente. Pero no me resultó fácil; en parte por la época del año en la que fui, en parte por su sociedad cerrada, en parte por las pequeñas malas experiencias que tuvimos. Sé que me voy con una visión a medias y que, tarde o temprano, tendré que darle otra oportunidad. Me encantaron sus paisajes y sus colores, pero me faltó el contacto más directo, más amable, con la gente de allá, del norte de mi país. Me faltó conocer, a fondo, ese mundo tan rico, tan lleno de costumbres, historia y tradición. En cambio, me voy con esa sensibilidad social tan mía que siempre me deja un poco de angustia.




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