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Cuatro meses y un aprendizaje.

“─ Cuando alguien busca ─dijo Siddhartha─, suele ocurrir que sus ojos sólo ven aquello que anda buscando, y ya no logra encontrar nada ni se vuelve receptivo a nada porque sólo piensa en lo que busca, porque tiene un objetivo y se halla poseído por él. Buscar significa tener un objetivo. Pero encontrar significa ser libre, estar abierto, carecer de objetivos. Tú, honorable, quizás seas de verdad un buscador, pues al perseguir tu objetivo no ves muchas cosas que tienes a la vista.”

Siddartha, Hermann Hesse


Cuando salí de mi casa hace cuatro meses, me fui con una idea bien formada de lo que era viajar. Me fui llena de expectativas y ansiosa de experiencias, de crecimiento y maduración. Me fui, en general, en búsqueda de algo que no sabía que era pero que pretendía encontrar. Me había hecho bastante idea de lo que era viajar un tiempo largo como mochilera gracias a blogs y páginas de viajeros que fui leyendo, y creí entonces que viajando todo era maravilloso, todo se daba sólo, y veía que a ellos les pasaba todo aquello que en la cotidianidad era imposible, que los sorprendía, que parecía casi un milagro. Desde un desconocido que los invitaba a su casa hasta la suerte de conocer a la persona indicada para que los llevara a un destino no turístico. Leía a esa gente y me asombraba. Decía para mí “quiero eso. Quiero viajar para encontrar lo mismo, para que me pasen esas cosas”. Y finalmente, un 28 de septiembre, salí.

Cuatro meses después aprendí dos lecciones importantes: primero, que no existe una única forma de viajar y que el viaje se hace a medida de la persona. Segundo, que las ideas y las expectativas son los peores enemigos del viajero, o en realidad, de cualquier persona. En estos días me di cuenta que, sin querer, estaba enfocándome más en llegar a ciertos lugares que en disfrutar del camino. Me di cuenta que no me sentía viajera porque no había llegado a Perú ni visto el Macchu Picchu, y porque tampoco había tenido experiencias extremas de hambre o de desesperación, como había leído en muchos de los blogs viajeros. Me di cuenta que como venía viviendo mis últimos días con cierto lujo, creía que no tenía nada que contar. Y, por suerte, también me di cuenta que todas esas ideas no tenían sentido. Me di cuenta que viajar no es sólo hacer cosas espectaculares y llamativas, sino una forma de vivir. También entendí que soy nueva en este rumbo, y que soy yo la que pongo mis pautas, mis límites y mis intereses. Soy yo la que decido mis pasos, me equivoco y vuelvo a arrancar. Imitar el viaje de otro o llegar a los mismos lugares no me va a hacer ver lo mismo, porque no tendremos la misma percepción. Y aprendí a valorar lo que había hecho, lo que me queda por hacer, y lo que yo misma voy conociendo. Porque en todo viaje, como en la vida, se viaja con uno y para uno, y sólo siguiendo el propio espíritu es que el viaje se hace grande y auténtico (como la vida).

Así que me puse a recordar y descubrí que me habían pasado más cosas de lo que creía y que, aunque hubiera sido de forma distinta a la que imaginaba, había estado viajando en todo este tiempo. En estos cuatro meses, dormí en sillones, en carpa, en camas matrimoniales muy cómodas, en el piso, en un refugio de montaña y hasta en un camión. Tuve mucho frío y mucho calor y pasé de climas secos a húmedos. Hubo nieve, sol, tormentas y arcoíris. Vi amaneceres y atardeceres increíbles. Subí montañas y caminé ciudades. Me perdí. Caminé hasta cansarme, recorrí varios pueblos en un día y pasé una semana descansando en un lugar. Estuve tres días casi sin salir de la casa y otras veces, un solo día me bastó para recorrer la ciudad casi entera. Miré paisajes increíbles, llenos de naturaleza y de vida, y también ciudades grandes, de cemento, de colores y de madera. Aprendí sobre distintos árboles, vi ríos verdes y lagos turquesas, vi playa, vi mar, vi flores y glaciares. Haciendo dedo me subí a camiones, a una ambulancia, a un patrullero, a buses y a autos chicos. Conocí gente que había recorrido casi todo el mundo y gente que jamás había salido de su pueblo. Conocí también a gente de la que me hice muy amiga y otros que fueron simplemente pasajeros. Me hospedaron familias enormes y otras veces personas solas. En el camino me crucé a viejos amigos y también volví a ver a quienes había conocido en otra etapa del viaje. Encontré a personas maravillosas y amables que me dieron todo lo que tenían y otras a las que yo les fui de gran ayuda. Me encariñé. Tuve charlas muy profundas y momentos de risas. Leí libros y vi películas. Vi zorros, guanacos, gaviotas y pájaros carpinteros gigantes. Comí arroz y fideos durante una semana pero también cené en restaurantes de lujo platos preparados y vinos de calidad. Cociné en cocinas repletas de utensilios y cociné en una casa rodante sólo con una olla. Me hospede en casas enormes y cómodas y otras chicas pero acogedoras. Crucé tres veces la frontera al mismo país, estuve en la ciudad del fin del mundo y también en la más nueva de la Argentina. Me metí en el océano pacífico. Comí centolla y salmón. Probé cervezas artesanales. Me tiré en una laguna con témpanos de hielo. Conté mi historia mil veces y escuché las de otros. Algunos me halagaron y felicitaron por mi decisión. Otros me cuestionaron con miedo. Viajé sola, y viajé acompañada. Pasé momentos de felicidad extrema y de mucha paz, y también momentos tristes y desolados. Medité. De a ratos me encontré conmigo y reflexioné profundamente, y de a ratos viví más en lo superficial, en lo trivial. Lloré mucho, y también reí mucho. Tuve tiempos en que sentí que no debía estar en ningún otro lado en el mundo y tiempos en los que quise volver, porque extrañaba, o porque me sentía muy sola.

Tal vez sea hora de tomar conciencia de que llevo cuatro meses viajando. Tal vez sea hora de dejar de esperar cosas concretas o destinos exóticos, porque las experiencias vienen solas. Tal vez, el verdadero viaje no se encuentra en lo increíble de un lugar, la amabilidad de la gente, o la aventura, sino en lo más interno de uno. Creo que estuve mirando las cosas del lado equivocado. Esperando cosas, esperando sorpresas, desilusionándome rápidamente. Y el error es mío. Debería haber buscado el viaje adentro mío, en lo que me pasa a mí, en lo que siento, en lo que vivo, y en todo lo que encuentro sin querer. Viajar es algo personal y cada viaje (como la vida) se arma a medida de uno. Finalmente, aprendí que para disfrutar de un viaje es necesario reconocer que es uno, y nadie más, el que está viajando.

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