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Una pausa y el reencuentro

Llegar a Bariloche fue, más que nada, el reencuentro con lo conocido. Hasta ahora, de lo que venía recorriendo, sólo había ido a Lago Puelo y el Bolsón, pero de una visita corta de un día hacía varios años. En cambio, Bariloche era mi lugar conocido, mi tierra firme. Venía deseándolo hace tiempo, dejar un poco el constante movimiento en el que estaba para encontrarme con lo que conozco hace años, con la comodidad de un lugar que visité muchas veces.

Desde el momento que llegué, Bariloche se me presentó amigable y a la vez hostil. Una parte de mí sintió que había vuelto a Buenos Aires cuando vio los colectivos, el movimiento de gente, la cantidad de autos, el supermercado atestado en donde los carritos se chocaban y la gente no se conocía, y la dificultad que tuve el primer día para hacer dedo. También lo sintió, pero de buena forma, cuando entré de nuevo a la casa que tiene mi abuela en el lugar. No sólo era la ventaja de tener un hospedaje seguro y cómodo, sino la infinidad de recuerdos y anécdotas que se me vinieron a la cabeza, las vacaciones con mis primos, muchas fotos e imágenes de mi infancia y días que pasamos en familia a lo largo de los años.

A los dos días fui a buscar a mi pareja al aeropuerto. Habíamos pasado más de dos meses separados y las experiencias de soledad de las últimas semanas me habían hecho extrañarlo cada vez más. Verlo a través del vidrio fue muy raro y a la vez tranquilizador. Había terminado la espera y ahora comenzaba una nueva etapa, de mucha incertidumbre, y de un nuevo viaje, en el que somos dos para decidir, acompañarnos y apoyarnos, pero también para dudar, para convivir y para movernos.

Bariloche había estado, por ese reencuentro con todo lo conocido, con mis cables a tierra, entre mis destinos más necesitados. Y ahora estoy acá. Después de un rato se me bajaron los nervios y la ansiedad que había creado alrededor de las expectativas por llegar. Me relajé y sentí que había hecho una gran pausa en mi viaje. Con la comodidad de la casa, con el reencuentro con el pasado y con mi pareja, con la estabilidad de ya estar hace una semana. Y eso me genera, aunque no parezca, un poco de miedo. Me acostumbré al movimiento y asentarme me cuesta. Además, por primera vez en mi vida, me enfrento a tener todo lo que deseaba: estar dónde, cómo y con quién quiero estar. De repente tomé conciencia de que lo había logrado. De que hace dos meses y medio que estoy viajando, y sin darme cuenta, vengo cumpliendo mi sueño. De que las cosas salen bien y de que escapé de la ciudad que me generaba tanta angustia y tanto encierro. Rompí todas esas barreras que hace un año sentía que me oprimían. Y estoy acá, mirando el lago, acompañada, haciendo lo que me gusta, sin nadie que me corra ni me apure, sin obligaciones ni presión, sin un rumbo marcado. Soy dueña de mi propia vida, de mis decisiones, de mi destino. No digo que no pueda equivocarme, solo que tomé de pronto conciencia de ello y me dio vértigo. ¿Y ahora cómo sigo? ¿Qué hace el ser humano cuando se encuentra con todo lo que deseaba? ¿No puede simplemente conformarse y disfrutar? Decía Zygmun Bauman, un sociólogo, que el hombre puede elegir la seguridad o la libertad, pero no las dos cosas. Ahora me doy cuenta que no tengo nada seguro, que vivo el día a día, y que sin embargo, en esa incertidumbre se encuentra mi libertad. Es difícil aprender a aceptarla y amarla, aprender a seguirla y saber que está dentro de uno y dejarse llevar. Mientras tanto, se me siguen apareciendo opciones que resigno o que elijo. Aunque una parte de mí quiere seguir viajando, conociendo y deambulando, estoy (o estamos, porque ahora somos dos) apostándole al quedarnos, buscando trabajo y tomándonos el tiempo de a poco. Cuesta, porque no son vacaciones y porque sabemos que lo necesitamos pero no tenemos la certeza de conseguirlo. Pero en eso estamos, en esta pausa de movimiento pero no de viaje, porque cuando uno es consciente de su libertad debe elegir, y no hay opción correcta, sino la prueba constante, lo que resignamos, lo que seleccionamos, lo que es y lo que podría haber sido, que es lo que vengo haciendo desde que empecé. De un escritor que conocí en Esquel saqué la siguiente frase: “Hay encrucijadas en la vida que llevan a las personas a elegir, y muchas veces uno siente que en el camino no escogido ha dejado un trozo del alma”[1]. Esos caminos son, en síntesis, el centro mismo de la libertad.




[1] El escritor se llama Andrés Fattori, y el libro del cual saqué la frase es “El límite”.

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