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La cotidianidad de los imprevistos.

Volví a mi país y ahora estoy, creo, lo más cerca de donde empecé que puedo estar. La distancia entre Buenos Aires y Mendoza es larga, pero para mí es corta. Estoy a pocos kilómetros de mi casa, me resulta fácil hablar con mi familia, y en parte me siento como si estuviera allá. No me dan ganas de volver, eso no. Pero me cuesta caer en la cuenta de que estoy viajando. Voy a cumplir cuatro meses de esto que hago y no lo puedo entender. Miro para atrás y veo mi vida como era antes, mis días de oficina, el estudio, mi casa, mi desorden, las calles del centro porteño, la casa de mi mamá, mi ropa, mis costumbres, y siento que fue en otra vida o, peor, que fue la vida de otra persona. De pronto me resulta tan pero tan natural estar viajando que no me doy cuenta. Me acostumbré desde un primer día a cambiar de cama día por medio, de clima, de gente, de paisajes, de comida. Me acostumbré a tomar decisiones rápidas y a valorar un poco más lo que tengo. Me acostumbré a vestirme siempre con la misma ropa y a no usar maquillaje, que, cuando lo hice hace unos días me sentí rara. Me resulta normal dormir en casas de desconocidos o subirme a un camión, e incluso me resulta fácil pedir ayuda. Recorro calles como si hubiese vivido toda mi vida en tal ciudad aunque no la conozca, o como si simplemente estuviera en unas eternas vacaciones. Esta normalidad, en parte, se vuelve rutina, y hace que me cueste asombrarme. Reconozco que después de casi cuatro meses, ya no me sorprendo como al principio, ya no encuentro en las nuevas experiencias esa magia de lo distinto. Y espero que se pase. Tal vez estar cerca de casa, mantenerme en mi país, cocinarme lo que siempre me cocino, me hagan creer que nunca me fui. Pero en el fondo sé que me equivoco y estoy esperando que tarde o temprano “me caiga la ficha”.

Sin embargo, hay cosas que aprendí en todo este tiempo y que ahora se vuelven normales para mí, se vuelven parte de mi día a día. En este viaje, las preocupaciones principales se centran en dónde dormir esta noche, qué comer sin gastar mucha plata y qué recorrer. Es algo básico, y sin embargo implica decisiones constantes y a la vez errores, equivocaciones e incertidumbres. Cualquiera que me conozca sabe que soy de esas personas que planifican todo y que se decepcionan fácilmente cuando algo no sale como esperaba. Pero viajar te obliga justamente a lo contrario. Aunque me cueste, aprendí que cuando las cosas no salen como quiero no significa que sean peores, sino distintas. Esta última semana fue la semana de los imprevistos. Desde que cruzamos a Chile nuestro primer objetivo era Valparaíso y, en cambio, pasamos unos lindos días en Maitencillo y en Santiago. Después de eso, encaramos para la ciudad que queríamos conocer y el dedo nos costó tanto que cuando llegamos a la plaza central no podíamos comunicarnos con nuestro contacto. Estábamos cansados, hambrientos y con mucho calor. Teníamos que pensar una solución rápida antes de que nos cayera la noche y pagar un hostel sin saber dónde no era una opción. Terminamos por hablar con un amigo de Andy que vivía en Viña del Mar y que nos invitó a quedarnos en su casa. Como no llegaba hasta la noche, fuimos hasta Viña con las mochilas y nos sentamos en el puesto más barato que encontramos a comer un “completo” entre los dos. Finalmente llegó Daniel y con el fuimos a su departamento. Cocinamos pizzas, tomamos piscola y nos dormimos tarde. Pasamos dos días en su casa, levantándonos a cualquier hora y hablando de nuestras diferencias culturales y sociales, comiendo cosas ricas que Dani nos quiso cocinar e incluso salimos una noche por Reñaca. Fue divertido, y a la vez raro. Reñaca, lleno de argentinos, me hacía sentir que había vuelto a Buenos Aires y, como mochilera, me daban ganas de estar bien vestida, maquillada y de volver a mi antigua sociedad. Era extraño estar de nuevo en un ambiente al que le había escapado y, en parte, lo extrañaba, aunque solo fuera por un rato. De todas formas, con zapatillas y ropa mochilera, disfruté de una noche que hacía mucho no tenía, con Daniel y Andy, y con mis amigas, que se habían ido de vacaciones para allá. Estar con ellas fue como volver, pero en el buen sentido. Me di cuenta cuanto extrañaba compartir con gente que conozco y que me conoce, que quiero y que me quiere. Cuando dos días más tarde descubrimos que ninguno de nuestros contactos de Valparaíso nos podía alojar, ellas nos invitaron a su monoambiente para que no nos quedáramos sin techo, y me sentí más que a gusto, tranquila, contenta de que ellas estuvieran ahí y me dieran lo que tenían. Al día siguiente probamos de nuevo con nuestros contactos y a la tarde nos dimos cuenta que estábamos esperando en vano. Nuestro objetivo había sido siempre Valparaíso y seguíamos escapándole haciendo tiempo. Había que llegar, aunque fuera sin guías ni hospedaje. Me despedí de las chicas con un abrazo fuerte y llevándome un montón de cariño, de charlas y de consuelos.

Llegamos a Valparaíso a las 7 de la tarde y descubrimos que era el lugar donde queríamos estar, que no nos podíamos perder. Inmediatamente, me enamoré de la ciudad. De sus cerros, sus casas de colores, sus murales por todos lados, su arte callejero, sus ascensores, sus edificios antiguos, sus callejones empedrados y sus pasadizos secretos, sus vistas del mar, su carácter fuerte, histórico y cultural. Encontramos una habitación barata en una casa donde nos recibieron con mucha buena onda y nos dimos cuenta que, aunque las cosas no habían salido como esperábamos, no hubiésemos hecho nada diferente. El hecho de no haber recorrido nada durante tres días nos hacía sentir bastante quietos y, a mí personalmente, me daba la sensación de pérdida de tiempo. Pero no podía estar más equivocada. Había disfrutado de aquellos días a su manera, y ahora era el momento de salir a caminar, de conocer, de maravillarme, de enamorarme de la ciudad. Valparaíso es una ciudad que puede estar en cualquier lugar del mundo y que a la vez, sólo puede ser de Chile, porque forma parte de su historia. Porque al caminar por sus callecitas tan lindas, las turísticas, te topás más con extranjeros que con chilenos, escuchás más alemán y francés que español. Pero también conocimos sus calles comunes, las de la gente que vive ahí, las menos pintorescas y más reales. Todo formaba parte de esa ciudad tan particular. Pasamos apenas un día y medio en Valpo, y fue suficiente. No quisimos quedarnos más porque temíamos que seguir recorriendo nos sacara la magia que le habíamos encontrado.

Para terminar nuestra semana de imprevistos, que se había complementado con días nublados y hasta llovizna, llegamos a Los Andes pensando que podríamos quedarnos en lo de Dani de nuevo, pero enseguida nos enteramos que era más complicación que otra cosa. Así que ahí, un poco a la deriva y casi sin más plata chilena, tomamos una nueva decisión. Dani nos acompañó a la ruta y esperó dos horas con nosotros haciendo dedo. Ya estábamos perdiendo las esperanzas y veíamos caer el sol, lo que no nos gustaba mucho, pero finalmente, paró un camión. Por suerte Roberto era muy simpático y le agradecimos enormemente el que nos hubiera levantado. Cruzamos la frontera sin problemas y llegamos a la aduana argentina de Uspallata a las 22:30. No se habían acabado los imprevistos todavía. Roberto nos dijo que tendría que esperar hasta la 1 para que le sellen los papeles, y que si queríamos podíamos seguir haciendo dedo. Como creímos que sería más difícil y peligroso hacerlo de noche, y que eran pocas horas, decidimos quedarnos con él. Nos invitó la comida y después nos metimos en el camión a ver no una sino dos películas. Es que no salimos de la aduana hasta las 3 de la mañana y no llegamos a la casa de nuestro conocido hasta las 5. Pero lo hicimos. En un momento Andy me dijo “si te decía hoy en Valparaíso que a la noche ibas a estar adentro de un camión viendo una película, ¿te lo imaginabas?”. Me reí. Me di cuenta que en esto consiste el viaje, en esto consiste la sorpresa, el no-plan. Y tal vez no lo estoy viendo del todo. La incertidumbre de lo que puede pasar en unas horas, desde lo más chiquito a lo más grande, es la mejor parte de viajar. Y también, creo, de vivir. Espero que este tiempo en mi país me ayude a recordar cómo sorprenderme y a caer en la cuenta que, desde hace casi cuatro meses, estoy cumpliendo mi sueño, y está saliendo mucho mejor de lo que creía.

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