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El Bolsón: Experiencia de montaña.

Cuando llegué al Bolsón, no me imaginé que iba a terminar, al día siguiente, durmiendo en la montaña. El día que llegué, no fue un buen día. Venía de pasar una noche en un camping rústico en el que no había nadie más en Lago Puelo, lugar que, después de todo lo que venía viendo, no me gustó. Llegué al Bolsón creyendo que tenía una casa para quedarme, pero resultó ser que no pude comunicarme en todo el día con esa persona y me pasé el tiempo esperando. Estuve unas horas en la plaza con todas mis cosas, leyendo, tranquila y segura. No me corría nadie y el día estaba lindo. Después me crucé a un restaurant a almorzar, cosa que no hacía desde hacía tiempo, y entre otras cosas, el mozo me ofreció quedarme en su casa por cualquier cosa. Pero a medida que pasó el tiempo, no saber dónde hospedarme y sentir que había pasado el día dando vueltas me empezó a frustrar. Fui a la casa del mozo, un poco resignada, y de a poco me di cuenta que nos adentrábamos en un barrio bastante humilde que, sin prejuzgar, me dio miedo. Me pregunté qué hacía ahí. Ya eran casi las ocho de la noche y yo no quería estar en ese lugar. Ya había aprendido a no obligarme a estar en lugares donde no estuviera cómoda, o a hacer cosas que no quisiera, así que después de un ataque de llanto y desesperación, llamé a unos chicos que había conocido en el Parque Nacional los Alerces y que me había cruzado esa tarde en el centro del Bolsón. Saludé al mozo agradeciéndole de todo corazón su ayuda, y me fui al hostel donde estaban ellos. Una vez instalada, haber tomado una decisión, saber que no me había quedado en donde no quería, saber que tenía un lugar cómodo para dormir me relajó. No me preocupaba haber perdido el día, eso pasa mucho cuando se viaja, y no tengo ningún apuro ni límite de tiempo. Había sido simplemente la sensación de estar a la deriva, sola, sin tener con quien compartir miedos y decisiones.

Pero así como llegué de improvisto a ese hostel, así fue que me sumé al plan de los chicos, Lucas, Flor y Gonza, que terminaron por convertirse en grandes amigos. Al día siguiente dejamos las mochilas en el hostel y nos cargamos una más chica con ropa, comida y las bolsas de dormir. Nos íbamos a la montaña, a caminar durante tres días, y eso era para mí (y para ellos) una experiencia nueva. Bien acompañada y recibida, partimos hacia el refugio del Hielo Azul a las 11 de la mañana.

No voy a mentir. Mis tres días de montaña estuvieron influenciados por el hecho de que faltaban sólo días para reencontrarme con mi pareja y compañero de viaje, y porque además, era su cumpleaños. La montaña me ayudó a distraerme, a distenderme, y a divertirme, pero no puedo ocultar que tuve momentos más tristes, o de mal humor, en los que tal vez me costó más conectarme con la gente y con el lugar, porque en parte mi cabeza estaba en Buenos Aires y contaba días y horas, y en parte miraba una montaña llena de naturaleza pura. A pesar de esa ansiedad y mezcla de emociones, la experiencia en la montaña fue increíble. Tal vez a un alpinista le resulte gracioso que llame “experiencia de montaña” a dormir en refugios y caminar algunas horas. Pero para mí fue algo completamente nuevo.

Las primeras dos horas de caminata fueron de pura subida, y, por suerte, éramos un grupo parejo; frenábamos cuando hacía falta, nos ayudábamos y nos entendíamos. Hacía mucho calor y estaba lleno de tábanos que irrumpían el silencio pacífico que se puede imaginar. En cada arroyo que encontrábamos nos mojábamos la cabeza y cargábamos los termos con agua para el camino, hasta que encontramos un lindo mirador para sentarnos a almorzar. A pesar de los tábanos, era un lindo momento y estaba en buena compañía. Ya había terminado la subida empinada y ahora nos quedaba un camino más tranquilo. Nos reímos porque, una de nuestras conclusiones era que la mayoría de los “bolsoneses” (o el gentilicio que corresponda) no tiene mucha simpatía por los porteños, así que se habían encargado de asustarnos lo suficiente y decirnos que no íbamos a poder, o que el camino era muy difícil para nosotros. Y si bien costaba y requería un cambio de aire, lo logramos sin problemas y a un muy buen ritmo. Finalmente llegamos al refugio después de seis horas de caminata, contando los tiempos de almuerzo y de relajación frente a un arroyo glorioso que nos salvó de una hora de sed.

Mi idea de refugio era muy distinta a la del hotel de montaña que encontramos, con baños, duchas de agua caliente y calefacción a leña. Disfrutamos esa llegada temprano tomando unos mates, bañándonos y jugando al truco, y más tarde cocinamos con Flor unos fideos con una salsa exquisita. Antes de irnos a dormir conocimos a una pareja, el Tano y Apo, y a Chola, una chica que viajaba sola y que se les había acoplado. Nos reímos mucho, como hacía tiempo no lo hacía, y eso me puso contenta. Estaba donde tenía que estar, y agradecí haber encontrado a los chicos para hacer esa experiencia.

Al otro día, el grupo se agrandó. Salimos los cuatro originales y los tres nuevos todos juntos, con nuestras mochilas al hombro, hacia el refugio Natación. La idea era estar de paso por ahí y seguir hasta el siguiente, pero el lugar nos encantó. Tomamos unos mates con pan casero y fuimos a ver la nieve. Después quisimos llegar a un mirador que no estaba muy señalizado y nos perdimos. Pasamos un tiempo dando vueltas sin encontrar el camino y volvimos al refugio. Entonces preguntamos de nuevo cómo llegar y al final fuimos Gonza y yo hasta la cima, a un lugar impagable, algo peligroso y complicado de subir, pero con mucha adrenalina. No puedo expresar en palabras ni en fotos el lugar a donde llegamos.

Desde el mirador.

Desde arriba se veía la amplitud del mundo; el cordón montañoso del fondo, el Bolsón desde lo alto, la cumbre nevada detrás nuestra, los lagos y ríos que recorrían el valle, y el cielo inmenso sobre nosotros. Daba vértigo, y a la vez era alucinante. Finalmente el hambre y el tiempo nos hicieron bajar, y comimos unos fideos en el refugio que cocinaron Flor y Lucas. Salimos tarde, y la bajada fue matadora. El Tano se había inflamado la rodilla y todos estábamos muy cansados; la bajada duró 2 horas y media y fue terriblemente empinada y exigente, por lo que todos terminamos con las rodillas y los gemelos destruidos. Llegar al nuevo refugio fue increíble, a pesar de que esta vez ya no era un hotel sino un verdadero refugio, rústico, con el piso de tierra y la letrina bastante lejos, y sin embargo acogedor y calentito. No podíamos pedir más. Mateamos, leímos, y cuando bajó la luz natural prendimos velas y linternas para cocinar unos nuevos fideos ya con pocos condimentos, que nos hicieron pensar en todas aquellas comidas que se nos antojaban, en todos aquellos lujos que nos parecían comunes en nuestra vida cotidiana pero que, nos dimos cuenta, no eran lo “básico” en todo el mundo. Desde un inodoro y una ducha, hasta el piso, la luz y la comida hecha y empaquetada que no significa un solo esfuerzo para conseguirla. Nos dormimos cansados, y yo algo triste, porque entre otras cosas, tampoco tenía forma de comunicarme y decirle feliz cumpleaños a mi pareja, y eso me costó unas cuantas horas de asimilar.

El último día de montaña nos tuvimos que levantar muy temprano, porque sino no llegabámos. Con las piernas doloridas, las mochilas apenas más livianas, y el Tano con la rodilla todavía inflamada, fuimos a conocer el famoso Cajón del Azul, una parte del río que se encajona entre las piedras y que hace que el agua corra a una velocidad violenta. El agua fluyendo siempre me hace pensar que me limpia. Cerrar los ojos y dejar que el ruido de esa agua que corre con tanta fuerza entre y se lleve lo peor, todas las malas energías, las angustias, los dolores, los llantos y los enojos. Lo necesitaba. Me dejé escuchar como el agua se movía y buscaba llevarse todo, para dejarnos puros, limpios y tranquilos. No se logra tan fácil, y tampoco creo que haya podido. Pero si algo me transmitió el Cajón del Azul fue eso, la sensación de limpieza, de energía y de fuerza en movimiento.

La vuelta fue muy acelerada. Debíamos llegar al colectivo de las 13:30 y el tiempo nos corría, pero nuestros pies ya no respondían y el grupo era demasiado grande para mantener el ritmo. Nos dividimos, y sin embargo, llegamos a la ciudad los dos subgrupos al mismo tiempo. Nos abrazamos como si hubiéramos pasado días sin vernos; era la alegría de haberlo logrado, de haber llegado, y de habernos empezado a querer con apenas conocernos. Vueltos a la civilización, devoramos unos lomitos que compramos en la feria de la plaza y nos sentimos completos.

Como dije en el post anterior, elijo contar mi viaje a través de la gente que me deja una huella, que pasa por él y lo va moldeando, porque al fin y al cabo son los que hacen al momento. Puedo mostrar muchas fotos y describir miles de paisajes del trekking en el Bolsón, pero si algo me marcó esa experiencia de montaña (que no fue extrema) fueron las risas que acompañaron todo el trayecto, las anécdotas, y la buena compañía. Por ello, mi experiencia de montaña no terminó en El Bolsón, sino al día siguiente, en Bariloche, que nos reencontramos todos para comer un asado y divertirnos un rato. En ese asado con buenos amigos queda plasmada mi experiencia de montaña.

Un grupo de amigos.

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