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Relato en tercera persona

(Encontré este texto que escribí, creo, en febrero. Es bastante personal, pero no podría sacarle nada porque me parece que está bien como está. Si lo publico, a pesar de esa enorme subjetividad y extensión, es porque considero que explica más que nada lo que me llevó a decidir viajar, el principio de esa decisión y lo que viví para llegar a eso. Claramente, tiene ese tono exagerado que me gusta agregar a los relatos para hacerlos más interesantes. Pero los que me conocen sabrán porqué escribo lo que escribo y tal vez esto es exclusivamente para ellos.)


Recién se daba cuenta. Sí, sabía, apenas. Pero nunca lo había visto con tanta claridad como aquella tarde, frente al mar, con los ojos cerrados y el ruido de las olas que iban y venían. Por suerte, nunca es tarde para cambiar de rumbo, y nunca es tarde para darse cuenta.

Había pasado tanto tiempo oprimida que había perdido su esencia. Y a la vez, por suerte, era lo suficientemente poco como para poder reencontrarla con un pequeño esfuerzo.

¿Cómo no lo había notado? ¿Cómo había permitido esa falta de libertad, esa vida angustiada, esa mecanización? Durante más de un año, había ido perdiendo poco a poco lo más suyo. Se había dejado llevar por la rutina de oficina y de a poco, entre tanta gente seria, se había forzado a cambiar, a crecer abruptamente, sin en ningún momento hacer el duelo por esa infancia –y tal vez esa vida– que se iba perdiendo. Comenzó por maquillarse, comprarse nuevos zapatos y vestirse elegantemente. Luego, las compras se transformaron en su escape y en ese consumo encontró el consuelo a un vacío que se hacía cada vez más grande. En su inseguridad, idolatró a humanos de carne y hueso al punto de desear fervientemente ser como ellos, y se dispuso a hacerlo sin poner trabas a pensamientos, palabras u opiniones que absorbía como una esponja y que la hacían creerse convencida. Rompió –o ya había roto y de allí provenía su debilidad– con sus convicciones más íntimas y sus lazos más cercanos y de a poco fue construyendo sobre sí misma una imagen más fuerte y exitosa, que no era sino una máscara de papel cuyos rasgos se iban extinguiendo con el correr del tiempo y la erosión de sus propias lágrimas. A veces, la máscara no la dejaba respirar y su piel pedía auxilio mientras se disecaba, pero ella apenas sentía la presión. En cambio, con cada capa que agregaba tenía más confianza –y más ego– y así, se creía segura, refugiándose detrás de la imitación barata de otras personas y de mentiras acumuladas para crear una imagen de perfección frente al resto. Se apuró. Y casi sin pensarlo se dispuso a vivir en el lugar que odiaba, sacrificándose por un trabajo que no mucho tiempo después le generaría una enorme desilusión.

Atrapada por una red morbosa que se había aprovechado de su momento de mayor vulnerabilidad para quemarla por dentro, se encontró de pronto viviendo en una jungla de cemento y transitando las calles con profunda soledad pero casi sin tristeza, pues hacía tiempo que había perdido la conexión con aquel órgano latente y la capacidad de reconocer sus sentimientos. Cuando la sensación de angustia se escapaba de la coraza que había creado –lo que era lógico, pues por más que quisiera, no podía tapar del todo un monstruo que crecía cada vez más rápido y comía sus paredes por dentro, desbordándose por los orificios que este mismo iba dejando—le agarraba un hambre voraz que la hacía comer hasta mucho después de saciarse, gastar fortunas en elementos inútiles y beber alcohol con cualquier excusa. Muy pocas veces lloraba, sin saber porqué, pero el malestar o el malhumor –aquello que se manifiesta sólo cuando las verdaderas emociones son reprimidas—se había vuelto constante, y ello la empujó a empezar terapia. Siempre le había tenido un enorme rechazo a los psicólogos y aunque a la larga las sesiones le fueron de gran utilidad y logró tomarle cariño a su terapeuta, era absurdo pagarle a una persona desconocida para que resolviera sus problemas en vez de tratarlos por su cuenta y a su ritmo, perdiendo poco a poco la capacidad de discernir si sus palabras eran realmente suyas o la opinión de una profesional que le medía de a 45 minutos semanales su angustia constante.

Para esa altura, había dejado de lado la creatividad y sus actividades más características para invertir su tiempo en la cotidianización de sus hábitos. Dejó de escribir, dibujar, salir a caminar sin rumbo y escuchar música durante horas para prender la televisión, tomar cerveza, dormir la siesta y darle uso a internet. En el momento, cuando se acostumbró, se sintió mucho mejor que cuando le temía a la mediocridad y creía que le debía al mundo algo grande, así que no se podía dar el lujo de perder el tiempo.

Pero un día, cuando ya se había enamorado de su máscara y de su nuevo mundo, algo empezó a derrumbarse. Entonces la invadió una enorme desilusión que le pegó tan fuerte a la cara que durante un mes no tuvo fuerzas para levantarse por sí misma y aunque era necesario que permaneciera acostada para recomponer sus fuerzas, el propio sistema en el que se había inmerso la obligaba a pararse, como pudiese, y a fingir que era una persona feliz y sin preocupaciones, fuerte, que no necesitaba ni amor ni respeto, ni mucho menos valoración genuina. Había aparentado esto durante un año –o más—y, sin embargo, esta vez se le hacía inmensamente difícil.

La bestia que había ido alimentándose en su interior finalmente venció las barreras que había impuesto y que ahora estaban tan débiles, y salió a la superficie como una mezcla de bronca, impotencia y tristeza además de una enorme culpa que la acompañaba feroz. La bestia logró dominarla en poco tiempo, a tal punto que comenzó a controlar sus acciones y sus sentimientos generando dentro de ella una enorme depresión.

Pero en el fondo, sería necesario, sería necesario dejar salir a la bestia y dejarla actuar para empezar a limpiarse por dentro y poco a poco ir desempolvando su yo más real: sería necesario ese año para crecer lo suficiente y adquirir la experiencia justa, para potenciar luego parte de su yo y agregarle cosas nuevas, porque de ningún hecho podemos irnos sin ninguna marca, y en aquel tiempo la crisis había sido tan fuerte que dejaría dentro de ella huellas muy profundas: algunos importantes aprendizajes y otras heridas muy dolorosas que nunca terminarían de cerrarse.

Recién vería todo ello sentada frente al mar, a ciegas, con el sonido de las olas y el golpeteo del viento sobre su cuerpo. Abrió los ojos y contempló la inmensidad del mar. Era reconfortante, era esperanzador. Y lloró. Lloró, después de mucho tiempo, desde lo más profundo de su ser, manifestando una enorme felicidad producida por aquella misteriosa sensación de libertad. Su corazón estaba tranquilo, su cuerpo respiraba y aunque aún tendría un gran trabajo por hacer para despojarse de todas aquellas capas que la cubrían, aquel había sido el primer atisbo de esperanza que la devolvería a la vida.

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