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Santiago de Chile: convivencia de opuestos.

Desde que llegamos a Chile, fuimos excesivamente bien recibidos. No podemos negarlo, su hospitalidad no dejó de sorprendernos y por ello nos sentimos a gusto desde el primer momento. Ya habíamos cruzado con el camionero que nos llevó a Santiago y nos invitó a comer y a dormir en su camión, pero después nos hospedaron dos familias que nos hicieron sentir como reyes por igual.

Pasamos la primera noche en la casa de Fran, en un barrio del norte de Santiago, donde nos recibieron con la cena lista y los brazos abiertos, y luego unos días en Maitencillo, una playa tranquila que nos hizo sentir en vacaciones (porque, aunque no crean, un viaje así no se siente como vacaciones. Es otra cosa, aunque no sabría definirlo). Nos divertimos y nos relajamos. Cocinamos, disfrutamos la playa y la casa por igual, tomamos piscola y jugamos al truco. Hubo un poco de todo en esos tres días de vacaciones, con amigos, Lucas y Fran, muchas charlas de todo tipo, y mucho que aprender sobre nuestro país vecino. El sábado nos volvimos a Santiago y pasamos un almuerzo más con la familia de Fran para irnos después a Peñaflor, en la otra punta de Santiago, en las afueras, al suroeste, donde nos recibiría Marilyn con su familia. Ahí nos recibieron también, con los brazos abiertos. Nos dieron todo lo que tenían, y se interesaron por nuestra historia. Nos prestaron un cuarto para nosotros e hicieron unos pinchos a la parrilla para recibirnos. Nos dejaron la llave de su casa y nos invitaron a quedarnos todo lo que quisiéramos. Con Andy no lo podíamos creer. A Marilyn la había conocido al sur de Chile, por Coyahique, y ahora su familia, con toda la predisposición del mundo, nos alojaba en su casa y nos hacía sentir super cómodos. No podíamos pedir más. Pasamos un día en el campo de unos familiares lejanos de Marilyn que eran auténticos “huasos”, como se le llama acá a los gauchos. Y cenamos con ellos todas las noches, e incluso llegamos a pasar el cumpleaños número 30 de Marilyn con ella.

Esta doble recibida y los dos días que usamos para recorrer Santiago caminando, nos sirvieron para observar muchas cosas. Sabemos que la mejor forma de conocer un lugar es no sólo apuntar a sus puntos turísticos sino patear sus calles, desde lo lindo a lo feo, y prestar atención. Sorprendentemente, encontramos a Santiago muy parecida a Buenos Aires. Es que, como Buenos Aires, y como, supongo, cualquier capital nacional, Santiago muestra lo más crudo de su nacionalidad, lo más real. Descubrimos que Chile es un país doble, en donde conviven los opuestos. En Chile las clases sociales no se miran ni se tocan. Cada una tiene sus propios barrios, su cultura, su lenguaje, su manera de vivir. En Chile la educación implica obligatoriamente una doble marginación: por recursos y por clase. En Chile conviven “malls” de más de diez pisos con puestos ambulantes de verdura y de comida rápida. En Chile el capitalismo se hace carne viva, y el consumo se ve fuerte en todos los niveles sociales. Existe un sistema libre, pero libre sólo para quienes lo pueden pagar. Hay un Chile muy desarrollado, con calles limpias y prolijas, autopistas modernas con sistemas de tecnología y autos de buen nivel pero también una nube constante de smog; y otro Chile más caótico, más dejado, como las carreteras de ripio del sur, o los barrios más carenciados y sus villas. Hay un Chile educado, con carreras profesionales y posgrados; y otro que fue a escuelas municipales de bajo nivel y que busca la “pega” por donde puede. En ese Chile dividido, están los que miran para afuera, y los que no saben para dónde mirar. Están los lados bien marcados, con una izquierda y una derecha fuertes que se disputan el poder. Es un país que, por lo que pudimos hablar con sus nativos, tiene una identidad difusa. Difusa porque, por un lado, tiene mucha influencia de Estados Unidos en sus costumbres, sus propiedades y su sistema. Pero difusa también su identidad por su historia, por los miles de exiliados de la dictadura que volvieron hablando otro idioma, por unos 15 años de tortura que los fue apagando, y por la cantidad de historias borradas a través de sus desaparecidos. Chile también se contrapone en ello, porque aún existe gente que votaría por el SÍ[1].

Santiago nos mostró lo más real de sí mismo. Encontramos un país dividido por calles y barrios, por ideas, por poder económico. Barrios de casas enormes cerradas con calles vacías y barrios muy humildes en donde los chicos juegan siempre afuera. Encontramos un Chile protocolar y conservador, y también un Chile más burdo. Encontramos a gente que hablaba muy correctamente y a otros que casi ni les entendíamos. Encontramos un Chile en donde hay roles divididos por clases y por género. Pero también encontramos que sin importar el nivel social, todos los chilenos son solidarios. Si les pedís una mano te ofrecen la casa y todo lo que tienen. Descubrimos, en ese sentido, una sociedad menos desconfiada que la nuestra y encontramos que a pesar de las influencias extranjeras, hay muchos chilenos que aman su país.

Pasar por Chile, y en concreto, por Santiago, fue una experiencia muy interesante. Chile nos recibió mejor que nadie y nos hizo sentir como en casa. Chile nos enseñó lo mejor y lo peor de sí, y nos demostró que la historia se escribe a través de su gente, de sus costumbres y que la mejor forma de entender una sociedad es entrar en sus recovecos, en sus lugares atípicos, en sus familias, en su vida cotidiana. Gracias a las dos familias que nos recibieron y, a los que todavía nos reciben en los lugares que nos quedan visitar, pudimos aprender de Chile y conocerlo, tal vez, con un poco más de profundidad.




[1] En 1988 se realizó un plebiscito en todo Chile para decidir si se continuaba la dictadura o no. El bando del SÍ era el que votaba por la continuación de Pinochet, un dictador violento y represor pero que sacó al país de una enorme crisis y realizó obras públicas favorables, y el bando del NO, que triunfó, era el que elegía terminar la dictadura comenzada en 1973 y volver a la democracia.

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