top of page

Una desgracia insólita.

Veníamos con buena racha. Pasamos casi dos semanas en las afueras de Mendoza y las aprovechamos sobre todo para descansar. También conocimos, caminamos por la Capital, recorrimos bodegas Zuccardi, paseamos por Chacras de Coria, vimos un atardecer alucinante en el dique de Potrerillos y pasamos un día en las termas de Cacheuta. Pero lo que más hicimos fue disfrutar de la pileta, dormir la siesta y comer como reyes. Casi dos semanas fueron suficientes para recargar todas las energías y salir con muchas pilas a seguir nuestro rumbo. Elegimos como destino San Juan y nos hicimos un cartelito.

Andy y yo con nuestro cartelito.

Fue un dedo con suerte. Con mucha suerte. Para continuar nuestra buena racha, nos levantó Vero con sus dos hijos, una mendocina que hacía tres años vivía en San Juan. En las dos o tres horas que duró el viaje los chicos empezaron a entrar en confianza y enseguida nos hicimos amigos. Cuando llegamos a la ciudad Vero nos llevó a recorrer un poco para que conociéramos y después nos invitó a almorzar a su casa. Estábamos chochos. Cuando quisimos darnos cuenta se nos habían hecho las 6 de la tarde y teníamos que buscar un lugar para dormir antes de que cayera la noche. “Si quieren quédense hoy y mañana los llevamos” nos dijo Vero. Los chicos estaban tan contentos con la idea (y nosotros también) que decidimos aceptar la invitación. Fue una de las mejores noches. Nunca pensé que una familia totalmente desconocida nos iba a recibir de esa manera, con tanta buena onda, con tanta confianza. Cuando esa mañana nos habíamos parado en la ruta, ni nos imaginamos que quienes frenarían serían nuestros anfitriones, nos agasajarían con un asado, y nos tratarían como viejos amigos. Era la suerte del cartelito, y de la buena energía con la que estábamos cargados. Lo único que rompió ese día fantástico fue que terminé esa noche con fiebre y muchísima tos.

La familia Videla-Asis, que tanto nos ayudó.

Al día siguiente, Vero, Fabio, Joaco y Rocío nos llevaron al dique de Ullum, a unos pocos kilómetros de la ciudad. Ya nos habían advertido que el dique estaba un poco bajo por la sequía y que ir a San Juan en enero no era buena idea, pero en un viaje como el nuestro no elegimos mucho las fechas para ir a un lugar, más bien, nos tocan. Así que le pusimos la mejor cara al calor agobiante y al clima seco y después de escuchar precios disparatados conseguimos un camping que dentro de todo nos resultó barato y lindo, que no tenía ducha ni pileta pero que estaba cerca del río y del Cerro Tres Marías y que además tenía bajada al dique. Nos despedimos de nuestra nueva familia y armamos la carpa. Después de varios días de lujo, teníamos ganas de un poco de aventura, de camping y de estar a solas. A pesar de que seguía enferma, disfrutamos ese y el día siguiente en el lugar, metiéndonos al agua, leyendo, mirando el paisaje y hablando profundo. La segunda noche, después de unas pizzas a la parrilla, nos sentamos a mirar la tormenta. A lo lejos había relámpagos enormes que iluminaban todo el cielo y creaban un increíble espectáculo. Pero de pronto sentimos que las nubes se acercaban, el viento crecía y caían las primeras gotas. Corrimos a la carpa con la desesperación de un tornado y vimos que el resto de la gente hacía lo mismo. Metimos todo lo que pudimos y cerramos justo cuando empezó a llover a cántaros.

Juro que nunca había vivido así una tormenta tan fuerte. Llovía pesado y el viento parecía que nos iba a dar vuelta. Miramos por la ventanita mientras sosteníamos los parantes con las dos manos y vimos que se había cortado la luz y que el viento seguía tirando todo lo que tenía a su paso. Pensamos en salir y refugiarnos cuando empezó a granizar. Nos miramos. Teníamos miedo. Sabíamos que la carpa tenía mucha resistencia pero no esperabábamos que cayeran piedras, y menos en una provincia tan seca como San Juan. En eso, cuando parecía que iba a parar, ocurrió lo más insólito: “Andy, se nos está moviendo el piso”.

Por dentro, la carpa seguía impecable. Ni las piedras ni el viento habían podido contra ella, pero jamás imaginamos que habría una inundación. Abrimos la puerta de atrás y vimos lo peor: nuestras mochilas flotaban en varios centímetros de agua marrón. En esos minutos tomamos muchas decisiones, algunas buenas y otras pésimas. Metimos las mochilas adentro y así ensuciamos lo que había quedado limpio. Nos dimos cuenta que no servía y como la lluvia había parado abrimos la puerta y empezamos a sacar las cosas para llevarlas bajo techo. Rastreamos nuestras zapatillas, ojotas y demás cosas que estaban flotando por ahí con el agua hasta los tobillos y el suelo arcilloso. Sacamos las cosas una por una y encontramos cerca un techo en donde un grupo de gente comía un asado. Creo que lo que peor me hizo sentir en ese momento no fue tanto el ver todas mis cosas empapadas, o el ser consciente de que estar metiendo los pies en una laguna de agua no iba a ayudar a mi recuperación de la fiebre, sino que ninguna de todas las personas que estaban ahí nos ofreció una mano. La gente tomaba fernet y comía su asado mientras nosotros buscábamos nuestras cosas desesperados y descubríamos que no se había salvado absolutamente nada.

Mi zapatilla después de la inundación.

Todo el camping estaba inundado, así que lo único que podíamos hacer era poner las cosas sobre mesas y sillas. Cuando terminamos de acomodar más o menos todo adentro de un quincho, la gente del asado nos invitó un fernet mientras se reía a carcajadas y nos contaba que “en San Juan pueden pasar ocho meses sin llover” y que “esto no había pasado nunca”. Quería llorar. Andy me calmó. Nos sentamos con los sanjuaninos un rato, pero yo estaba con la cabeza en la estratósfera. A eso de las tres de la mañana no aguantamos más y decidimos irnos a dormir. Buscamos en el quincho un pequeño espacio sobre el suelo que se había secado un poco y estiramos los aislantes. Estábamos mojados y sucios, pero no se había salvado ni una remera, así que nos acostamos sin cambiarnos y nos tiramos una de las bolsas de dormir encima que estaba empapada. Sin embargo, no pudimos dormirnos hasta las seis y media de la mañana, cuando finalmente, el supuesto responsable del camping apagó la música. Había estado desde que paró la tormenta hasta esa hora con la cumbia al palo y las dos veces que nos acercamos a pedirle que la bajara nos respondió que ya estaba bajita. No fue la mejor noche.

Al día siguiente nos levantamos desganados. Andy intentó calmarme diciéndome que estábamos bien y que pensáramos en toda esa gente a la que se le inunda la casa y pierde todo. Era verdad; sabíamos que podría haber sido mucho peor. Pero en este momento de mi vida, mi carpa es mi casa, y mi mochila es todo lo que tengo. Para colmo, en el camping no andaba el agua, así que no pudimos lavar nada. Dejamos secar la ropa (las mochilas estaban pasadas por agua) y salimos a comprar una coca fría. Intenté reponer mi humor, pero estaba angustiada. No eran tanto las cosas, sino el sentirme totalmente humillada. El hecho de que nadie nos hubiera ayudado me hizo sentir un fantasma, una persona degradada a la nada. Y además, estaba extremadamente sucia, llena de arcilla y de lo que fuera que había pisado. Me sentía un trapo sucio; me veía despojada de toda dignidad, y me daba asco. Tal vez no era para tanto, pero en ese momento la situación nos exasperaba.

Pero las cosas mejoraron, porque después de toda tormenta sale el sol. La señora del camping nos mandó comida y nos dijo que podíamos quedarnos gratis por esa noche. Aunque nos era imposible por el estado de la carpa, agradecimos enormemente ese gesto de bondad. Mientras salíamos, unos chicos nos regalaron una botella con agua fría y en la ruta nos levantaron enseguida. Nos dejaron en un hostel que nos resultaba carísimo a pesar del descuento que nos ofreció el hombre que atendía. Cuando entendió que buscábamos otra cosa nos acercó en su auto hasta una plaza llamada, irónicamente, “de los desamparados”. Ya había pasado lo peor, y se nos ocurrió llamar a la familia que nos había hospedado dos noches atrás para que nos ayudaran. Ellos se habían ido de vacaciones, y sin embargo, nos ofrecieron su casa. No lo podíamos creer. Hacía tres días eran desconocidos, y ahora nos decían que buscáramos la llave por lo de la vecina y nos quedáramos en su casa cuanto quisiéramos. Estábamos demasiado agradecidos. Era lo mejor que nos podía pasar, y más viniendo de una familia con la que nos habíamos encariñado y que, encima, no nos conocía. Era un acto de confianza, un símbolo de que hay mucha más generosidad en el mundo de la que creemos, y borraba la experiencia de sentirnos desolados y reducidos a la nada.

A partir de entonces, fue como empezar de nuevo. Aprovechamos para lavar todo, incluidos a nosotros, y fue como si el agua se llevara toda esa mala energía que nos había traído la tormenta. Pasamos un día entero limpiando las cosas y volvimos a la ruta rumbo a Valle Fértil, donde nos encontramos con mi tía y mis primos y pasamos dos días descansando en una cabaña lindísima. A último momento, cuando estábamos por despedirnos para encarar el Valle de la Luna, el calor insoportable nos hizo cambiar de dirección: nos fuimos a San Javier, Córdoba, donde viven mis familiares y donde alguna vez hace años viví yo. Fue una buena decisión. Aprovechamos para mandar a arreglar mi computadora y para disfrutar a mi familia. Sin embargo, yo seguía un poco pinchada. Sabía que la habíamos sacado barata (lo único que no se salvó fue mi computadora, un cargador y dos remeras), pero estaba desmotivada. Entonces una charla con Andy me hizo entrar en razón. Entendí que una mala experiencia o un mal día lo tiene cualquiera, viajando o viviendo, y que está en uno cómo encarar esa situación. Podemos elegir estancarnos y darle vueltas al asunto, quedarnos trabados quejándonos de lo que nos pasó y lo que podría no habernos pasado. O podemos elegir seguir avanzando, poner las cosas en su lugar, y saber que en la vida (y en nuestro viaje) nos pueden pasar cosas mucho peores pero que siempre pueden superarse dependiendo de nuestra voluntad.

Si encaro las cosas de otro modo, como suele costarme, puedo comprender que todavía me queda mucho por conocer, por recorrer y por vivir. Que la inundación no fue tan grave y quedará para la anécdota, en esa acumulación de experiencias que busco viajando. Puedo comprender que mi cabeza puede ser mi mejor amiga o mi peor enemiga, y que si tomamos la vida con calma y con paciencia, todo fluye, todo se va dando, y la vida avanza. Y por fin entiendo que, si hay una cosa cierta en un viaje como el nuestro, es que lo que más nos sobra es TIEMPO. Los días se viven uno a uno y son eternos, y en ellos puede pasarnos lo mejor y lo peor. No hay apuro ni problema que nos frene a menos que nosotros así lo queramos, y sabemos que adversidades habrá miles, pero que siempre podremos elegir esquivarlas para seguir avanzando.

Con mis primos en La Majadita, San Juan.

Compartí este post:

bottom of page