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Dos meses de viaje (o en lo que me convertí)

Tres días después de haber vuelto a mi país, caminaba por un sendero empinado en el Parque Nacional los Alerces (Chubut), y me sentía en paz. Necesitaba ese descanso, ese espacio de tranquilidad para incorporar lo vivido y relajarme. Puede sonar contradictorio pedir un descanso cuando hacía un mes que no trabajaba. Pero ese mes había sido muy intenso, por la cantidad de lugares por los que había estado, las experiencias vividas, las personas que conocí, los días largos y los distintos paisajes; había estado, por fin, en constante movimiento.

Festejando los dos meses en camping Los Maitenes

Aquella bajada de experiencias, el volver a terreno firme, se me dio en el Parque los Alerces, específicamente, en el sector de Arrayanes. Acababa de cumplir dos meses viajando y los festejé comiendo arroz con salchichas y una coca cola en el camping del sector anterior del parque, el lago Futalaufquén.

En la vuelta a mi país me habían recibido de la mejor manera posible, y no podía estar más agradecida. Llegada a Trevelin, un contacto me dice que no existen campings ni hostels baratos y que lo mejor era irme a Esquel. Estaba cansada y no quería seguir moviéndome para deambular por Esquel en busca de otro hospedaje. Salí a caminar y le pedí al universo “sólo una cama, poder relajarme y quedarme quieta.” Fui a pedir un vaso de agua a un restaurant y, para demostrarme que hay que tener cuidado con lo que se desea, el dueño me ofreció quedarme en sus cabañas. Esa noche dormí plácidamente en una cama matrimonial limpia, con un baño propio y unas ventanas que daban a las montañas y al hermoso atardecer. El dueño (“Chino”), que resultaba ser un viajero de larga data, cocinó unas tortillas riquísimas y las combinamos con vino, mientras charlábamos con una pareja polaca que acababa de llegar. Al día siguiente, el Parque me recibió con lluvia. El señor que cuidaba el camping se apiadó de mí y no sólo me invitó a entrar y disfrutar del fuego, sino que cocinó y me ofreció una rústica habitación para que no me empapara. Ese día entendí que lo malo de no estar en temporada alta es que se está completamente solo y lo bueno es que, como no hay nadie, es fácil que las personas que trabajan te den una mano. En el camping de Arrayanes me sentí aún mejor recibida por Pato y Joaco, que se convirtieron en grandes compañeros, y me hicieron sentir muy cómoda. Con ellos tendría charlas profundas, mates, carne con papas (que valieron oro), caminatas por bosques de colores, remadas en el río Arrayanes y muchas risas. Incluso pasaría una noche en Esquel en la casa del tío de Joaco, durmiendo de nuevo en una cama, aprendiendo sobre la crítica situación de las mineras en la provincia y sintiéndome muy bien acompañada.

En Arrayanes me volvió la paz al alma, y finalmente me relajé. Tal vez fue su aire puro el que me calmó la añoranza de extrañar a mi familia; tal vez fueron sus increíbles paisajes los que me entraron despacio por los ojos y me hicieron revalorizar el aquí y ahora; tal vez fue la maravilla de la naturaleza la que me ayudó a relajar y empezar a interpretar mis experiencias; o los ratos de tranquilidad leyendo en una hamaca paraguaya o charlando con los chicos y bajando la velocidad.

Tarde relax en Río Arrayanes

Fuera lo que fuera, ahí logré ver en lo que me había convertido, en que me gustaba, en que me sentía orgullosa por más simple que fuera de armar una carpa sola, cocinarme en una ollita, animarme a viajar y saber arreglármelas en muchas cosas. Sentí que había crecido, que había cambiado mi chip de ciudad al de “viajera”, que había aprendido a valerme por mí misma y que ahora era una persona mucho más fuerte, mucho más capaz. Me sentía preparada, y descubrí todo lo que había aprendido en el viaje, todo lo que había incorporado, pequeñas cosas que me hacían mejor. Y de pronto empecé a recordar de dónde había incorporado todas esas enseñanzas. Se me vinieron a la cabeza muchas personas que me crucé en estos dos meses: desde aquellos con los que me encariñé tanto que me costó soltarlos, hasta los que sólo me dieron un consejo útil, o los que me escucharon cuando justo lo necesité, o los que me acompañaron apenas en una caminata o un momento del día. Descubrí que lo que ahora era, de aquello que me sentía orgullosa, era una parte de cada una de esas personas. Y me sentí feliz. ¡Había conocido a tanta gente! ¡Y todavía me queda mucha por conocer! ¿Sabrán que una pequeña parte de ellos forma ahora parte de mí? ¿Sabrán lo que me dejaron? ¿Habré dejado yo también algo en esas personas, por más mínimo que fuera? Pienso que sí, y eso me reconforta. Sentir que dejé pedacitos de mí por distintos lugares, en distintas personas, con una palabra de aliento, o un abrazo, o un momento lindo. Porque en el fondo, creo, somos una mezcla de esos pedacitos que nos va dejando el otro; algunos más grandes y más viejos, los de nuestra infancia, los de nuestros padres y familia; algunos más chicos, efímeros, concretos; algunos más dolorosos, pero que nos moldearon al fin. De repente me di cuenta que esas personas no habían sido solamente caras o nombres para recordar, sino que, con un pequeño gesto, se habían convertido en parte de mí. Desde lo más absurdo, como una buena técnica para atarme los cordones, hasta la utilidad de llevar té o sopa en el termo cuando hace frío, o la manera de caminar mejor para subir una montaña, o lo que no me puede faltar en la mochila a la hora de acampar, o alguna frase linda para la vida.

Hay muchas formas de contar un viaje. Se puede hacer a través de los paisajes, con fotos que reflejan apenas una ínfima parte de la magnitud del lugar. Se puede hacer a través de destinos, de ciudades, como cruces en un mapa. Hoy prefiero contar mi viaje a través de esa gente, sencilla, común, que con su paso fugaz por mi vida me marcaron, y dejaron una pequeña huella que es más que un recuerdo. Gracias. A los que viajan conmigo desde que nací y a los que recién se incorporan. Porque todos forman parte de mi vida, y porque espero formar parte, aunque sea una muy chiquita, de las suyas.

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